saltar al contenido
  • Miami
  • Barcelona
  • Caracas
  • Habana
  • Buenos Aires
  • Mexico

Octubre 2022

DONCELLA EN LA FABRICA*. Ismael Glaf

Me tapé la boca con el sostén, pero la tos se escuchaba peor. Juana y Sanjuana también se levantaron de sus estaciones de trabajo y me siguieron para socorrerme. En el baño, apoyada en la barra del lavabo, intenté normalizar mi respiración. Tras lograrlo, Sanjuana me obligó a beber agua del receptáculo formado con sus manos viriles; en seguida, Juana me limpió la boca con el sostén de encaje rojo que me arrebató en algún momento. Frente a nosotras, la escena devuelta por el espejo tuberculoso le sacó un ronquido a Sanjuana. Teníamos los chongos enmarañados. Las tres nos contagiamos de carcajadas. Entre la peste recóndita de la Fábrica, parecíamos actuar bajo efectos alucinógenos.   

Sanjuana se enjugó las lágrimas, quería escuchar más de la historia que interrumpí por atragantarme con mi propia saliva. Pero la otra vieja, mientras se abotonaba su camisola extra grande, nos apresuró a regresar a nuestras respectivas mesas, contiguas, a la cabeza de las filas centrales.  

Al ocupar los asientos corroídos, ambas mujeres adoptaron la misma postura del mobiliario raquítico y verdoso: anaqueles tubulares, rollos de tela, montones de trizas y ganchos. Su humor convaleció dentro de la nave de costureras, un entorno atestado de espaldas opacas y jorobadas, olor a naftalina, traqueteos de las máquinas de coser. Ese acompasamiento me secó la garganta desde mi primer día en la Fábrica. En adelante, me obligué a encajar, sin más fronteras mentales que las puntadas en zigzag con las que las obreras acribillaban sus propios secretos.  

Mi secreto era ser una de ellas. 

Se impuso el martilleo de tacones. La supervisora, una perra de modales ajenos a las medias caladas que enlucían sus piernas, miró mi producción acumulada en la caja. Se paseó por mi fila como un gato, luego examinó las uniones de bandas y elásticos de Juana. Comprobó la hechura de las copas de Sanjuana. Habían violado el reglamento laboral al seguirme al baño, aseguró a volumen público; por lo tanto, en su próximo pago se les descontaría el equivalente al sueldo de una de las putas del barrio sudamericano. Así se refería a los talleres de manufactura clandestinos, plagados de abusos y brotes de gonorrea, sobre los cuales escribí en la universidad. 

Hubo mutismo general, pese a que el infierno sonoro nunca cesó. Creí que vendría una réplica de las costureras, a mi izquierda, a mi derecha, pero lo único que se expresaba era el perfume de la supervisora, un olor aterciopelado. Yo me mantuve concentrada en la aguja de mi máquina que penetraba en el forro de algodón, en espera de mi sentencia. Pero ella sólo escupía silencio a mi impaciencia. Al devolverle la vista sonrió, se ajustó su saco chanel y sacudió la mano como si ahuyentara a un perro. Desapareció por donde vino; la entrada a la nave de costureras, adyacente al depositario de siluetas oxidadas: maniquíes atestados de corpiños, sostenes o corsés ahumados. 

 

HILO UNO. Construye una casita de silencio, me decía. ¿Y cómo es eso?, le respondía yo. Es fácil, me besaba: debes construirla de adentro hacia fuera, como una muralla. Luego me olfateaba la oreja, aún intacta. NUDO UNO. 

 

Un remolino de fuego se transfiguraba en una boa. Los esqueletos de todas mis compañeras se desprendían violentamente de sus cuerpos. No les dolía, era una liberación. Se abalanzaban a los maniquíes, se emparejaban con ellos, bailaban. La boa serpenteaba en torno suyo. El ritmo tribal se aceleraba hasta estallar. Un osario negro. De éste surgía aire caliente que pretendía ahogarme.  

