Vuelvo a la escritura, pero esta vez, desafortunadamente, no a las series, ya sean estas imaginarias o reales, sino a una anécdota, una confusión, un malentendido burocrático, que me ha traído hasta aquí. Se trata de un choque, de un encontronazo con funcionarios, los que rigen ciertos puestos en la universidad catalana, que se dice transparente, competente, adecuada a los estándares de los países más desarrollados, pero que adolece de lo mismo que presume, y se deja llevar por la pereza, sin que haga falta que venga un extranjero a comprobarlo. No hay serie televisiva que muestre eso. No existe producción por entregas que pueda sostener una tensión tan frustrante como la que provocan el funcionario y la burocracia, cuando se equivocan, y son remisos a darte la razón. Como producto audiovisual, sin humor, sería muy aburrido. Con ironía, como hizo Terry Gillian en Brazil, puede funcionar. Pero aún con el recurso de la mucha hilaridad, no sé si se podría escribir un guion que encadenara temporadas, una tras otra, en torno a personajes tan insulsos. Por fortuna, para eso está la literatura, para eso está Kafka, sus personajes, que chocan con el muro burocrático, que a veces lo enfrentan, pero siempre pierden. Hay muchas obras del escritor judío capaces de describir mi frustración, mi resentimiento. Pero, curiosamente, en estos días estaba leyendo El Castillo. En esa novela, inacabada, como todas las de Kafka, el agrimensor, K., un funcionario muy peculiar porque, más bien, parece un técnico, un trabajador freelance, se enfrenta él mismo contra los entresijos de la burocracia de un castillo cuyo funcionamiento, con sus posadas, sus pasillos, sus señores, sus secretarios, sus sirvientes, y hasta los ayudantes que le proporcionan, sin él pedirlos, le superan, hasta el punto que, en un momento de la narración, refiriéndose a la frustración de K., el narrador afirma: “Sobre él pasaban las órdenes, las favorables y las desfavorables, y también las favorables tenían un núcleo desfavorable, pero en todo caso todas pasaban por encima de él y él se encontraba en una situación de inferioridad que le impedía acometerlas o enmudecerlas y tener la posibilidad de hacerse oír”. (p. 326) Ha sido leer este fragmento y verme reflejado, partícipe del sentimiento que relata Kafka. Pero también, ha sido leer el fragmento y pensar en el otro, en el agrimensor, en K., en los múltiples errores encadenados que se encuentra un funcionario, como aquel al que yo he interpelado, que no son de su autoría, pero es incapaz de desfacer ya el entuerto, y ahí queda, sin solución, dispuesto a fastidiar la vida del ciudadano que estaba pendiente de ese trámite. Y, al instante, me he acordado de aquel cuento: “Gastón Tévez o la voluntad de marcharse”, de Eduardo Ruiz Sosa (Culiacán, 1983), publicado en la colección de nombre similar: La voluntad de marcharse, Premio Nacional de Literatura Inés Arredondo en 2007, publicado, asimismo, en la colección de relatos de la editorial Candaya: Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos, editada por Jorge Carrión en 2013. En ese relato, magnifico, atmosférico, muy bien hilvanado, heredero de los mejores cuentos de Rulfo, propio del buen hacer de Ruiz Sosa, contemplamos cómo accede a su cargo el narrador. No es otro que el de: Provisor mayor de difuntos y ausentes, puesto que ha logrado después de pasar por muchas vicisitudes. Y la extraña categoría, el siniestro nombre que, como apunta el autor, recuerda a: “algún puesto burocrático inventado en las dictaduras sudamericanas o en la guerra sucia, una labor dirigida a lograr la desaparición de aquellos indeseables a los regímenes” (P. 16), conlleva una labor igual de siniestra, pero más mundana, que el narrador descubre en el momento en que aparece en su oficina, recién estrenada, aunque lúgubre, Gastón Tévez, un viejo, un extraño actor de teatro, con la única voluntad de desaparecer, y uno descubre que el narrador es eso, un funcionario de la muerte y la desaparición que el Estado pone en nuestras manos para el tránsito final. Y se me antoja que al final eso es la vida, o en eso la hemos convertido, con nuestra obsesiva racionalidad, en un encadenamiento de trámites hasta el trámite final, el de la desaparición. Espero que en ese no se equivoque el funcionario de turno, al menos en mi caso, porque no va a ser posible el consabido: ”Vuelva usted mañana”.
© All rights reserved Carlos Gámez Pérez
Carlos Gámez Pérez (Barcelona. 1969) es doctor en estudios románicos por la Universidad de Miami y máster en creación literario por la Universitat Pompeu Fabra. Ha publicado la novela Malas noticias desde la isla (katakana editores, 2018), traducida al inglés en 2019. En 2018 publicó un ensayo sobre ciencia y literatura española: Las ciencias y las letras: Pensamiento tecnocientífico y cultura en España (Editorial Academia del Hispanismo). En 2012 ganó el premio Cafè Món por el libro de relatos Artefactos (Sloper). Sus cuentos han sido seleccionados para varias antologías, entre otras: Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013); Presencia Humana, número 1 (Aristas Martínez, 2013); y Viaje One Way: Antología de narradores de Miami (Suburbano, 2014). En 2016 compiló y editó el libro Simbiosis: Una antología de ciencia ficción (La Pereza, 2016). Ha impartido talleres de escritura en el Centro Cultural Español de Ciudad de México y en la Universidad de Navarra. Colabora con revistas literarias como Nagari, Sub-Urbano, CTXT o Quimera.