“La escritura de Kozer es, toda ella, un debate conceptual a través del cual el poeta pretende alcanzar una forma de perpetuación; pero es un debate generado en el interior de su personalidad.”
(Jorge Rodríguez Padrón,
en “José Kozer: la poesía como conversión”,
Márgenes, 5, nov.-dic. 1984)
Vindicación de lo digresivo
En sus orígenes, el ensayo o su pretensión han sido una esfera marginal de la literatura. El surgimiento del luego género habrá que buscarlo en las marginalia, las notas a modo de glosas con las que los lectores de la antigüedad ocupaban los márgenes de los textos que leían; eran comentarios al costado, observaciones que estaban destinadas al ámbito privado o, a lo sumo, al comentario con otros lectores que también hacían las suyas. Nada indicaba entonces que fueran a ser otra cosa. Tuvimos que llegar hasta el barón Michel Eyquem de Montaigne para que esas glosas adquirieran un sentido específico, bien que referidas en el padre del género a cuestiones que podían involucrar tanto a los temas literarios como a las cuestiones más diversas. Hasta Montaigne y poco más después de él, esos ensayos conservaban la libertad con la que los antiguos escribían sus marginalia: era cierta la posibilidad de glosar aquello que se opinara, sin necesidad de ajustarlo a unas normas y mucho menos, a unas obligadas demostraciones, basadas en formulación del problema, hipótesis, tesis, demostración y demás. Es decir, que se conservaba la anterior libertad de digresión, definida como la capacidad de romper el hilo del discurso y de hablar en él de cosas que no tengan conexión o íntimo enlace con aquello de que se está tratando, al menos según el Diccionario de la Real Academia Española. Sin pretensión de demostración, la digresión, que lleva en sí una acepción despectiva en nuestro tiempo, es la madre del ensayo y el terreno de una libertad de expresión que no tiene menor paralelo que nuestro habitual pensamiento respecto de las diferentes partes de la realidad. Ejercida sobre las letras, no nos dará la exactitud pretendida del ensayo moderno, pero rescatará para nosotros aquella libertad de opinión que antes hemos evocado.
Kozer, el barroco y el barroco americano
I.
Uno de los sentidos de la escritura barroca, en el Siglo de Oro español, era causar una fuerte impresión en la sensibilidad y el intelecto lectores; el estímulo para ello era violento –el barroco ejerce la violencia del lenguaje- y en cierta medida representaba en sí mismo la mayor violencia que era posible para el lenguaje de su tiempo: inducir al lector a caer en la mise en abîme, como llamativamente también lo intentaban en pintura, particularmente, los llamados tenebristas (Francisco de Zurbarán, José de Ribera, Luca Cambiaso… los hijos y parricidas de Michelangelo Merisi da Caravaggio). La tentación de la lectura sociológica es muy fuerte, aunque lo chic de la academia recomiende evitarla por estar fuera de moda: esa España imperial cuyo desengaño era anticipado por sus mayores creadores, como invariablemente sucede, anticipo de la caída en medio del sostenido esplendor; imparable el ver una relación entre los imperios occidentales, salvando las distancias temporales. Y fue ese desengaño de la letra y la pintura lo exportado a América con la cruz, la sífilis, las instituciones y la lengua. El modelo propuesto, el modelo primeramente acatado y luego empleado como referencia para la diferenciación, como acontece con todos los modelos.
II.
