Nos conocíamos desde chicas. Tengo una imagen de ella con nueve años: rubia y con sus dos colas de caballo. Recuerdo el sol inundando su pelo, las baldosas grises del patio, el bananero al fondo.
El colegio público nos unió. Las dos veníamos de familias desestructuradas, con quilombos familiares que quedaban completamente afuera cuando estábamos juntas. Nuestros juegos eran una burbuja del mundo exterior, de las peleas familiares, de los gritos. Pasábamos mucho tiempo solas, tomábamos la chocolatada, íbamos al parque, le tirábamos vasos de agua a los transeúntes por la ventana. Casi no usábamos juguetes, apenas una hoja, un lápiz, una lata vieja en donde guardábamos chorradas. Y la mascota de turno, las dos éramos muy gatunas, aunque ella, mucho más. Amaba tanto a los animales que uno de sus primeros trabajos fue en una veterinaria. Podías llegar a su casa y encontrarte con hamsters, gatos e incluso una iguana tomando el sol en el balcón.
No sé bien qué es lo que nos unió. Ella era buena estudiante. Yo, en cambio, era un desastre. Siempre llevaba las manos manchadas de tinta, iba despeinada y siempre tenía piojos.
Hicimos muchas cosas juntas en los cinco años que pasamos en el colegio, fundamos un club secreto, nos inventamos un lenguaje de signos que nadie más entendía y, además, pasábamos horas y horas trepando gomeros. También pasábamos horas dibujando pasadizos secretos subterráneos. Enterrábamos tesoros bajo el gomero y nos divertíamos jugando a las escondidas en el cementerio de la Recoleta.
En definitiva, nos hacíamos compañía.
Cuando terminamos el colegio primario, pasaron varias cosas desagradables: todos teníamos que buscar una nueva escuela y terminamos dispersándonos.
Mi nuevo colegio resultó un desastre. No tenía amigos y el nivel era tan exigente que lo que antes era placentero —estudiar— se convirtió en una tortura cotidiana. Sin embargo, lo que peor llevé fue la ausencia de mi amiga. Yo esperaba que nos siguiéramos viendo. Nunca imaginé que una amistad pudiera terminar. En mi mente infantil eso no era posible. Sin embargo, en unos pocos meses ella dejó de llamarme. Ya no nos vimos. Dejamos de quedar para trepar árboles. Las estaciones pasaron y yo esperaba al lado del teléfono. Sola. Recuerdo que mientras anhelaba el retorno de mi amiga, jugaba con mi gato. Él era mi único amigo. Con el que pasaba más tiempo. Su muerte, meses después, me atormentó largo tiempo. Aquel periodo, fue lúgubre en mi mente de niña, la amiga de la infancia se diluía y se me venía a la cabeza su imagen inundada de luz, de sol del mediodía que enceguece hasta que ella desaparecía de forma lenta como el gato de Cheshire. Lo que estaba sucediendo era lo normal. Hacer nuevos amigos. Frecuentar otros lugares. Pero yo no era capaz de entenderlo.
Unos años después, nos reencontramos en un nuevo terreno: la noche. Ella salía. Se maquillaba. Estaba metida donde todos querían estar. La fiesta. Yo, que siempre he ido un poco atrasada en todo, tardé en adaptarme. Las luces. El olor. Los baños de discotecas. Pero al final, ya con 16 años, pasábamos muchas noches saliendo y emborrándonos. No frecuentábamos el mismo grupo. Yo había pasado por muchos colegios, cuatro en cinco años y mi grupo de amigos era un rejunte interesante. De alguna manera, aquella soledad de ser siempre la nueva me otorgó la habilidad para organizar las amistades con mayor creatividad.
Mi amiga también recolectaba gente por el camino pero no solo del colegio. Era callejera hasta el extremo. Callada. Fina. Curiosa. Incluso estudiosa, pero empezó a frecuentar a gente que estaba en las antípodas de ella misma. Maquillaje. Ropa. Baile. Secador de pelo. Ellas eran todo eso. Siempre estaban perfectas. Torneadas. Con la energía puesta en el envase.
O así me lo parecía. No quiero dejar de ser justa. Yo también caí en la vanidad de la juventud. En la seducción. Me pintaba como una puerta. Me planchaba el pelo. Andaba con tacos todo el día. Pero había algo que siempre me mantenía con los pies en la tierra. Puede que fuera mi extrema torpeza para las relaciones sociales. Mi búsqueda incesante de la soledad me llevaba siempre a quedarme un poco afuera. Nunca llegaría a ser realmente popular si ponía distancia. Yo solo era un par de orejas y ojos atentos. Así, evité conflictos aunque, en contraposición, nunca llegaba a sentir la amistad como algo profundo.
Ya en la época universitaria, nos volvimos a encontrar. Salíamos. Nuestras pandillas se entrecruzaban pero yo me di cuenta de que ya no éramos amigas como antes. Sentí una amarga nostalgia. Había demasiado ruido alrededor. Ella era otra. No estudiaba. Vivía de noche. Adoptó los hábitos de aquellos que casi no tienen interés por nada. Yo callaba. Sabía quién era ella. Siempre lo supe. Quería creer que su interior seguía intacto.
Pero ¿y yo? Debo confesar que también me abandoné. No por la manada pero sí dejé muchas cosas que me gustaban. Me aboqué al estudio. Dejé de leer ficción. Dejé de escribir. Como mi amiga, dejé de lado mis aficiones.
Los años pasaron y ella se fue. Emigró. Dejó el país de repente. Yo me quedé bastante perpleja.
Antes de irse, se peleó con todas sus amigas. Nunca hubo un enfrentamiento pero creo que ella necesitaba esa lejanía. Quería desprenderse de su pasado.
Y yo era su pasado más profundo.
Después de mi periplo por tantos colegios, en la universidad pasé unos años divertidísimos. Había libertad y la noche era ya algo más interesante que solo salir a emborracharse. Jugábamos al pool. Al bowling. Nos tomábamos tragos más sofisticados que los baratísimos shots de tequila de años atrás. Y, justamente, un día que estábamos tomando un Gintonic con mi novio, la vi. Ella besándose con alguien. Había vuelto y no se lo había dicho a nadie. Nuestras miradas se cruzaron con azoradas.
Nos saludamos por cortesía. Toda aquella intensidad pasada ya no existía. Era una desconocida.
Esa fue la última vez que la vi.
© All rights reserved Silvia Zuleta Romano
Silvia Zuleta Romano nació en Mar del Plata. Publicó su primera novela Los viajes sonámbulos en 2013, un libro de relatos cortos Cabeza de zanahoria y otras anécdotas en 2017 y su segunda novela, Los absurdos, hace apenas un mes. Tiene dos blogs La guarida de ficción en donde escribe sobre la autopublicación y la literatura independiente y El blog del Canguro filósofo, especializado en filosofía, economía, nuevas tecnologías y consumo cultural. Habitualmente, publica cuentos y ensayos en revistas literarias. Ahora se encuentra trabajando en su siguiente novela y en un próximo libro de relatos.
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