Ya había oscurecido, la luna estaba a medio subir y las muchachas se preparaban para una larga vigilia.
Bebían café y comían tostados en una burda mesa de madera en el interior de la cocina. Una vela en cada esquina de la mesa les alumbraba lo suficiente para poder tomar las tazas.
No platicaban mucho, tenía tiempo que no lo hacían. Solo bebían con la cabeza agachada mientras escuchaban los quejidos de su padre. Desde hace meses las cosas eran así. Desde antes de que la mamá de las muchachas muriera. ―¿Pusiste a cocer las hojas de madura zapote?
―Se me olvidó.
―¿Y ahora con qué le vamos a hacer los cataplasmas a papá? ―Como quiera ni le hacen.
―¡Cállate, te va a oír!
Martina prefirió no seguir discutiendo con su hermana y se fue al monte lámpara en mano a buscar las hojas. Se dio cuenta que había luna llena, lo cual debía interceder benéficamente en el tratamiento de su padre. No podía regresar sin las hojas.
Las halló, cortó sólo lo suficiente pues las baterías de la lámpara comenzaban a terminarse. Regresó a casa y las puso a hervir con corteza de cedro. Dejó que se entibiara el remedio y lo llevó a la única habitación que había en el jacal.
Gregorio se encontraba acostado en su catre. Martina le tocó la frente. No tenía fiebre pero sudaba frío. Tenía los ojos cerrados y la boca abierta de donde emanaba un tufo agrio.
La joven formó con sus manos pequeños cataplasmas de hojas hervidas, las escurrió y puso en las sienes y plantas de los pies de su padre. Ambas muchachas sabían que estaban indicadas para heridas difíciles de cerrar. Gregorio no tenía ninguna herida, al menos no externa, pero sus recursos se habían agotado y no podían dejar que se muriera también.
Pasando la media noche, como ya era costumbre, empeoró el estado de Gregorio. Sus quejidos eran cada vez más fuertes, se movía hacia un lado y otro y Martina a su lado, cuidando que no se cayera.
De pronto pareció como si le faltara el aire. Abrió más su boca buscándolo, abrió sus ojos al no encontrarlo. Se enderezó y comenzó a golpearse el pecho con las palmas de sus manos.
―¡Manuela, ven, papá se va a caer!
Manuela, quien dormía fuera de la habitación, entró corriendo. Martina lo sujetó de un brazo y su hermana del otro impidiendo que se siguiera golpeando. No podían hacer mucho más que esperar a que la crisis pasara. Cuando Gregorio volvió a acostarse, Martina dejó caer el llanto.
―¡No hagas eso, papá! ¡Por favor, dinos qué te duele! ¿Qué tienes, papá? ¡Por favor!
Pero Gregorio apenas podía respirar. Volvió a cerrar los ojos y a quejarse quedito.
Manuela, sacando el carácter que la distinguía, calmó a su hermana mayor y se fue a la cocina a preparar un té para Gregorio.
―Ten, Martina. Cuidado porque está caliente. Dáselo a sorbitos. Las dos hermanas pasaron el resto de la madrugada dormitando, cada quien en una silla flanqueando a su padre.
Extrañamente por las mañanas era otra historia y Gregorio podía descansar plácidamente por horas. No así las hermanas que se dormían en turnos para poder realizar sus labores domésticas sin descuidar al enfermo. Su madre les había dejado esa encomienda antes de fallecer y las adolescentes lo habían tomado con mucha seriedad.
Para el medio día, Gregorio ya había despertado y se estaba quejando otra vez.
―Martina, no podemos seguir así con papá. Otra vez no le entró el bocado. ¡Ya lleva dos días sin comer!
―De rato le vuelves a dar, aunque sea el puro caldito.
―¡No Martina! No va a aguantar si sigue así, con puro té, pura agua y puras ramas. ¡Hay que llevarlo al hospital! Que le hagan los estudios que nos dijo el doctor.
―¿Y con qué dinero, Manuela? Si ya sabes que no nos van a volver a prestar hasta que no paguemos la caja de mamá. Además no creo que papá pueda caminar.
―¡Hay que trabajar! Nada más juntamos para sus estudios y nos salimos. ―¿Ah sí? ¿Y quién lo va a cuidar?
―Bueno yo voy y tú te quedas.
―¡Tú no vas a ningún lado! Yo no puedo sola.
―¡Entonces acepta que venga la curandera!
―¡Ya te dije que no! Esa señora no es curandera, ¡es bruja! ¿A poco eso te enseñó mamá? ¿Qué no somos católicos, Manuela?
Pasaron una noche más en vigilia. A diferencia de los días anteriores Gregorio no encontró descanso al amanecer. Los quejidos se convirtieron en gritos. Una vecina asustada fue a preguntar qué pasaba y les recomendó bañarlo en aguardiente. Lo hicieron. A pesar de su momentánea mejoría en un par de horas se encontraba peor. Las muchachas sintieron miedo, ya no de que se les muriera, sino miedo a Gregorio.
La vecina regresó con una rezandera y comenzaron el primer misterio al pie del enfermo, pero conforme los rezos avanzaban Gregorio no encontraba calma sino todo lo contrario: se movía de un lado a otro bruscamente. Trataba de levantarse sin lograrlo, su propio peso le ganaba y volvía a caer al catre.