Y el choque con lo inconmensurable americano, al efectuar la exportación. Bien dice José Kozer (1): “El barroco es un asombro. Y es la asombrosa reacción del lenguaje ante el asombro de lo que fue la Antigüedad, tanto tiempo prohibida por la Iglesia, y por lo que representó el descubrimiento de las nuevas tierras allende el mar. Imagino el asombro del hombre medio, del ciudadano de a pie (como se suele decir) ante la noticia del Nuevo Mundo: aquellas pieles, aquellos adornos, aquellas culturas, aquellos dioses; los animales, los productos de la tierra, los nuevos árboles, las nuevas lenguas”… “El lenguaje de los siglos XVI y XVII se tiene que haber sentido amenazado, existencialmente desesperado. Las referencias, la información, los datos que llegaban eran inconmensurables, sobrepasaban la deletérea y desbordada imaginación medieval, imaginación, por cierto, que se había canonizado y anquilosado. Aquel lenguaje, confrontado con sus propias limitaciones, se rebela, busca revelar nuevas cosas mediante el acto rebelde de la múltiple participación: es un lenguaje sierpe, un lenguaje que se retuerce dentro de sí mismo, se ovilla y se distiende, se lanza en mil direcciones simultáneas para tratar de captar la multidimensionalidad que de pronto le presenta la nueva realidad. Ese retorcimiento, que es búsqueda, no es superficial ornato, como suelen decir los académicos, sino que es auténtica manera: intento de captar la voluta, lo espiral, el estallido, las diversas esquirlas que salen disparadas en todas las direcciones, aparente azar, asombro, desconocimiento. ¿Cómo conocer? Es decir, ¿cómo decir? ¿Cómo reentender la verdad? Es decir, ¿cómo redecir? Y, muy importante, ¿cómo abarcar?”. Debo rendir la pluma ante tanta claridad expositiva.
III.
El producto, que no subproducto, fue el barroco americano o mejor dicho, sus sucesivas oleadas: la “perla deforme” en América tuvo sucesivas versiones, bien diferentes pero no en esencia –barroco es forma y luego es también sentido-, desde la mexicana Juana Inés de Asbaje y Ramírez (Sor Juana Inés de la Cruz), hasta el habanero José Lezama Lima, pasando por el español trasplantado a México Bernardo de Balbuena, el peruanísimo don Ricardo Palma (de quien solemos olvidar que además era poeta, aunque en grado menor que los dos primeramente nombrados); el dominicano Pedro Henríquez Ureña; y siguen las firmas. ¿Diferencias con el modelo europeo de exportación? ¿Qué cosa elaboramos por aquí? La deglución de lo inconmensurable americano implicaba un esfuerzo enorme, justamente porque el modelo del Viejo Mundo no servía –o no trabajaba eficientemente- para tan enorme tarea: darle palabras a un hombre forzosamente novedoso en un mundo nuevo. El intento de ruptura con el sosegado mundo clásico impulsado por el barroco europeo se había desplazado por dos rutas principales y bien conocidas: el culteranismo y el conceptismo, con sus pugnas y contradicciones, sus reyertas y sus pactos. El culteranismo creador de belleza mediante la polisémica metáfora –ese rizoma inacabable- ¿versus, complementario?, del conceptismo amante y fiel custodio del sentido; los cultismos del primero, enfrentados al juego con las acepciones diversas empleadas por el segundo; el amor por el hipérbaton de lo culterano contrapuesto/contrapunteado por la frecuentación de la elipsis conceptista y además… No hay necesidad de abundar en esto: ya lo hizo en su tiempo don Dámaso Alonso y Fernández de las Redondas (2), quien termina por concluir su definición del barroco como “una enorme coincidencia oppositorum”: el arte de las oposiciones dualistas, de las antítesis violentas y exaltadas. Tal pugna es muy propia del barroco europeo y definitivamente parte de su alma misma: llevado el conflicto a América, la creación del barroco americano ¿debía? zanjar la cuestión forma/sentido como parte de su intentona de dar cuenta de la materia nueva, lo americano, y desprenderse como crisálida de lo anterior, venido de allende los mares. Aunque la mariposa guarde algún parecido con la oruga tras su final metamorfosis, tiene alas y debe tenerlas, pues su ámbito es otro. Para ello debe resolver ciertos problemas, como su adaptación a la novedad del aire. No puede ser el barroco, sino un neobarroco. El lento proceso evocado desde Sor Juana Inés viene a ser el desarrollo de la crisálida. Digámoslo así, tan obvia como bastamente suena, tan general y vasto.
