Hace unos días, mi esposa y yo fuimos a buscar unos libros de historia al centro de la ciudad de Puebla, por encargo de un familiar que estudia la carrera. Eso nos dio oportunidad de navegar en ciertas librerías. Es precioso el desencanto de todos los libros que jamás podrán ser leídos, de todos esos títulos tan llamativos que nunca podremos obtener porque o come uno, o lee uno, y la vida del lector es un constante balance entre ambas cosas. No encontramos los mentados libros de historia, pero nos enteramos de los precios: desde los 150 hasta los mil pesos (de 12 a 90 dólares dólares). Nos queda imaginar la cubierta de aquellos libros, el papel y la información tan especializada, celosa y valiosa que guardan. Cuando no lees aquel libro que sueñas, puedes imaginar que lo lees, ficcionar con el contenido. Un vano y ligero consuelo.
Durante el paseo, en la librería de Ficticia, pudimos acariciar los libros de la Editorial Acapulco. Cada libro se aproxima suavemente al arte de la ilustración y del diseño. En un libro de Acapulco, el texto no se puede dar el lujo de ser aburrido, se convierte en una bestia dinámica, algunas veces mansa, algunas veces violenta. Es una propuesta estética para contrarrestar el acostumbrado estado estático de las palabras, las oraciones, la tinta negra. Aunque no estoy del todo familiarizado con el trabajo de Selva Hernández (la directora de dicha editorial) y de sus autores, he seguido su promoción con interés. He leído los artículos tipográficos que la directora comparte, así como visto las fotografías del trabajo que hace en su editorial. No escatima en el amor por los libros, no ahorra en la creación de un producto memorable. He visto el trabajo riguroso que dedican sus ilustradores para realzar las obras a las que se ven confrontados. Después de saborear cada uno de los títulos, salimos de la librería y mi esposa murmuró el inicio de una idea: Convierte el libro en una obra de arte, ya no sólo el texto es el producto sino el objeto completo. Soy un hombre acostumbrado a discutirlo todo, pero esa vez no pude negarme.
¿Qué es un libro hoy para los lectores? Es una pregunta difícil. Mientras que Editorial Acapulco se esmera en ofrecer un producto estético en cada libro editado, todavía estamos acostumbrados a las editoriales tradicionales: tapa, contratapa, solapa, hojas (recicladas, papel fino o papel barato, papel blanco, papel crema, papel rugoso) y la tinta negra para el texto (tipografía de fácil lectura, de lectura ligera o tradicional, tipografía pequeña para economizar la cantidad de hojas). Muchos lectores contemporáneos aun hablan de la textura del papel en las manos y del olor al libro nuevo cuando —parecen ignorar porque la alternativa podría enloquecerlos—, es el efecto de drogarse con pegamento común y corriente. Antaño, el olor a libro nuevo en realidad era el olor de un libro envejecido: la piel curtida de los animales trabajada para las tapas; una tinta que se imprimía y dominaba, como diminutas hormigas, los poros del papel en vez de quemar el papel; y el papel, bueno, era otra cosa. Acariciar un libro viejo es muy distinto a acariciar uno nuevo, la próxima vez que vaya a una librería de segunda mano, ruegue porque le presten uno y memorice la experiencia. Deténgase a gozarla, hojeé, abra el espacio para la memoria táctil y sin vergüenza, aprecie el inicio de un fetiche que tardará mucho tiempo en volver a experimentar. Alguna vez leí, ojalá recordara donde, que la calidad de un libro dependía de su memoria casi mística: Cierras el libro sin indicador de ningún tipo, pero cuando lo abras espontáneamente, te descubrirá la hoja donde lo dejaste.
