El leer y el escribir literatura en México a veces parece un ejercicio de introspección en lo nacional. Herederos de Samuel Ramos y Octavio Paz poco reflexionamos sobre los cambios de las últimas décadas. Cambios acelerados que van más allá del reconocimiento constitucional de un país pluricultural y la paralela exaltación de la globalización en la inmensa mayoría de los ámbitos. En realidad, todo cambio legal es una concesión a una realidad que hace mucho supera el ordenamiento. Pero de la misma forma que las literaturas y temáticas indígenas no son sino parcialmente reflejadas en la literatura nacional (Tan stendhaliana, tan decimonónica toda esta frase ya que estado y literatura nacional son afanes del XIX), de la misma manera, las consecuencias de ser un cruce aparentemente abierto de tantas culturas, personas, productos y mercancía no se encuentran todavía interiorizadas por el habitante promedio de eso que coloquialmente se llama México desde hace algunos siglos.
En medio de este profundo desfase, donde una verdadera incapacidad de las élites para alcanzar una visión de conjunto se combina con un dinamismo inédito de su sociedad (inédito sí, pero no por eso armónico y a veces ni siquiera consciente) apenas se comienza a observar como realidades igual de urgentes y lastimosamente cotidianas que aquellas planteadas por las culturas indígenas empiezan a ser planteadas como temas literarios. Por supuesto, antes de esta incursión de lo social, incluso de lo policíaco, en la literatura de ficción más reciente del país, se encuentra una vasta producción de corte periodístico que llega a desdibujar los límites genéricos. Sin embargo, hay un punto donde el dato, la información, el relato veraz comienzan a convertirse en una camisa de fuerza para el lector (y quizá incluso para el autor). En esa medida la narrativa de ficción, esa que precisamente en el siglo XIX europeo se erigió como modelo para todas las literaturas hispanoamericanas, se convierte de repente en el vehículo privilegiado para cuestionarnos (una vez más) sobre los alcances de lo mexicano, pero ahora en un sentido que poco tiene que ver con lo que el pasado solía responder al respecto.
Fruto de uno de los regímenes más sólidos y autoritarios del siglo XX, no por eso carente de flexibilidad y capacidad de adaptación (tanta que de nuevo está en el poder), el mexicano tuvo de sí una imagen un poco autocomplaciente. Si, la corrupción era un mal endémico, el autoritarismo una manera poco afectuosa de denominar al orden, pero en relación al extranjero, se podía presumir la vigencia del muy guadalupano dicho: “Como México no hay dos”. Aprovechando antecedentes que se hundían en la tradición mexicana de asilo y fomento de la migración, así como el carácter declarativo y machista de la xenofobia local, los mexicanos se veían a sí mismos como habitantes de una zona de asilo, generosa con los extranjeros. No hacía falta echar un ojo al artículo 33 o recordar las matanzas de chinos en Sonora para darse cuenta que esa imagen era un poco autoindulgente, pero los méritos de Gilberto Bosques frente a los fascismos europeos o de la escuela diplomática formada en el Instituto Matías Romero frente a las dictaduras cono sureñas permitían esbozar una sonrisa frente a los campos de refugiados que asolaban la memoria del siglo XX.
Para todos los que conocen el tema, la tradición mexicana de asilo enfrento un vuelco cuando la guerra en Centroamérica obligo a decenas de miles de refugiados a cruzar la frontera. Y aquí viene una de esas típicas cegueras voluntarias que después tapizarían nuestro camino al siglo XXI de buenas intenciones. Tras los procesos de paz centroamericanos y el TLC con América del Norte, la frontera sur (y el Pacífico, y Europa Oriental, Medio Oriente y un largo etc.) dejo de ser objeto de atención. Sólo en la medida en que el istmo era la vía de tráfico de drogas hacia el norte, ese norte poblado cada vez más de connacionales, ahora el único modelo de desarrollo posible para el país, en esa medida el sur inmediato (Ése que estuvo en la mente de Iturbide, Filisola, Federico Gamboa, Porfirio Díaz, Plutarco Elías Calles, por sólo mencionar algunos nombres) fue dejado de lado. De los procesos migratorios subsecuentes a la finalización de los conflictos centroamericanos, de su carácter eminentemente económico e incluso fruto del cambio climático, el mexicano promedio ni siquiera se enteró. Quizá nada puede ser más efusivo al respecto que el espectáculo cotidiano durante décadas ya de los migrantes en el techo del ferrocarril a la orilla de la carretera a Orizaba, saludando a los automovilistas.
Antonio Ortuño (Zapopan 1976) en su obra La fila india (2013) publicada por Océano y Hotel de Letras, rompe con este panorama de invisibilidad. Precisamente, una de las premisas de su texto es el cuestionamiento constante de qué hizo posible tal desdén por la vida humana como el que padecen los migrantes centroamericanos al cruzar por territorio mexicano. Los viejos tópicos de la generosidad del mexicano y su victimización como migrante se contraponen a esta realidad reformulada literariamente. Ortuño sabe que la función de la literatura no es la misma del periodismo y, por lo mismo, ofrece a través de la venganza de uno de sus personajes, esa catarsis que un periodista no puede generar, esa sonrisa cómplice del lector que llega a adivinar semejanzas y que, sin embargo, sabe que los verdaderos responsables están más allá de toda justicia de este mundo.
Quizá sea en estas concesiones al anhelo de justicia donde la trama de Ortuño nos guiña el ojo para reclamar su estatuto de ficción, pero al poner en manos del lector un atisbo, así sea pequeño de su propia autocomplacencia y desdén por el otro, comienza a alterar ese estado de ceguera en el que todos nos encontramos instalados. El migrante, ese otro que habla tu idioma y toca a tu puerta, provoca una serie de profundas interrogantes en el lector: ¿Qué fue de la generosidad del mexicano? ¿En qué momento dejamos que se convirtiera en mito? ¿Para cuándo nos planteamos terminar con esto de la manera correcta?
Marco Antonio Cerdio Roussell. Escritor y profesor universitario. Radica en Puebla, México. marco.viajero@gmail.com
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