Kozer y el neobarroco
I.
En su artículo titulado “Neobarrocos y neomodernistas en la literatura latinoamericana”, Jacobo Sefamí, de la University of California, Irvine (3), traza meridianamente los orígenes y las principales características de las nuevas versiones del barroco americano que, con fecha de nacimiento aproximadamente en los ’70, “han forjado una poesía que efectivamente ha dado nueva lozanía al barroco histórico, sobre todo por los modos en que se genera un discurso subversivo, que frustra los planos de la oración ordenada, lógica y directa” (op. cit.). Cita el autor una antología fundante, publicada por los escritores Roberto Echavarren, José Kozer y él mismo (4), quienes realizan la selección de 22 poetas que “pone en circulación en un plano continental esta tendencia neobarroca” (op. cit.). Señala en nota al pie Sefamí quiénes integran esa selección: los argentinos Arturo Carrera (1948), Reynaldo Jiménez (de origen peruano, 1959), Tamara Kamenszain (1947), Osvaldo Lamborghini (1940-1985) y Néstor Perlongher (1949-1992); los brasileños Wilson Bueno (1949-2010), Haroldo Eurico Browne de Campos (1929-2003) y Paulo Filho Leminski (1944-1989); el cubano José Kozer (1940); los chilenos Gonzalo Muñoz (1956) y Raúl Zurita Canessa (1950); los mexicanos José Carlos Becerra (1936-1970), Coral Bracho (1951), Gerardo Deniz (de origen español, 1934-2014) y David Huerta (1949); los peruanos Rodolfo Hinostroza Clausen (1941) y Miroslav Lauer Holoubek (conocido como Mirko Lauer, de origen checo, 1947), los uruguayos Marosa di Giorgio Medici (1932-2004), Eduardo Espina (1954), Eduardo Félix Milán (1952) y Roberto Echavarren (1944) y el venezolano Marco Antonio Ettedgui (1958-1981). En el mismo artículo, aun haciendo la salvedad de “las grandes diferencias entre los poetas incluidos”, manifiesta Sefamí cuáles son sus coincidencias: “1) énfasis en el aspecto fónico del lenguaje y, por ende, de la superficie, como modos de acceder al ‘significado’ de las cosas; 2) rebelión en contra de los sistemas centrados y simétricos; 3) uso de múltiples registros del lenguaje, acudiendo a códigos que vienen de la biología, las matemáticas, la cibernética, la astrología, etc., y a la vez usando jergas dialectales, palabras soeces, neologismos, cultismos; 4) uso de una sintaxis distorsionada, donde los signos de puntuación se emplean mayormente con finalidades prosódicas”.
Cualquiera que lea, siquiera superficialmente, ejemplos de las obras de los autores citados, apreciará inmediatamente cuán grandes son las “diferencias” referidas por Sefamí y presentes entre ellos. Así, hallará “códigos que vienen de la astrología” en Hinostroza o Marosa di Giorgio, mas no en Echavarren; “jergas dialectales y palabras soeces” en Perlongher pero no en Kamenszain, Zurita o Kozer, etc. De todos modos, lo que nos interesa aquí, específicamente hablando de José Kozer, no son tanto sus diferencias con las características del neobarroco señaladas por Sefamí, sino la preponderancia en su obra de dos de las singularidades de este movimiento, las señaladas en los ítemes 1) y 4), particularmente el primero, “énfasis en el aspecto fónico del lenguaje y, por ende, de la superficie, como modos de acceder al ‘significado’ de las cosas”, que en su poesía se relaciona, entre otros asuntos, con su modo particular de resolver el viejo dilema barroco entre culteranismo y conceptismo, aplicado a lo americano.
II.
