Leo Las noventa Habanas, de Dainerys Machado, en medio de una gran ansiedad. La Covid-19 ya es pandemia y una sabe que no está a salvo de nada. Más bien, una sospecha que, aunque esté “temporalmente” a salvo, algo puede venir a buscarte a la mañana siguiente. Algo incorpóreo, que no azota los cristales de la ventana porque no es huracán, que no te confinará a la ratonera oscura de una celda ni te conducirá ante el pelotón de fusilamiento, pero a la vez entiendes que sí, que todo eso, junto, pudiera ocurrir mañana o esta misma noche…
Una intenta protegerse, no tocar, no ser tocada, no besar, no ser besada, no recibir a nadie… Una intenta creer cada noticia milagrosa a la par que trata de desacreditar cada detalle apocalíptico. Se pasa de la esperanza a la derrota, del pánico al optimismo y no es ocioso confesar que, en general, se permanece más tiempo en la región sombría que bajo el sol, más en el miedo que en la confianza. De estos —y otros— pensamientos tratamos de escapar a través de cuanta rendija nos ofrezca la posibilidad: los mensajes de la familia y los amigos, las matas que hay que trasplantar en el patio, las gavetas del escaparate o del clóset que llevan meses esperando ser organizadas y, sobre todo, los libros… Aunque leer cuesta bastante porque la concentración es baja, siempre a la caza furtiva del grito de una vecina que anuncie que la vacuna ya está lista o que los casos disminuyen o que fulanito, el primo de menganita, que estaba en aislamiento, dio negativo al test. Así se confunden realidad y literatura en estos días.
Pensar que lo incorpóreo puede venir a buscarnos en cualquier instante me hizo rememorar cuánto nos aterrorizaba aquello que decían de que te venían a recoger para meterte en un saco oscuro de nylon, si eras sospechoso de haber contraído el virus del VIH. Recordando eso, fue que los años 90 del pasado siglo vinieron a mi mente y con ellos el élan de lanzarme a la lectura del volumen de cuentos publicado por Katakana Editores en 2019. Los momentos de miedo, tristeza o de búsqueda de algo mejor, que a fuerza de no saber cómo, terminamos siempre llamando esperanza, son muchas veces el detonador que trae evocaciones desde la sombra y mezcla pasado y presente.
Nacida en 1986 y periodista de formación, Dainerys Machado Vento, reúne en este, su primer libro de cuentos, cerca de veinte relatos que narran historias de “aquí” y de “allá”. Cada cubano sabe bien qué significan ese “aquí” y ese “allá”. Lo irónico, lo a ratos gracioso y a ratos muy triste es cómo el “aquí” cambia de lugar, dependiendo desde dónde se miren esas noventa millas que separan La Habana de Miami. Lo repetitivo es cómo a cada lado del golfo nos disputamos ese “aquí”. Lo novedoso, en este caso, es la manera muy acertada en que Machado Vento consigue desplazar el “aquí”, ora a un lado y ora a otro, sin disputas, sin resentimientos, sin necesidad (para parafrasearla a ella misma) de inventar enemigos “para sentir que se han tomado las decisiones correctas en la vida”.
Con experiencias en ambas ciudades, la autora hace un trazado muy singular de sus personajes, abstrayéndolos de los lugares comunes que en la narrativa cubana han terminado ganando espacio editorial, a veces por necesidad de plata y a veces por impotencia, porque la cotidianidad, en muchas ocasiones nos puede, nos supera y se cuela en todas partes. De nada vale negarlo.
Los ejes centrales de Las noventa Habanas, mujeres en su mayoría, en ocasiones ceden sus lugares a niñas protagonistas que sostienen sobre sí el peso de no pocas de las mejores páginas del compendio y de la historia cubana, o acaso habría que decir: de la historia humana. Estas niñas, en situaciones desgarradoras y/o de gran incertidumbre, intentan sobrevivir al vapuleo ocasionado por la existencia y se entrecruzan con mujeres violentadas por su esposo, su chulo o su yuma, mezclando historias nacionales y personales, ¿o acaso no es la misma? ¿Acaso no deberíamos dejar ya de separar una de otra?