Aunque este filme de desvaríos era recurrente en los últimos días en la Fábrica, lo olvidaba al intentar escribirlo.   

 —Pst, pst, termina de contarnos la historia. ¿Qué hizo la Doncella de Llu… Llu…? —me susurró Juana.  

—Llullaillaco, la Doncella de Llullaillaco —completé y ella se lamió su labio leporino. 

Dejé el silencio en tensión, revisé el encaje, corté el hilo y usé el sostén para secarme las lágrimas de mimo. Luego se lo lancé a la cara para darle a entender que se callara. Ella logró ahogar su risa. Se entretuvo durante unos minutos en examinar la prenda como a un animal aceitoso.   

—Aquí también hubo una doncella —precisó, sin temor a que la escucharan.  

Continuamos con nuestras labores sin mediar palabra, hasta que Sanjuana levantó un pestillo de su máquina y maniobró para cambiar el carrete:  

—La niña que reemplazaste…  

—La Doncella de la Fábrica —saltó la voz de Juana.  

Me erguí, mis vértebras tronaron delicioso. Con los codos apoyados en la mesa, esperé en vano la información siguiente. Miré a las viejas alternativamente, pero ninguna dijo más. Así que puse un extremo de tela debajo de la aguja y me concentré en la violencia del mecanismo que, por lo visto, a largo plazo enloquecía.  

Hasta entonces, las boas de fuego, los bailes tribales macabros, incluso mis reminiscencias que se anudaban o distendían como hilos narrativos, eran la pequeña cuota por experimentar en carne viva este lugar. Podía soportarlos, pues mi condición era largarme en cuanto recolectara suficiente inspiración novelesca.  

—Era la más joven de todas y la más antigua que muchas de aquí. 

—Ahora las reglas son más estrictas por su culpa.   

—Nunca dejaba su estación… 

—Hasta una noche…  

—Dicen que la encontraron en La Casita… 

—¿La Casita? —repetí. 

—Sí. La Casita adentro del baño —Juana orientó su vista. 

—Desnuda… —murmuró Sanjuana.  

Las aspas de los ventiladores desaceleraron. Era el anuncio de que el receso se aproximaba. Yo, la novata, ya había completado mis dos cajas de lencería, a diferencia de las demás. Algo debía de significar que ninguna otra trabajadora lo hiciera, a juzgar por sus destrezas y experiencia. Entonces, discreta, recargué mi pequeña libreta en las piernas. Hice estas anotaciones de manera furtiva. También añadí que las máquinas de coser sostenían estridencias pestilentes. 

 

HILO UNO. Destruye esta porquería y construye lo que te dije. Me acariciaba el lóbulo de la oreja sana. Una casita no puede ser esférica. NUDO DOS. 

 

—Qué bonita letra tienes, Doncella.  

Guardé de inmediato la libreta en la bolsa interna de mi camisola.   

—¿Te gusta escribir? —secundó Juana.  

Aunque lo dijeron desde sus respectivos lugares, me sentí incómoda, como si las tuviera encima de mí. Puse en la orilla de la mesa la caja de cartón llena de sostenes hasta el momento y sin pensar en la supervisora, fui al baño. Mientras liberaba mi vejiga de la poca carga, leí las obscenidades pintarrajeadas en las láminas del compartimento. En conjunto, pensé, podrían describir poéticamente a una doncella irreverente. Al lavarme las manos, un olor dulzón, como de frambuesa, cubrió la peste a cloaca. A través del espejo revisé debajo de los cubículos para confirmar que en verdad estaba sola y luego rehíce mi chongo con la liga, sorprendida por cuánto me demacraba la luz, por cómo ésta misma resaltaba la asimetría causada por mi media oreja.    

