8 de marzo
Día internacional de la Mujer Trabajadora. En la radio, una funcionaria de prisiones le dice al locutor del programa: «Cada día es el día de la mujer… No se olvide». En el telenoticias anuncian la manifestación de la tarde y las condiciones sanitarias para poder participar: distancia, hidroalcohol y lugar específico para lanzar la voz y la rabia contra el machismo. El abuso, los acosos, el asesinato o las violaciones están por doquier y en aumento desde que la pandemia ha aparecido.
El color violeta se expande por doquier en las blusas de las féminas. Se une la sonrisa y la complicidad. Codo con codo se arriman al lugar establecido. La manifestación está en marcha. Adelante…
11 de marzo
Hay una ciudad contigua a la mía. Su nombre, Badalona. Obrera y fabril desde el siglo pasado y, en la actualidad, lugar de acogida de emigrantes mayormente de origen magrebí y africano. La Baetulo romana, obtiene la brisa por su cercanía al mar. Sus vecindades, son como pequeñas villas independientes debido a la cultura que allí se origina y a la arquitectura propia que subyace en ellas.
En Dalt de la Villa —nombre del barrio que da pie al nacimiento de la ciudad— las calles mantienen la estrechez y su singularidad. Me detengo. Apoyo en una pared mi espalda. Y observo el silencio ciudadano como una pieza melódica sobre el hoy. A mi lado, un lavadero comunitario es una fotografía de lo que fue el lugar. Distintas enredaderas bajo el verde contrastan con el blanco de la pared de una casa. Una vecina de la calle San Antonio se me acerca. Descuartizando el mutismo natural del momento, me señala sus memorias: «En esta mesita de jardín, mi marido me propuso matrimonio».
Acariciando a un gato rubio entre sus manos mientras toma un café, desde la entrada, intento levantar su ánimo y le contesto: «¡Seguro que ahora le está preparando la comida!». Algo sagaz y bajo un dolor particular, añade: «Gracias por su intención, pero el mármol que cubre su cadáver, impedirá que hoy comamos juntos».
Hacia la tarde, me acerco a meditar sobre el índigo del Mediterráneo y llego a la conclusión, de que nada existe como final.
16 de marzo
Alguien llama a mi teléfono. Es Fulgencio. Voy a Celrà tiene una colección de libros usados para mi lectura. En su almacén hay mas de veinticinco mil volúmenes. Su hogar es un cenáculo de autores literarios en el comedor. Una cama de matrimonio sin hacer. Dos puertas abiertas al público y un jardín comunitario. Desde la ventana, se atisba la carretera nacional o la circulación del tren con destino Barcelona. Hoy, el jefe de estación, ya no utiliza su silbato para dar la salida al convoy. El apeadero es un sinfín de grafitis y vacío humano. Juntos, damos un paseo.
El pueblo es un pesebre henchido de casas de campo hermosamente vetustas. A través de sus calles, abunda el verde de la vegetación y la humedad. Las farolas habitan inermes algunas, y otras bajo el sueño del mediodía. La iglesia tiene alzada su torre hacia el bosque y está cerrada. Durante la comida, el vaho de un vino ampurdanés nos delata como ebrios delante de su hijo Alberto. Da igual. Somos así.
27 de marzo
Decido qué días escojo y pongo mis dedos sobre el teclado para finiquitar este artículo. El último relato: solo tiene estas dos líneas que ves.
© All rights reserved Eduard Reboll
Eduard Reboll Barcelona,(Catalunya)