Hace mucho tiempo, en mi juventud, leí El hombre rebelde (1951), de Albert Camus (1913-1960). Más allá de descubrir al Marqués de Sade (1740-1814), y de su crítica a la apropiación del pensamiento de Nietzsche por parte del nazismo, no entendí nada. No sabía de mucha de la poesía francesa que cita el autor. Pero me quedó el mensaje del libro como no imaginaba hasta que me reencontré con Lautréamont. Camus es el primero que denuncia que con la dinámica del héroe rebelde solo se llega al nihilismo y la destrucción. Y por eso es muy importante para relatar el tránsito que aquí se explica.
Su tesis surge en un momento, después de la Segunda Guerra Mundial, en que la figura del rebelde, el joven independiente que se enfrenta a toda una sociedad, que hemos visto en el romanticismo y en Lautréamont, entre otros, que ha sido el caldo de cultivo perfecto para la emergencia de los simbolistas y las vanguardias, se sublima especialmente en Francia de la mano de Jean-Paul Sartre (1905-1980) y su Baudelaire (1947), que eleva al poeta a las más altas instancias de la creación y la fama entre los otros bardos, hasta el punto de que la Audiencia Nacional de Francia decide, un siglo después, enmendar la sentencia condenatoria que pesó sobre Las flores del mal en 1857.
El hombre rebelde está dividido en cuatro partes: una primera que entronca con la literatura, una segunda que traza un recorrido por la historia de los movimientos de liberación social, una tercera donde reflexiona sobre la relación entre arte y rebeldía, y una conclusión. Y en él rastrea Camus los orígenes de la rebeldía en la cultura.
Cuando leí Maldoror, entendí porque se entablaba un diálogo entre esa obra y mi interior. Se había iniciado mucho antes, con El hombre rebelde. De la misma forma, Camus considera que las raíces de la rebeldía, que considera de origen blasfemo, no se encuentran en la modernidad francesa, sino mucho antes, en el momento en que la tradición grecolatina se entronca con la judaica. Después inicia el camino por las grandes figuras de la cultura.
El primer héroe de su larga lista es Sade, notable blasfemo. E interesa mucho observar que Camus ve en el precursor del sadismo un enfrentamiento entre Dios y la naturaleza, donde esta última se expresa a través del sexo y los bajos instintos. Es por su gestión de la sexualidad que los libertinos aparecen como precursores del héroe rebelde romántico desde el hedonismo, con Sade como su campeón. Sin embargo, el dramático final de su héroe, encarcelado durante veintisiete años, vaticina el oscuro final de esa rebeldía.
En palabras de Camus lo blasfemo es, junto con la fatalidad, lo que lleva al héroe romántico a convertirse en demoníaco, porque ese mal fado le impide discernir entre el bien y el mal, que pasan a ser secundarios. Con esta línea de razonamiento otorga la condición de malditos a los poetas, que alcanzará a Baudelaire. Para este tipo de artista no hay más moral que su arte. No se trata de que todo esté permitido, sino de que no hay nada permitido ni autorizado. Las personas transitan en el caos, y acaban desembocando en el nihilismo. Así llega a Lautréamont, a quien considera el máximo exponente de la rebeldía adolescente, cuyo relevo luego tomará Arthur Rimbaud. Resulta extraño que en su análisis de Maldoror, aunque diseccione muy bien la esencia de ese mal, que hubiera querido ser bien pero no puede, no observe todo lo que se esconde alrededor de esos cantos: el papel de la ciencia, la estructura racional del pensamiento del héroe, todo lo que, implementado tal como lo hace Lautréamont, conducirá al desastre del siglo XX que tanto le preocupa. El tratamiento del autor de los cantos es sorprendente por superficial. Su análisis de la obra de Friedrich Nietzsche, en cambio, resulta sublime. Describe muy bien cómo traiciona el propio filósofo a la acción que él mismo predica, y cómo es traicionado después. Y así llega hasta las vanguardias, especialmente al surrealismo, al que le dedica más espacio para llevarnos hasta el callejón sin salida al que llega el rebelde. Al defender el crimen para alcanzar la libertad, no le quedan más que dos caminos: el asesinato o el suicidio. Eso lo sabe muy bien el autor de una novela como El extranjero, donde se mata sin esperanza ya.
Hablo de un libro magnífico, que se adentra en un panorama histórico y hasta estético en las siguientes secciones, pero que tiene un problema cuando Camus no observa un modelo cultural capaz de sustituirlo, aunque este empezaba a emerger. La razón de esta falta de alternativa es el planteamiento. El libro de Camus es todo cerebro. No hay cuerpo. Se trata de una tesis mental que el autor desarrolla a partir de su interpretación lectora. De los textos que cita no se filtra nada de su experiencia personal. Y eso es un hándicap para ciertos planteamientos.
© All rights reserved Carlos Gámez Pérez
Carlos Gámez Pérez (Barcelona. 1969) es doctor en estudios románicos por la Universidad de Miami y máster en creación literario por la Universitat Pompeu Fabra. Ha publicado la novela Malas noticias desde la isla (katakana editores, 2018), traducida al inglés en 2019. En 2018 publicó un ensayo sobre ciencia y literatura española: Las ciencias y las letras: Pensamiento tecnocientífico y cultura en España (Editorial Academia del Hispanismo). En 2012 ganó el premio Cafè Món por el libro de relatos Artefactos (Sloper). Sus cuentos han sido seleccionados para varias antologías, entre otras: Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013); Presencia Humana, número 1 (Aristas Martínez, 2013); y Viaje One Way: Antología de narradores de Miami (Suburbano, 2014). En 2016 compiló y editó el libro Simbiosis: Una antología de ciencia ficción (La Pereza, 2016). Ha impartido talleres de escritura en el Centro Cultural Español de Ciudad de México y en la Universidad de Navarra. Colabora con revistas literarias como Nagari, Sub-Urbano, CTXT o Quimera.