En mi estación encontré una tarjetilla: “Urgentes”. También había dos cajas, una vacía y otra llena de forros por armar. Entendí que así me sancionaba la supervisora, pero quise confirmarlo con las sudorosas Juana y Sanjuana. Me incliné a la izquierda, luego a la derecha, en busca de su atención, pero me ignoraron. No insistí porque, recuerdo perfectamente, sentí que su mimetismo se quebraba. De perfil, colorada, Juana movía los labios como si cantara; por su parte, Sanjuana agitaba la cabeza en forma de olas, parecía entregada a una música secreta, entre el ruido de la nave industrial. Ambas cabalgaban una belleza salvaje. Esta premisa se aflojó en mi mente y dio forma a dos cuentos. 

Sonó la chicharra. Todas las costureras formaron un cuello de botella en la salida de la nave. Nos esperaba el patio, o mejor dicho, un pasillo a cielo abierto entre almacenes, en donde una larga tira metálica fungía como banca. Sobre ella, teníamos derecho a quince minutos para traslapar conversaciones con aliento a tabaco rancio y comida fría.  

Me quedé al final, según mi costumbre. Dejé a medio armar el penúltimo sostén, pasaba por la zona de maniquíes distraída en quitarme la mugre de las uñas, cuando escuché a la supervisora.  

—Hasta que termines puedes salir. Las entregas son urgentes.  

Consulté mi Casio de pulsera y decidí probar la templanza de mi personaje, la obrera famélica y mosquita muerta. Completé el encargo sin molestarme en verla. Sólo hasta que la caja de cartón estuvo cerrada advertí que la tiña de mujerzuela estaba sentada en el lugar de Sanjuana.  

—Hay horarios establecidos para ir al baño, niña. No me importa que seas rápida con el trabajo, la próxima vez que abandones tu lugar cuando no debas, te largas.  

Hablaba como si esnifara. Esto era más impresionante que el cliché al que se debía: la prepotencia en una versión cercana al esperpento. Un ejercicio de poder dudoso de tan previsible. No me hubiera sorprendido que soltara una risita de villana mal actuada. Por eso tenía fija la mirada en ella, acto que reprobó: altanera, me llamó. Luego, palabra por palabra, repitió la misma sentencia impuesta a Juana y Sanjuana respecto al descuento salarial de equivalencia sudamericana. Se ajustó las solapas de su saco chanel y, antes de desaparecer de mi vista, declaró:  

—Léeme los labios si no escuchas.  

Sentada en el inodoro, me troné el cuello para relajarme. Llené mis pulmones de nicotina y del espectro de las fabulaciones sobre la boa de fuego. En esta nueva versión de mi película mental, la supervisora caminaba hacia los esqueletos danzantes de mis compañeras. Desnuda. El cabello mojado enmarcaba la expresión de quien acaba de parir. En cierto momento, el espacio se llenaba del sonido expansivo de un cuenco tibetano. Los esqueletos en círculo se quedaban estáticos, como una enorme dentadura. Acto seguido, la supervisora abría las piernas en compás y Juana, presurosa, dejaba su estación de trabajo para dibujar en el suelo. La circundaba por completo en una media luna. Al tiempo que la frecuencia se disipaba en una aguja acústica. Sanjuana entraba a escena: con solemnidad ritual tomaba la tiza de las manos de Juana para encerrar a la luna embarazada de la supervisora en trazos mayores. Un rectángulo y su techo a dos aguas. Casa lunar.  

Masajeé mis piernas entumidas. La chicharra anunciaba el final del descanso.  

En mi estación había otra tarjetilla de: “urgentes”.  

—Pst, pst, Sanjuana, ¿qué fue de la chica?  

—¿Qué? —se entrometió Juana. 

—Sí, sí, la doncella de aquí.  

Sanjuana llegó hasta a mí en cuclillas. Apoyó sus manos venosas en mi mesa para anticiparme que todos los rumores al respecto eran ciertos, ella misma había sido testigo. Se humedeció los labios, agachó la cabeza, como si consultara al suelo si debía seguir, y de pronto, me abrió la parte central de la camisola.  