El modo que tiene la poética de Kozer de abordar el problema de referencia y así “nombrar”, “referir” esa inmensidad de lo latinoamericano y del hombre latinoamericano en su circunstancia pasa por un movimiento de fijación de su historia personal, la relación fácil de advertir entre ésta y la historia/la circunstancia de otros hombres del mismo continente y luego, magistralmente, la proyección de esos sentidos a una escala universal. Kozer trasciende permanentemente los límites –sean los del lenguaje, los de su historia, los de la historia de “los otros”, etc.- en un impulso discursivo que inevitablemente va más allá de lo que parece estar segmentando. No corresponde a ese “buscado latinoamericanismo”, una identidad de urgencia que atormentó las letras de América del Sur y Centroamérica durante décadas; se diferencia porque no busca sino que encuentra y lo magistral en él es que apela, para hacerlo, a un complejo e interesante mecanismo de permanente alusión y elusión, que también es un rasgo predominante en don Luis de Góngora y Argote (5). En Kozer la alusión es siempre una suerte de ráfaga en el viento de la lectura, entremezclada pero repetida hasta alcanzar el ritmo de lo permanente: el núcleo de sentido es así entrevisto fugazmente y, en esa visión fugaz, rápidamente seguida por otra y por muchas otras más, radica justamente la enorme potencia que le otorga a este recurso su poética. Kozer es un autor que no exhibe su universo personal/universal abriendo la puerta entre lo externo y lo interno de par en par, sino que la entreabre apenas y vuelve a cerrarla casi de inmediato, mas, como dijimos antes, para volver enseguida a entreabrirla en otro detalle de ese mismo panorama. Su modo de cerrar la puerta, lo elusivo del procedimiento, radica tanto en la polisemia como en el elaboradísimo vocabulario que emplea, uno de los de mayor riqueza de las presentes letras latinoamericanas. Cerrada la puerta, el sentido y la visión sabemos que siguen estando allí detrás y siguiendo con nuestra lectura, las sucesivas, reiteradísimas muestras del procedimiento no hacen más que corroborarlo. Maestro de la aparente paradoja, este principal autor contemporáneo se afinca en su condición de hombre de nuestro tiempo y a la vez de todos, así como habitante de una región dada y simultáneamente, llamativamente, es autor de un discurso en el que puede reconocerse/identificarse, como mínimo, cualquier otro occidental.
Sus juegos con el pasado personal funcionan de igual modo en paralelo con lo que puede servir para identificarse mediante su lectura, independientemente de la historia propia del lector. Este es otro de los ejemplos de la proyección universal de su poesía, que alude y elude continuamente para fijar en las palabras, precisas, minuciosamente elegidas, ese “vértigo calmo”, si se me permite emplear el oximoron, como puente hacia algo que sigue siendo la meta máxima del poema: referirse a un territorio -¿lo real? (6)- que inevitablemente se encuentra siempre más allá del alcance que es posible para el lenguaje. Culterano y conceptista a la vez, imbricadamente, Kozer aborda ese problema mayor de todas las poéticas con un registro personalísimo y si bien éste es un problema de ¿ardua? ¿imposible? resolución, se destaca el hecho de que su poesía atenta reiteradamente contra esas fronteras y no pocas veces logra ir más allá de ellas: poner el pie allí, en esa otra terra incognita, no es poca hazaña, aumentado el logro por su capacidad de trasmitir fugaces visiones de sus pasos a otros y mostrarles que lo innombrable, una vez que Kozer “lo nombra” -lo alude y elude simultáneamente- es vislumbrable para el lector.
El marco periodístico de este trabajo impide ahondar en las muchas, numerosas singularidades que ofrece una poética tan caudalosa como la de José Kozer, hoy una de las figuras principales de la poesía en nuestra lengua. El deseo, siempre presente en los textos, fue apenas dibujar groseramente algún aspecto de su trabajo, confiando en que el devenir permitirá concretar alguna vez tal empresa a mayor escala.
