II
Ah! Esse Brasil lindo e trigueiro e o meo Brasil brasileiro:
Terra de samba e pandeiro
Ary Barroso
Contaba Bertita Harding que al morir, el rey Sebastián no dejó herederos y la corona pasó a manos de Felipe, pariente muy lejano del venerado monarca portugués. La entrada de Napoleón a España, en ese momento aliada a Portugal, que muy pronto también caería bajo las botas francesas, precipitó la huida a Brasil del regente Don João, último en una larga línea de accidentada sucesión. En 1808, el improvisado monarca, viva representación de la debilidad en cuerpo y espíritu, regía, en teoría y en contra de su voluntad, los destinos de Lusitania y sus posesiones. Con la muerte del padre y el enloquecimiento de la reina madre, João heredaba el trono por proceso de eliminación, más que por liderazgo. Fueron su marca de fábrica la cobardía, la falta de madurez y escasez de escrúpulos, además de una terrible adicción al pollo frito.
Carlota Joaquina fue “prometida en matrimonio al heredero del trono de Portugal” cuando apenas tenía diez años. Desde pequeña dio muestras de inteligencia, buena memoria y erudición, aunque esto último poco le sirvió en su madurez. Mientras João era “tedioso, obeso y reprimido”, Carlota Joaquina era “precoz, maliciosa y llena de vida”. Como era de esperarse, la arreglada unión del débil regente con la infanta española fue un fracaso aun antes de consumarse.
El hecho de llevar el apellido real no la excluía del resto de la población, que se veía obligada, entre otras cosas, a exhibir dentaduras de cedro centenario. Lo dictaban los últimos gritos de la moda inglesa que percutían aún en los más insignificantes miembros de la corte lusitana. Era además el mejor remedio para el deterioro de las piezas bucales provocado por el excesivo disfrute de las golosinas traídas de España y la tradicional falta de higiene. Las manchas carmelita obscuro se mostraban indiscretamente bajo la tímida luz de los candelabros, en especial cuando Carlota dejaba escuchar su burlona risa o dejaba escapar las más gráficas malas palabras que existen en la rica lengua de Cervantes. Vistos en el microscopio, los bichos parecerían extrañas criaturas. De apariencia inocente y hasta cordial, se les vería en su constante fajina: roer y roer hasta la saciedad, como mandaban sus genes. Sus diminutos desperdicios se adherirían al tejido sano con el contacto con la saliva y estimularían el cultivo del moho anaerobio y las algas, tan propensas a reproducirse en la humedad.
Esta era la Carlota que arribó a principios del siglo XIX a la Bahia de Todos os Santos. Traía un solo vestido, apenas un juego de ropa interior, enaguas y un par de zapatos. El vestuario real, con la precipitación de la paranoica héjira se quedó encerrado en cientos de baúles apilonados por los muelles de la abandonada y oscura Lisboa. Le acompañaban el endeble rey con su madre María, a quien apodaban “la loca”, los seis hijos del regente, mil quinientos miembros del decadente séquito portugués con sus respectivos familiares y los esclavos que cupieron en las pequeñas e incómodas embarcaciones. Los transportaba una quebradiza flota de 36 carabelas con una tripulación castigada por la falta de sanidad y mala alimentación. Cuentan que en cada una de las naves se proclamó una impresionante plaga de piojos, que indistintamente se alojaron en los cabellos de todos a bordo, incluyendo al futuro rey y el resto de la descendencia real. La futura reina “nunca le perdonó a Brasil” y lo que éste representaba, el haber tenido que llegar a las costas bahianas con la cabeza afeitada. Acostumbrada “al lujo y la sofisticación” de las cortes de Europa, se vio permanentemente afectada por las condiciones primitivas del territorio americano.
Los viejos mapas muestran la ciudad donde desembarcara Carlota, asentada en un promontorio. A un lado se impone el Atlántico, con su conmixto de profundidades, pigmentos y promesas de largas distancias. Al otro lado, la legendaria bahía, exuberante boca salpicada de docenas de islas, contentas todas, hasta las más pequeñitas, en su simultánea condición de esclavas y libres, guardadas siempre por Itaparica, la celosa y orgullosa hermana mayor.
