¿Qué significó este término cuando mis pantalones sólo llegaban a la rodilla? ¿Qué motivaba al vecino del apartamento undécimo ir a tomarse un café con licor en el bar de enfrente? ¿Quién se escondía tras un trago de ron y humo de tabaco, antes de cerrar el establecimiento a las doce de la noche? ¿Qué se servía en El Bou, Can Sisco, el Bar Elías, o el Café Caracas… de la ciudad donde habito? ¿Qué es …en sí mismo, un bar?
Antropología urbana de un espacio
Si bien todo nace en el momento que uno lo descubre, definirlo como un lugar de reunión humana, sería lo acertado para mí. Un territorio para degustar algo tan simple como un café o una copa de alcohol. Un recinto para ingerir cierta cantidad de comida si el cuerpo lo pide. El área cotidiana donde compartes con tus estimados. O el jardín donde saborear las palabras del sujeto contiguo a tu derecha.
Al pie de una barra o sentados en una mesa, la gente socializa o percibe la soledad como un bien único. Dependiendo del sitio y el continente, se suma un término distinto según los servicios que se ofrecen y la calidad de los mismos: café, cafetería, barete, chiringuito, bodega, terraza, coctelería, tugurio, bar-de-putas, bar-de-hombres, taberna, tasca, club, el palacio, la cantina, un barucho, el bar del pueblo, el café-restaurante…
El primero que me viene a la mente surge en un celuloide americano bajo el género del western. Es el saloon Ramírez de “Solo ante el peligro”. Una película donde el actor Gary Cooper, el sheriff de un pueblo fronterizo con México, entra erguido en medio de aquella taberna y golpea el rostro de un borracho que lo desafía. Sólo vemos vaqueros y whisky en vasos diminutos. Ante lo acontecido, una mirada de sospecha del comisario frente a los lugareños. ¿La Función? Reunir a los hombres de la villa para combatir el crimen y arrestar a los forajidos.
Un bar de barrio en 1960
De buena mañana, cuando el alba se espesa por el clima, solían refugiarse tres tipos de personajes en el bar Elías. Don Julián era uno de ellos. Con mano temblorosa y linaje vetusto, no para de alisarse una corbata roja y arrugada. En la otra mano, sosteniendo un vasito entre el índice y el pulgar, la barretxa. Una mezcla a partes iguales de anís y vino moscatel. Su discurso se compone de una frase casi monótona: “Si Adela no se hubiese ido… si Adela”.
Sentado en una mesa de mármol. Mirando a través de las cortinas que dan a la calle, Jesús Salazar. Acaba de llegar hace unos meses de las tierras del sur de España. Invariablemente ecuánime con el dueño y ensimismado, “Tráigame lo de siempre; señor Elías”, frota sus manos evitando que se le hielan, y a continuación circunda los dos pulgares sin detenerlos. Ante sí, un carajillo de Fundador. Es decir, un café con unas gotitas de coñac común. Las tareas de hoy en el edificio en construcción donde trabaja son duras. Hay que calentarse previa subida de los ladrillos a la terraza y visualizar la ciudad que le ha dado un empleo. En Úbeda, su pueblo natal, carecía de trabajo.
La espuma del café con leche, se tiende en sus labios mientras disfruta de una lectura. “Señor Elías…no hay nada como la leche Letona. Gracias”. María del Socorro es una viuda reciente. Lleva bastón y zapatos planos con lacitos de charol en la punta. Se saca el abrigo, los guantes, y contempla el paisaje del poco público a esta hora. Son las seis de la mañana. Lee “Mi marido te espera”; una novela de la popular escritora Corín Tellado.
Haciéndome el relato de lo percibido; la señora Agustina, mi madre.
Mientras moja un cruasán en el café con leche, el que escribe, es amonestado por su progenitora debido al ruido que hago tomando mi Cacaolat caliente con una pajilla blanca. Esta sabrosa bebida de chocolate, fue un mito cuando la ciudad despertaba de su miseria después de la guerra civil.