Conclusión
Lenguaje, el tema único es el lenguaje. Vuelvo obligadamente a Kozer (1): “Un poeta actual o se hunde entre toda la basura de la pseudomodernidad o crea con su lenguaje rico y aventurado la ventura de un mundo mejor, es decir, más poético. Poético quiere decir complejidad, dificultad; y quiere decir ternura, disponibilidad, capacidad de riesgo, multiplicidad de registros lingüísticos. Si quiero despreciar o insultar un texto, el peor insulto o desprecio al que puedo recurrir es llamarle a ese texto (o a su creador) ‘retórico’. Toda mi lucha con el lenguaje es tratar de no caer en la retórica. La retórica es el enemigo, el peor de todos los enemigos, cuando no se sabe utilizarla para regenerar día a día el lenguaje. Retórica implica ortodoxia, fascismo, cerrazón, muerte en vida. El retórico, frío, prepotente, persigue con saña, sin risa, sin la capacidad rabelesiana de reír, todo aquello que ‘se sale del plato’ y que actúa como revulsivo del lenguaje; el antirretórico, el renovador, se revuelca entre las palabras para besarlas, amarlas hasta la hez, detonarlas. A veces creo que consigo escapar de las garras de la retórica; entonces sonrío, respiro hondo, creo haber purgado mi existencia, lavado y raspado a fondo al menos por unos momentos esa existencia: termina el día, he trabajado, he tratado de convivir conmigo en honradez y sinceridad de expresión, he reconocido en parte mis miedos, mis astucias, mis pestilencias, la torpe necesidad seductora que me acucia: me miro en el espejo de la Nada, entrecierro los ojos, sonrío, en verdad sonrío, y me acuesto a dormir”.
Referencias
(1) Sobre el neobarroco. Fragmento de una entrevista de Josely Vianna Baptista a José Kozer, en: tijuana-artes.blogspot.com/2005/03/neobarroco.html.
(2) Estudios y ensayos gongorinos (Ed. Gredos, España, 1955).
(3) Ver: http://cvc.cervantes.es/literatura/aih/pdf/13/aih_13_3_055.pdf
(4) Medusario. Muestra de poesía latinoamericana, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1996.
(5) Dámaso Alonso, Alusión y elusión en la poesía de Góngora, en Historia y crítica de la literatura española, Vol. 3, Tomo 1, págs. 407-411, Ed. Crítica, España, 1979.
(6) En el sentido que le da Jacques Lacan: “aquello que no es imaginario ni se puede simbolizar”.
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Luis Benítez nació en Buenos Aires el 10 de noviembre de 1956. Es miembro de la Academia Iberoamericana de Poesía, Capítulo de New York, (EE.UU.) con sede en la Columbia University, de la World Poetry Society (EE.UU.); de World Poets (Grecia) y del Advisory Board de Poetry Press (La India). Ha recibido numerosos reconocimientos tanto locales como internacionales, entre ellos, el Primer Premio Internacional de Poesía La Porte des Poètes (París, 1991); el Segundo Premio Bienal de la Poesía Argentina (Buenos Aires, 1992); Primer Premio Joven Literatura (Poesía) de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat (Buenos Aires, 1996); Primer Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); Primo Premio Tuscolorum Di Poesia (Sicilia, Italia, 1996); Primer Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003); Accesit 10éme. Concours International de Poésie (París, 2003) y el Premio Internacional para Obra Publicada “Macedonio Palomino” (México, 2008). Ha recibido el título de Compagnon de la Poèsie de la Association La Porte des Poètes, con sede en la Université de La Sorbonne, París, Francia. Miembro de la Sociedad de Escritoras y Escritores de la República Argentina. Sus 36 libros de poesía, ensayo, narrativa y teatro fueron publicados en Argentina, Chile, España, EE.UU., Italia, México, Suecia, Venezuela y Uruguay.