Capital de la colonia por más de dos centurias, Salvador, más que ningún otro puerto, era punto de partida o destino de deseos y esperanzas. Los portugueses trajeron allí y al resto del territorio, además del idioma y el gusto por la carne y el ganado que la suple, varios rasgos que contribuyeron a la formación de la brasilidad, incluyendo, entre otras cosas, una desmedida pasión por lo suave y dulce que se deja sentir no sólo en las comidas, sino en la evidente promiscuidad del comportamiento criollo. “Miraban con desdén el trabajo manual, idealizaban a la mujer morisca, de piel oscura, largos cabellos, misteriosa y superlativamente erótica”, cuentan los libros de historia al describir a los portugueses. De ahí que el criollo heredara de los moros una peculiar tolerancia de las creencias africanas traídas a la fuerza y grabadas en la mentalidad de los esclavos tras siglos de recontadas tradiciones. El suyo era un catolicismo acomodado que permitió la convivencia de dioses de otras cosmogonías, preservados en el candonblé, religión compartida en sociedades secretas y no tan secretas en Cocodrilo Verde, una de las islas del gran archipiélago antillano. A diferencia de la cristiandad inglesa o francesa, cuya rigidez los mantenía alejados de los nativos, los portugueses se integraron en lo que hoy conocemos como Brasil. La influencia mora había inculcado en la psique peninsular además, “aspectos decididamente orientales”, como el exhibicionismo, la poligamia, el patriarcado, más la reclusión doméstica de la mujer y su dedicación a elaborar exóticos postres para el deleite del patrón. Salen aderezados con ingredientes de particular variedad, entre los que resalta la clara de huevos: ombligo de ángel, los pezones de Venus, la baba de la virgen y los beijinhos, siempre presentes en el rito de las comidas.
Las indígenas, que como las moriscas disfrutaban bañarse desnudas en los ríos y se entregaban voluntariamente a las estrecheces sexuales de los colonizadores y aventureros, se convirtieron al principio en un sueño hecho realidad y agregaron a la dieta del colono, además de sus apetitosos jugos naturales, otros imprescindibles componentes de la mesa diaria: la mandioca, el boniato, las nueces y el cacao.
No mienten cuando dicen que los colonos trajeron consigo la riqueza de las leyendas sobre princesas moriscas y otros mitos que, como era de esperarse, cohabitaron en el nuevo folclore. Estos detalles de poca importancia para ojos legos marcan el “comienzo de la mezcla racial” que más tarde asumiría mayores dimensiones con las relaciones íntimas entre los colonos blancos y las esclavas africanas. Éstas, que literalmente se encargaban de las faenas de la cocina, a su vez introdujeron el óleo extraído de las fuertes palmas del oeste del continente negro, las bananas, los pimientos morrones, los frijoles y el azúcar prietos, diariamente fundidos en el calor sazonado de las ollas de barro. Responsables de la doble labor de cocinera y nana, de ellas provienen los sobrenombres de origen africano, íntimos y cariñosos, compartidos con niños y amantes por igual. Enjuagados con la lengua del amo en criolla confabulación, la entonación resulta al mismo tiempo melodiosa, triste y leda.
III
Mas a gente gosta quando uma baiana Samba direitinho,
revira os olhinhos dizendo eu sou filha de Sao Salvador
Geraldo Pereira
Establecido ya en el Nuevo Mundo, con el paso de los años el cauteloso pero indeciso monarca se había convertido después de todo en un gobernante lleno de astucia y energía. Según atestiguan los documentos de la época, María la Loca, acosada por fantasmas que su propia mente había creado, por fin murió en 1816. El heredero al trono se proclamó entonces Rey de Portugal y Brasil con el título de João VI el Clemente. El otrora débil regente, asesorado por los interesados ingleses, abrió las puertas a la exportación, creó escuelas de medicina y bellas artes, un banco nacional brasilero y hasta acueductos para Salvador y Río, esta última, aunque convertida en capital del imperio desde 1763, no tenía todavía aspecto de ciudad cosmopolita. En términos generales, convertir al Brasil en la cabeza del imperio portugués en aquel momento histórico del primer cuarto del siglo XIX, era una excelente estrategia. El estado de cosas sugería que para administrar un poder mundial de aquella magnitud, el enorme dominio amazónico reunía las condiciones idóneas para mantener una amplia competencia o aventajar a los españoles. Se sabe ya que éstos últimos se vieron afectados no sólo por las ambiciones napoleónicas, sino por el sentimiento de independencia que había infectado sus colonias unido a la fragmentación de la conciencia nacionalista en la propia península. De todo esto se desprende que fue la huida del regente don João lo que precipitó los acontecimientos que permitieron la realización del gran proyecto que se llamó Brasil. Como medida práctica e inteligente, Joâo enalteció en parte a aquellos sectores de la sociedad de la colonia que pudieron comprar títulos de nobleza.