—¿Qué mierda? —me eché con todo y silla para atrás. En principio creí que me haría cosquillas, pero al sentir cómo me desabotonaba e intentaba encontrar las bolsas internas, le solté una patada. Logré prensar mi libreta con los muslos.   

Entonces apareció la supervisora. Apareció, pues reptó como una fantasmagoría a gran velocidad hasta las estaciones de trabajo. Asestó una instrucción incomprensible que dejó de fondo sólo el ruido de las aspas de los ventiladores. Se recargó en mi caja de material, con la vista ligeramente fuera de la mía: a mi media oreja.  

Durante la reprimenda me concentré en sus uñas encostradas, en las vellosidades de la nariz. Al sentir las salpicaduras de saliva, entendí que aquella fealdad no era innata, sino metonímica. Tales rasgos también los tenía mi ex profesor, mi ex marido. Me quedé quieta, con los tobillos presionados entre sí para evitar pararme en seco, gritarle que yo no era costurera, que ella ni siquiera llegaría a ser un personaje.   

 

HILO UNO. Me escapé de mi casita esférica. Llegué a un hospital donde todo era negro. Una enfermera, a escondidas, me daba a masticar hierbas ancestrales. Soñé mucho, pensé mucho, escribí poco. NUDO TRES. 

 

A las once de la noche sonó la alarma de mi Casio. Frente a todas, me cambié el uniforme, me quedé en blusa y jeans. El ruido de las máquinas de coser no se alteró, nadie levantó la cabeza hacia mí. Primero a Sanjuana, luego a Juana, les toqué el hombro como instrucción a que me siguieran. Parecían hipnotizadas por las agujas. Todavía desde los maniquíes les grité por sus nombres.  

Estaba segura de que las pisadas de suelas de goma se me sumarían. Pero después de unos minutos, al baño entró nada más el olor a frambuesa. A partir de entonces vino el letargo. Como un veneno, la dulzura contaminó mis fosas nasales, destapó mis oídos, tuvo la inexplicable fuerza para doblarme. La ferocidad del cólico era tal, que caí de rodillas, lloré arqueada por captar la mayor cantidad de aire. Mi vientre se cuajó en un dolor opresivo y lacerante. Pedí auxilio, luego todo se distorsionó en lucecillas verticales en gama de rojos. No podría decir cuánto duró. 

Juana le entregó a la supervisora el mismo sostén de encaje con el que me había limpiado la boca en la tarde, tras el ataque de tos. Metros atrás, Sanjuana se arrastraba, a tiempos humedecía sus dedos con saliva y con los mismos trazaba en el piso la casa que nos encerraba.  

—Lávalo —me aventó la prenda a la cara.   

Me atravesó otro cólico, menor, aunque suficiente para percibir el hervor picoso en la garganta.  

Lluvia.  

La mujer repitió la orden. Se sumó Juana. Luego Sanjuana. Las tres se enfrascaron en un coreo agudo, típico de quienes tienen labios leporinos, que me impulsó a levantarme con gran esfuerzo, abalanzarme a la salida del baño y chocar de frente contra la pared invisible erigida en los lindes establecidos por Sanjuana. Esto lo supe al golpearme y caer las suficientes veces, patear, gatear con los tímpanos atormentados, con la misma asfixia que me producía el mordisco de mi ex marido en la oreja.   

Al recobrarme del desmayo, estaba sola.  

Era imposible la lluvia. No había goteras ni sonido acuoso alguno. Era la marcha de mi cerebro, la estupefacción ante la sangre menstrual. Me incorporé como una autómata acuchillada, levanté el sostén y con él me limpié la entrepierna. El roce de texturas poco a poco me desató de la grisácea apariencia del baño. Una sola vez repasé lo que acababa de ocurrir porque estalló el significado de mi condición: finalmente había llegado el día perdido de mi adolescencia, la evidencia biológica que esperé por años. Sentí el abrazo helado con que un fantasma cubre a quien daba por perdida su primera regla.   