Mis ojos se hacen preguntas. Algunas tan sencillas como ésta “¿Por qué la gente acude sola por la mañana mientras al mediodía todos comparten sonrisas y vino rioja?
Este bar, en el fondo, fue un escenario literario. Mi mamá para abrir su imaginación sobre el público matutino que acudía, no dudó en crear sus propios cuentos a través de su mirada.
Al mediodía
Pues bien, hacia la una de la tarde un bar se convertía en un sofrito de ideas. Un circo de propuestas alimentarias alrededor de tu familia o desconocidos iniciando lo que llamamos el vemouth. En el mediterráneo catalán hay una oración para ingerir alimentos desde la 1 del mediodía a las 3, y de 8 de la noche a la hora de cenar. Se llama “Vinga… anem a picar” ( Venga …vamos a tapear). Es una orden para nada autoritaria.
Un ritual público que implica decidir dónde comer una inigualable ensaladilla rusa (Bar Bou). El mejor pulpo gallego con pimiento de la Vera (Bar Llobregat). Los mejores calamares a la romana (Bar Continental). Degustar la sobresaliente cerveza Moritz tirada a mano (Bar Oriental). Y si era, domingo podías finalizar con un postre delicatesen en un “bar de dulces” que no era más que la pastelería Lyonessa y su rincón libre de degustaciones a base de coca de chicharrones, crema de Lyon, bracitos de gitano, huevos de coco, tortell de crema. O repostería variada con sus exquisitas pastas de hojaldre, piel de naranja bañada con chocolate negro, flan de huevo quemado, tocinillo del cielo, o yemas de Santa Teresa envueltas en papel de vidrio. Sin duda el espesor de un buen café colombiano o tostado directamente desde Brasil te lo ofrecía El Caracas. Una cafetería para individuos de entrar e irse con los labios negros por la prisa. Un café corto o un cortado para que una máquina Cymbali de la época, dejase correr el agua hirviendo con la lentitud y la presión que necesita. Una barra donde la línea, a veces, llegaba a dar la vuelta a la esquina del bloque.
11 de la noche; el bar es un refugio que habla de ti
A punto de cerrar, solo quedan los beodos y algún solitario. La luz es de tubo de neón y la bayeta con lejía que utiliza el aprendiz del Sisco, enjuaga la roña de una cena improvisada que hubo a las 9. Tortilla de patatas, chorizo y pan de leña untado con tomate, ha servido para que los seguidores del club de futbol de la calle General Moscardó celebrasen su triunfo con el adversario. Llueve y solo resta limpiar un vómito de última hora. Hay que sacar a la fuerza a Toñi…no se quiere ir.
En la popular coctelería Boadas, el gin burbujea con una tónica Schweppes y un toque de Gordon´s. El cuba-libre es de ron Negrita y pepsi-cola. El whisky se llama Dyc; el único scotch con denominación española. Hay quién quiere diferenciar el armagnac del brandy y, en una copa de balón, pondrá su nariz de cata para ganar la apuesta. De fondo, el jazz autóctono de Tete Montoliu. En un pequeño salón privado, bajo una luz circundada por una pantalla ocre, la escritora Carmen Laforet lee a media voz un párrafo de su novela “Nada” con una copa de anís a su lado.
Si aquella noche se hubiera acabado el mundo, o se hubiese muerto uno de ellos, su historia hubiera quedado completamente cerrada y bella como un círculo. Así suele suceder en las novelas, en las películas…pero en la vida ¿quién sabe?
La nieve que en este momento cae en Sants, mi antiguo vecindario barcelonés, me obliga a detenerme en una cantina. Amanece y me dirijo al gimnasio. Pero no es el relato de mi pasado quien necesita un café caliente, sino yo. Febrero y la luz matinal, son la excusa perfecta para volver a fotografiar aquellos personajes que abren el primer bar en la madrugada.
© All rights reserved Eduard Reboll
Eduard Reboll Barcelona,(Catalunya)
email: eduard.reboll@gmail.com