Las infantes, ya crecidas, muy bien podrían ser las mujeres de los relatos de las páginas posteriores, a la vez que esas mujeres —qué duda cabe— podrían devenir de aquellas niñas. Ambas, niñas y mujeres, relatan una violencia en dos escalas: la impúber y la adulta, una violencia sostenida que se cierne sobre las protagonistas. Baste echar un vistazo a las niñas de “La vidente” y “La hipócrita”, respectivamente, para constatar esa violencia a escala de la que hablo. En un caso, aparece el testimonio de la niña “vidente”, cuyo buen comportamiento y actitud reservada (observadora) la llevan a descubrir la infidelidad continuada del padre. En el otro, asistimos a la ingenuidad destrozada de la niña, víctima temprana de la mentira, la autorepresión y la negación de su amiguita de la escuela que, pese a compartir escarceos amorosos, “no quiere ser su novia”. La niña “vidente” y la niña herida y expulsada del paraíso de su primera historia de amor, son el germen de aquellas mujeres que luego aparecen en los demás cuentos: la maltratada, la emigrada expulsada de todos los paraísos posibles, la afrodescendiente nacida en Kiev que busca su Green Card bajo el estigma de ser una espía rusa, entre muchas otras…
Sin aferrarse a la violencia, como en una mala película, ni a la resistencia como paradigma “de moda”, sino tratando de encontrar nuevas formas cub(hum)anas y dialécticas, Dainerys Machado logra, con Las noventa Habanas, un reciclaje exitoso de temas conocidos de la literatura cubana. Y aunque en esta orgánica compilación parece no haber continuidad entre ninguna de sus historias, el hilo conductor se mantiene de punta a cabo con el añadido de que, mientras se lee, se asiste a la idea de que cada personaje, cada relato, no es más que la sinopsis de una novela de la cual nos anticipan “fragmentos” para que la ansiedad por leer el resto sustituya a esta otra llena de pavura del 2020 pandémico. Así de profundos y abarcadores son estos cuentos. Cómo consigue todo esto Dainerys Machado, no lo sé, quizás su oficio de periodista agrega verosimilitud a sus niñas y mujeres o tal vez ha construido personajes muy factuales que escapan de la ficción y derivan hacia una especie de crónica muy bien lograda. Una muestra es, por ejemplo, la niña de “Por una botella de ron”, que, en la isla, en pleno Período Especial, recoge del suelo un pedazo de pan embarrado en frijoles negros, le sacude el polvo y lo ofrece a su estómago vacío y rugiente, echando definitivamente por tierra, con este gesto, cualquier nostalgia superficial en torno a las comidas de la isla, al olor del comino de las abuelas, y al humeante fogón de las añoranzas del exilio.
Pero todo no es drama en estas noventa Habanas, que más bien son las mil y una Cubas. También asoman la ironía, las “minibiografías de lo absurdo”, la perplejidad, las razones de la escritura, las microhistorias, la multiplicidad de miradas y algunas situaciones simpáticas y hasta conmovedoras (“Ruega por nosotros los pescadores”, reza una de las niñas) que, bien insertadas en las urdimbres, permiten ir sorteando las situaciones difíciles, las pérdidas y los duelos. Sin embargo, más allá de todo esto, hay una especie de intertexto, una suerte de “subtrama”, que recorre todo el cuaderno y ofrece una muy interesante puesta en circulación y revisión de la literatura cubana. Se trata de un profundo homenaje al escritor cubano Virgilio Piñera. Un personaje que se llama Virgilio, alusiones a los libros La Isla en Peso y Muecas para escribientes, entre otras alegorías, redoblan subterráneamente todas y cada una de las subjetividades del volumen. En este acercamiento piñeriano es posible entrever otras tensiones corporales y narrativas, otras energías ensayísticas, culturales y sociales, capaces de recorrer un número importante de cuerpos dolientes y cuerpos en duelo, cuerpos racializados o violentados, cuerpos isleños y cuerpos transnacionales. En fin, cuerpos cubanos todos que importan mucho y que, en estas páginas, encuentran un techo, un poco de café, una compañía y un recordatorio de la fragilidad, ante lo que no queda más que reaccionar y solidarizarse.
© All rights reserved Laura Ruiz Montes