“Mi mejor truco es convencer a la humanidad de que existo”, diría el diablo, y comúnmente el libro de hoy, corrige al demonio: “Mi mejor truco es decirles que existo, y que huelo, y que envejezco bien”. Con esto, no quiero decir que desdeño los libros tradicionales, los que abundan para el mercado masivo, para nada. Aunque antes de comprar un libro, debo admitirlo, me fijo en sus características superficiales: La portada, la editorial que lo publica, que me intentan vender las reseñas, la tipografía del texto y su tamaño y la de los capítulos, qué tan barato es el papel y qué tan frágil es para calcularle un aproximado de vida útil. Después pongo ese estudio superficial e inevitable en otro lado (al consumista se le exige que se fije en lo que compra, aunque de todas maneras acabará por comprarlo porque sí), para leer algunos fragmentos así como estudiar brevemente los párrafos, las oraciones, el vocabulario. Ahí se verá el amor que tiene el autor por el lenguaje, y si ama el lenguaje, entonces vale la pena escucharlo. Si desconozco los motivos de la compra (el autor, alguna reseña de la obra o una recomendación confiable), quizás me baste una línea para desearlo. En mi experiencia, como lector, no me dejo guiar por la trampa de la primera línea, incluso el primer capítulo. Es en la profundidad de la carne donde está el sabor y los nutrientes del animal, la textura es para salivar de antojo.
Hace un par de semanas compré un libro electrónico, en la tienda de iBooks, que de otra forma hubiera sido difícil de conseguir: “Bestiario de indias” de Gonzálo Fernández de Oviedo. Durante unos días, mi teléfono se convirtió en un libro, mientras leía en ratos el bestiario de Oviedo y tomaba notas para un proyecto que tengo. Obviamente, la experiencia no es la misma, rozar el papel con los dedos difícilmente es lo mismo a tocar un mundo binario con el dedo gordo; pero es muy similar. Las notas en los cantos de las páginas se transforman en notas dentro de una aplicación. Los subrayados no lastiman el objeto porque el objeto no existe, aunque somos testigos de que la información está ahí, quien sabe dónde, compresa en kilobytes y formatos de estilo CSS. La lectura es ligeramente más cansada, pero basta con bajarle el brillo al libro. Qué curioso: manipular el contraste de un libro con el dispositivo, en vez de perseguir la comodidad de la luz del día, halogénica o de una vela. La experiencia no cambia si el lector se adapta y es importante que un lector se adapte si quiere recoger obras, líneas y expresiones que de otra forma no recogería. Quien desee leer lo hará, perseguirá el texto sin importar el formato que sea o el medio que consiga para satisfacer el hambre.
Son tiempos interesantes para la lectura y a su vez, para la cultura. No sólo es el libro físico, ese artificio material, también el libro binario, una exploración metafísica. Hay gente que se preocupa por el exceso, los ardides del mercado literario, pero me he fijado que nuevas tecnologías y nuevos medios, han incitado el placer de la lectura en todas las generaciones. El placer de ir a una librería o una biblioteca es tan interesante como el curioso que navega en Google en búsqueda de ese pdf, o ese epub, del que escuchó hablar. Quizás no lo sabe, pero incluso un nuevo usuario de Twitter lee un libro de su propia hechura al escoger los contenidos que desea abordar: microficciones, opinión, política. Mientras lee, tengo la esperanza, hace una búsqueda por retarse, incomodar al reflejo del espejo, confrontar sus propias ideas y alimentar su vocabulario, lo mismo que haría un niño de antaño cuando toma su Martín Garatuza por primera vez por el antojo de leer una historia de aventuras y de desgracias. Hemos cambiado de múltiples maneras: Hoy, quizás, presentarse a una librería es un acto superficial, casi subversivo, cuando también deberíamos prestar atención al proceso mental e imaginativo de una persona frente a su computadora o su tableta, en aparente ocio, asimilando el caudal de letras que tiene frente a la pantalla. Hace unos años, por ejemplo, qué difícil sería descubrir a Editorial Acapulco, sino es porque tanto la misma editorial, como la librería, usan el mundo digital para seducir. Ambos mundos crecen: las editoriales físicas y las editoriales digitales, cuando se distribuyen sus contenidos y explotan la curiosidad de la gente; a más de esto, más lectores y posibles lectores, con ansias de explorar lo desconocido. El libro, sea su presencia real o virtual, no deja de ser un objeto precioso, una joya deseable y un nutriente vital para apaciguar todo tipo de necesidades.
Agustín Fest es escritor y obrero digital. Vive en México con su esposa y sus dos perros, en el solitario municipio de San Andrés Cholula. Ha publicado en dos antologías donde el mundo sí se acaba, ganó un concurso nacional y mexicano de cuento, escribe en suplementos culturales y también ha escrito para algunas revistas. Tiene una bitácora donde miente regularmente, desde hace 10 años, enarbol217.com arboltsef@gmail.com / twitter: @ad_fest