Carlota, por su parte no tardó en mostrar su desencanto en tierras amazónicas. Dicen que en algún momento de su etapa pre-embriónica se canjearon en ella algunos mensajes genéticos. El trueque tendría repercusiones tardías. La infanta no alcanzó a tener la distintiva protuberancia submaxilar de Felipe. Sí heredó una inexplicable tendencia a producir una alta dosis de testosterona que en su adolescencia precipitó el crecimiento de un vello superfluo alrededor de los labios, y que hacía destacar aún más su borbónica nariz. La producción al principio insignificante de estas hormonas, trajo consigo, además de una multiplicación de la población capilar, un aumento de su espesor, acompañado de un voraz apetito sexual que fue creciendo en proporción desmesurada a medida que entraba en años.
“Sobre todo su cuerpo pareció haberse instalado una hirsuta anarquía”, subraya Harding al hablar de Carlota. Cuando alcanzó los treinta, acostumbrada desde mucho antes a la pasión y las aventuras adúlteras, el cambio hormonal creó en ella un gusto carnal descomunal, sólo comparable al del regente por el pollo frito. Este trastorno le ganó la reputación de poseer la atlética agilidad de concebir hileras de orgasmos que con frecuencia duraban de 24 a 36 horas, condición poco usual aun entre las andaluzas, y que se convirtió en una responsabilidad que ni el propio rey, por más poderoso que fuere, podía compartir. Nadie en toda la monarquía portuguesa era capaz de satisfacer las especiales demandas de Carlota. Se necesitaba un individuo parte humano y parte divino para encargarse de tan ardua empresa.
Sólo un liberto de facciones agradables, alto, fornido y casado con la mulata más bonita que ojos humanos hubiesen visto reunía los atributos de lugar. Era descendiente directo de un cimarrón a quien en sus tiempos apodaban Mangueiro. Según los ancianos del área, éste apenas pasaba las pocas horas de sueño que le permitían en las pobladas barracas, sobre dos camas acomodadas en forma de “t’, una para el cuerpo del esclavo y otra para los pies. Eran tan enormes que parecían tener vida independiente.
La naturaleza, con su planeada generosidad, le transfirió al mulato las más sobresalientes características de su bisabuelo y de los padres de éste, incluyendo, desde luego, el tinte de la piel. Ganó sin esfuerzo su reputación por la increíble resistencia que poseía de mantenerse en sus plantas por días y días, sin dar muestras del menor cansancio. Contribuyó también a su fama la extraordinaria capacidad para producir ejemplares que luego servirían de mano de obra en los sembradíos de caña que tanto abundaban en la zona noreste de la envidiada colonia. Sus ancestros, aseguran las malas y las buenas lenguas, fueron responsables de producir grandes cantidades de pegamento, suficientes como para encolar las enormes vigas de caoba que sostienen el techo de la Igreja Nossa Senhora do Rosário dos Pretos. Dicen que cuando se ordeñaba, su esperma tenía un poder adhesivo tanto o más fuerte que el del puré de papas que dio forma a las hoy importantes ruinas de Machu Picchu. Su preciado albumen, tan viscoso y eficaz, superaba en calidad al almidón de yuca que une las piedras del Morro de La Habana. Para nadie es un secreto que tras cinco siglos de embate de huracanes de cañón mercenario, los muros aún se yerguen majestuosos e imperturbables.
Con su acostumbrada voluntad y prepotencia, Carlota demandó conocerlo. La reina se quedó prendada de la belleza y dotes de tenacidad del negro y poco tardó en convencerlo de que fuera su amante.
Nada pudo frenar las escandalosas relaciones de la reina y el ex esclavo; ni siquiera el monarca, cuya frecuente palilalia y eyaculación precoz, junto a la fertilidad de Carlota, aseguraron la transmisión de la corona a herederos que, afortunadamente para los brasileros, adquirieron lo mejor de dos mundos. Habría que agregar que la tarea se dio en parte por la ambición del liberto, quien con el tiempo se convertiría en presidente del banco que hacía poco había fundado el rey.