―Esto no es una enfermedad que yo haya visto ni tampoco es cosa de Dios sino del diablo. Vayan por el padre.
Las señoras dejaron a las jovencitas llorando sin saber qué hacer. ―¡Te levantas! Te vas a levantar, papá, ahora mismo y vas a estar bien porque tenemos mucho miedo. ¡Habla papá, di algo!
Mientras Martina sacudía a Gregorio sujetándolo de los brazos, pudo ver cómo los ojos de su padre se encontraban desorbitados y lo soltó dejándolo caer en el catre.
―¡Papá se está muriendo, papá se está muriendo ya!
―¡Cálmate, Martina, mejor voy a ir corriendo por el padre! No dejes que se muera, ¡ponle gotitas de alcohol en la lengua!
―¡No! No vayas a donde el padre, si el padre viene todos se van a enterar de que papá tiene algo, algo malo. ¡Y no nos van a volver a hablar! Es más, ¡nos van a correr de aquí! Ve a donde vive la bruja, dile que es urgente, no te tardes, Manuela, ¡córrele!
Manuela salió del jacal despavorida, Gregorio no tenía mucho tiempo y la curandera vivía en otra comunidad.
Una hora más tarde llegaron. Encontraron a Martina sentada al pie de su papá, tomándole la mano, y a Gregorio acostado con los brazos y piernas bien estiradas, los ojos abiertos y balbuceando palabras irreconocibles.
La curandera, con expresión de serenidad, les pidió a las jóvenes artículos personales de su padre y un gallo negro.
―No pollo, no gallina, tiene que ser un gallo, tiene que ser negro y tiene que estar vivo.
Manuela echó a correr al patio en busca del animal sabiendo que no tenían ninguno con las características que les pedían. No tardó en regresar pero la curandera ya había colocado velas alrededor de su padre junto a fotografías y listones de colores. Lo había rameado y sahumaba la habitación.
―Escúchame, niña, a tú papá le hicieron brujería y de la mala. Dejaron correr mucho tiempo. No creo que sea ni por envidias ni amarres a pesar de su viudez. Esto es algo más fuerte que arrojaron contra todos ustedes y con mucho odio. De eso murió su mamacita seguramente y si no consigues el gallo negro no podré sanar a tu papá y después empezarán ustedes a padecer.
―¡Ves, Manuela! ¡A conseguir uno! ¡Aunque te lo tengas que robar, luego lo reponemos! ¡La curandera no nos va cobrar nada hasta sanar a papá pero ve por lo que te pide!
Manuela salió corriendo nuevamente pero ahora con dirección al único lugar donde creía encontrar tantos pollos, gallos y gallinas que podría haber uno negro. Llegó al arroyo que estaba seco y observó con detalle las copas de los árboles. Aventó una piedra al cielo y las aves saltaron espantadas. Corrían por todos lados a gran velocidad. Había de todas las edades y entre la parvada pudo divisar a uno. Un gallo con cresta, bien negro.
Lo siguió. Primero lo acechó con cautela y cuando estaba cerca de él, corrió y se abalanzó sobre el gallo. El animal muy hábil voló y se posó en una rama no muy alta.
Manuela trepó y sin percatarse de que las ramas eran demasiado débiles para soportar su peso cayó al piso. No se levantó de inmediato. Le dolía la espalda y la cabeza y tenía una cortada en una pierna. El gallo trepó aún más en el árbol.
Ahí se quedó unos minutos viendo cómo se iba el gallo negro, cómo se iba la oportunidad de que su padre se salvase, cómo se iba su vida como la conocía hasta ahora. Lloró. Aprovechó que se encontraba totalmente sola para llorar con fuerzas, sin tener que esconderse o hacerse la fuerte. No quería volver a casa pero pasado un rato se levantó, sacudió su falda y echó a andar.
* * *
Dos días después las hermanas sepultaron a Gregorio. No pudieron pagar el servicio funeral ni hubo quién les fiara, por lo tanto tuvieron que enterrarlo en su petate.
De camino a casa Manuela cojeaba de la pierna que se había cortado persiguiendo al gallo. Martina, en su inocencia de quince años y tratando de animar a su hermana le dijo:
―Llegando voy a ir a buscar hojas de madura zapote para ponerte en esa pierna y verás cómo te cierra rápido. Y si no te hace, no te preocupes, escuché que ya hay medicinas en el dispensario. Como quiera el domingo voy a ir al pueblo a comprar un pollito, un pollito negro, no más por si se ocupa. Esta vez no vamos a batallar.
© All rights reserved Joamit Escudero Pozos
Joamit Escudero Pozo (Axtla de Terrazas, 1993): Escritora y profesora de Literatura, Lengua y Comunicación e Inglés en el Colegio de Bachilleres de San Luis Potosí, México. Es autora del libro ÁKAL: Noches desde las entrañas de la Huasteca (Mención Honorífica en el premio de Literatura Manuel José Othón 2021).
Entre sus publicaciones se encuentran el cuento Día de Fiesta en la revista digital de Miami Nagari (2021) y el cuento Luz Clara en la Antología de Escritoras Potosinas Vol. II (2024). Actualmente es becaria del PECDA 2024 (Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes) del estado de San Luis Potosí.