«Una niña de trece años en la cima del volcán Llullaillaco. Aire pesado a seis kilómetros del nivel del mar, asentamientos de hielo, voces y formas ceremoniales. Tiritan sus trenzas apretadas, tiembla su tocado de plumas blancas. Ella masca hojas de coca y bebe chicha, una bebida alcohólica obtenida por la fermentación de maíz. Quiere escupirlas pero la resignación se lo prohíbe. Muchos ojos la observan. Un hormigueo en la boca, en la lengua, en las entrañas se apodera de ella. Luego viene el entumecimiento. Todavía consciente, la invaden preguntas que a nadie le interesan respecto a ella y a su muerte lenta y próxima…», contaba a Juana y Sanjuana, cuando el ataque de tos me calló. Sin más, esta historia interrumpida se escabulló como una boa de fuego al baño, para terminar de ser dictada, como una maldición. 

Lavé el sostén. El agua sanguinolenta me remitió al sacrificio capaccocha de la Doncella de Llullaillaco. Debió refugiarse en ese color, pensé.  

Quizá porque yo me refugié en el blanco cuando vi el trozo de mi oreja tirada, viscosa.  

Me fui al fondo oscuro de los compartimentos. Abrí la puerta corroída y pintarrajeada. El inodoro estaba recubierto por plástico. La pared derecha, como había comprobado en mis anteriores visitas, era una tabla ligera que hacía de puerta. Eso era La Casita, o un almacén de textiles descontinuados.  

Desorientada, me perdí entre los rollos de tela. La interminable fuga de ideas me impedía hacer otra tarea más que deambular.   

No sé cuánto tiempo escribí en la libreta. Escribí sobre Juana, una confeccionadora de vestimentas para las sacerdotisas incas, y sobre Sanjuana, una risueña recolectora de hojas de coca. 

Creí escuchar a las viejas, mas nunca a la chicharra. Los únicos sonidos provenían de mi vientre y eran esféricos, fértiles.   

  

HILO DOS. Parí un cuento bicéfalo: “Juana y Sanjuana”. NUDO UNO. 

 

Primero me quitó mi reloj Casio. Luego amontonó en el suelo mis lentes, mi camisola, mis jeans. Desanudó mi chongo. Las puntas del cabello me provocaron comezón en las clavículas. Sobre una mesa de planchado tendió el sostén, como a un animalillo recién sacrificado. Yo tenía mi atención fija en la pequeña ventana, desde donde se apreciaba el barrio sudamericano.  

Mis rodillas ardieron al sentir su lengua.  

Sin sus medias caladas, la supervisora, subió por mi flanco izquierdo hasta la cara. La textura de su respiración me obligó a apretar los párpados: ambas éramos el vórtice de los giros centrípetos de los huesos de las costureras y los maniquíes. Yo tenía el control de esta violencia roja. Podía expandirla o contraerla a voluntad a través de un magnetismo que formaba parte de mí como una segunda piel. La variación de intensidades llegó a ser tan placentera que, con un estallido de risa, destruí el torbellino. En ese instante, la supervisora me mordió con suavidad el labio, me contrajo mediante besos milimétricos hasta amoldarme el cuerpo como una media luna. Así me cubrió con su lujuria algodonosa.  

La odié.  

Porque reconstruyó con sus hilos de saliva el par de mi escucha.  

Porque ella también se hizo pasar por otra.  

Porque me llamó Doncella, frente a todas las de la Fábrica.  

Porque la escribí.  

 

* Cuento del libro Estampas de terciopelo (Palaba herida, México, 2022).  

© All rights reserved Ismael Glaf

Ismael Glaf (CDMX, 1985). Narra y aprende. Corre y viaja. Trabaja en telecomunicaciones, aunque es comunicólogo e hispanista. Además de la UNAM, estudió en el IPN. Ha colaborado en distintas revistas de literatura; tiene publicaciones universitarias; su primer libro de cuentos se llama Estampas de aire aterciopelado (2019). Escribe los siguientes mientras cursa el Diplomado en Creación Literaria del INBA.

Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.