¿Y qué consiguió tu madre, qué conseguí siguiendo los consejos de Delfina y de toda esta gentuza? Tu muerte, Emilio. Eso conseguí. Que te me murieras, tan lleno de vida que estabas. Y no hay peor castigo. Mucho menos para una madre que ahora sufre la soledad, que sufre la culpa.
Mi único hijo, mi amor, mi compañía. Treinta y ocho años, y tantas cosas por vivir. Tantos sueños que habrán de quedar interrumpidos, incumplidos. Todo porque cedí ante esas constantes recriminaciones.
“No es saludable que un hijo permanezca así de unido a su madre”, siempre decían. Ignorantes. Infames. “Va a ser mejor para los dos”, aseguraba Delfina, insidiosa.
Culpables de tu muerte. Todos ellos. Pero sé que yo también tengo la culpa: no debí hacerles caso. ¿Cómo pude creer que ellos sabrían mejor que yo, mejor que tu propia madre, qué cosa era mejor para vos? Mi Emilito, tan sano. Y tan ligado a mí. Siempre rondándome, siempre protegiéndome y buscando siempre, en la proximidad del contacto, mi protección.
Será que la vejez me ha hecho más débil. Porque hasta hace una semana, jamás había yo obedecido a esta gentuza entrometida que me contaminaba con sus críticas y sus corrompidas opiniones.
¿Por qué accedí, entonces?
Me digo que por estúpida. Por vieja.
Tiene que haber sido eso, Emilio: los años. Porque yo había podido repeler aquellas voces. Había conseguido ignorarlos. A todos: a la tía Isabel; a las viejas del barrio ―que no paraban de insistir con el asunto―; a las asistentitas sociales, enviadas vaya a saber Dios en nombre de quién; a las maestritas, que se empecinaban en que tenías que ir al colegio como los demás. Pero vos no eras como los demás.
Incluso a tu padre ahuyentamos. Nos había abandonado antes que vos cumplieras seis meses. Y pensar que, diez largos años después, pretendió regresar a nuestras vidas como si nada. Y lo rechacé. Los dos lo rechazamos.
Cómo nos dábamos fuerza mutuamente, Emilio. Y no necesitábamos que un desconocido ―porque eso era para nosotros― se inmiscuyese en nuestro hermoso y estrecho vínculo.
Y, pobre hombre, no soportó que fuésemos tan unidos vos y yo. Que fuésemos inseparables.
La tía Isabel lo mismo. “Emilio ya es un adulto, es imprescindible… ―imprescindible decía, Emilio, vos sabés cómo le gusta usar esa palabra―, es imprescindible que lo dejés madurar. Ya es hora de que cortés el cordón: es lo más sano, lo más natural y lógico”, decía la bruja.
Y ni hablar de Delfina: este último tiempo no había día que pasara sin que nos visitase. Ahora lo veo claro: nos quería separar, desunirnos. Por eso siempre estaba que Emilio necesita privacidad, que Emilio ya es todo un hombre, que ya es hora de que Emilio conozca una mujer, que se case y todo eso que repetía y que yo no comprendí sino hasta ahora.
Vos, Emilito, en cambio, eras más que feliz. Lo sé: jamás un reproche, jamás exigiste aquellas absurdas libertades que los otros —entrometidos— reclamaban toda vez que tenían la oportunidad.
Mi Emilito. Qué vieja y estúpida fui al aceptar las habladurías. Qué idiota he sido. Es mi culpa. Lo sé. No debí.
¿Y dónde están ellos ahora? ¿Todos los que se llenaban la boca con sus pedagogías infames? ¿Dónde se han ido ahora, que te me fuiste para siempre? Con decirte que Delfina ni a darme el pésame vino.
Sola me dejaron. Sola con mi culpa. Con el recuerdo de esa tarde de debilidad en que asumí el riesgo de consentir a todos ellos. Gentuza que ahora me evita, que baja la mirada cada vez que me ve. Y cierran las cortinas y siguen con sus vidas como si tal cosa, fingiendo que no ha pasado nada. Sola he quedado, Emilio. Como sola actué aquella tarde. Tarde en que morirías. Tarde en que yo me convertiría en tu homicida.
Perdoname, hijo. Emilito. Tenés que creerme: de verdad pensé que sería lo mejor. Lo concebí como un acto de renuncia. Quería probarnos. Confirmar que seguiríamos siendo igual de unidos. Que nos unía algo más poderoso y espiritual que un simple cordón. Que algo nos vinculaba más allá de tu ombligo y de mi vieja placenta.
Por eso, en esa tarde de debilidad y renunciamiento ―y de fatalidad también―, mientras dormías la siesta a los pies de mi cama, les hice caso a quienes decían ser dueños de la verdad, de la coherencia, del sentido común. Y con el filo de un cuchillo corté suavemente el cordón. Y pronto el cordón se convirtió en una tripa hedionda y dura, y vos en un pálido y agonizante hombrecito.
Fueron segundos.
Segundos. Y supe que te perdía.
Y el cordón dejó de latir. Así como tu corazón.
Es mi culpa, Emilio. Te extraño, y es mi culpa. Culpa de Delfina y de la tía Isabel y de todos los demás. Pero, sobre todo, es culpa mía.
Sólo espero que hayas encontrado la paz. Mi niño. Mi bebé.
Aún conservo el cuchillo. Así que no tengas miedo: pronto nos encontraremos. Y esta vez, lo juro, no permitiré que nadie nos separe.
© All rights reserved Cristian Acevedo
Cristian Acevedo nació en Córdoba, en 1982
Tiene publicadas tres antologías: Canibalísmico, Indignatarios y Sommelier de infiernos, que vio la luz en 2016 tras haber resultado ganador de la Convocatoria de Narrativa de Baltasara Editora.
Su primera novela: Matilde debe morir, fue publicada por Editorial Bärenhaus también en 2016.
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