El verdadero obstáculo lo constituyó la amorosa esposa del improvisado banquero. De acuerdo con los que la conocían, era fiel representación de la mulata brasilera que habían idealizado los colonos: delgada y casi menuda, de rasgos refinados, ojos oscuros, de mirada alerta y labios de fruición. La piel esculpía tonalidades que combinaban la blancura aceitunada de las lusitanas, el rojo cobrizo de las indias y el llamativo moreno de las esclavas. Le adornaba la cabeza una cabellera larga, de híbridas y fuertes ondulaciones, que desprendían matices de caoba endrina. Éstas se repetían en el hechizo de fauna y flora situado debajo del ombligo. Tenía pechos firmes, cintura ceñida y caderas capaces de producir un motín en el más silencioso de los conventos. Su espalda terminaba en cautivadores compromisos anatómicos que anulaban las nalgas casi tristes de las portuguesas, reducían la exagerada protuberancia africana y elevaban los endebles glúteos indígenas. El saldo de etnias la favorecía. Salió ganando Brasil.
Sin perder su integridad moral, la criolla hizo lo imposible para salvar su matrimonio, desde consultar a las deidades hasta enfrentarse a la reina misma.
Una mañana de enero un puñado de Hijas de Oxalá se disponía a cumplir con el rito de lavar las escalinatas del templo erecto en honor al gran Orixá. Así encontraron el cadáver de la bella mulata. Apareció tendida bajo inexplicables circunstancias, a pocos escalones de la Igreja de Nosso Senhor de Bonfim. Vestía de blanco virginal, como las otras del grupo, la tez aún tibia, como las corrientes bahianas del primer mes del año. Su hermosura la acentuaba la muerte. Parecía estar dormida. Muchos dicen que se sacrificó por devoción al moreno. Otros aseguran que fue el dolor de saber que una mujer de piel de lobo compartía el amor del célebre liberto. Fuentes dignas de crédito atestiguan que la decadente reina, viéndose envejecer mientras los vellos le crecían más y más con el rechazo del superdotado liberto, la mandó envenenar, aunque nunca se comprobó la veracidad de este y otros hechos de mayor o igual trascendencia.
Con el paso del tiempo, en las montañas y valles brasileros, ciudades y campos, familias y estados, se ha multiplicado de número de mulatas de habla dulce, suaves contornos y sugestivas consonantes. Abunda el mestiço, el caboclo, el moreno y el cabosverde, el quase branco o quase preto. Ya no hay monarquías ni emperadores. Ahora hay Villalobos y Nascimentos, feijoada completa, filhos y filhas de Santo. Hay escuelas de samba, reyes, jardineras y piratas que bailan en carrozas animadas.
En enero las vírgenes de blanco recuerdan a la bella muerta. Continúan los lavados de escalones en todos los terreiros de candomblé y umbanda. Los feligreses aumentan y heredan, se convierten o crecen, se renuevan. En ellos se impone con fuerza ancestral, como si de ella dependiera una raza entera, la eterna pregunta: ¿por qué se fue cuando más vida y belleza tenía? Exú, Oxum. Iemanja y el mismo Oxalá guardan silencio, como dicta el antiguo hábito de los dioses traídos del Dahomey, como talvez acaeció y ocurrirá en futuras muertes y pasiones.
© All rights reserved Héctor Manuel Gutiérrez
Héctor Manuel Gutiérrez, Miami, ha realizado trabajos de investigación periodística y contribuido con poemas, ensayos, cuentos y prosa poética para Latin Beat Magazine, Latino Stuff Review, Nagari, Poetas y Escritores Miami, Signum Nous, Suburbano, Ekatombe, Eka Magazine, y Nomenclatura, de la Universidad de Kentucky. Ha sido reportero independiente para los servicios de “Enfoque Nacional”, “Panorama Hispano” y “Latin American News Service” en la cadena difusora Radio Pública Nacional [NPR]. Funge como lector oficial y consultor de la división Exámenes de Colocación Avanzada en Literatura y Cultura Hispánicas en College Board. Es también consultor para el Banco de Evaluaciones Interinas y Exámenes del Departamento de Educación de la Florida. Cursó estudios de lenguas romances y música en City University of New York [CUNY]. Obtuvo su maestría en español y doctorado en filosofía y letras de la Universidad Internacional de la Florida [FIU]. Creador de un sub-género literario que llama cuarentenas, es autor de los libros CUARENTENAS, Authorhouse, marzo de 2011 y CUARENTENAS: SEGUNDA EDICIÓN, Authorhouse, agosto de 2015. Les da los toques finales a dos próximos libros: AUTORÍA: ENSAYOS AL REVERSO, colección de ensayos con temas diversos, y LA UTOPÍA INTERIOR, estudio analítico de la ensayística de Ernesto Sábato.