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Puede 2023

Cuentos de la Antología de escritores mexicanos

 

 

 

Candil de la calle

 

“Ando en tinieblas y tropiezo y caigo

y me levanto y piso con pies ciegos

las piedras mudas y las hojas secas”.

  1. Paz

 

Carmen Asceneth Castañeda Vargas

 

La calle es el espacio que existe entre un origen y un destino. Que nunca es en línea recta porque nunca habrá un atajo cuando de llegar a algún lugar se trate. Es un ser vivo que ostenta su propia personalidad y que demanda su derecho a ser nombrada: robando el espíritu de un prócer patrio o del mal visto poeta. Desprotegido espacio del techo que me cobija, en ella quedo a la intemperie de la vida. Paradójicamente, es donde la vida ocurre, entre sombras y candiles.

Llegada el alba, la expulsión hacia sus laberintos es inevitable. Transitamos en afán cotidiano rumbo al trabajo, a los centros comerciales, a las escuelas, a los restaurantes, a los salones de belleza, a las citas amorosas (parques, cines o a algún abrigo clandestino). Las personas se encuentran en ella o se desencuentran como suspendidas en un punto intermedio. Punto donde inevitablemente se puede perder el sentido de la realidad, perdidos, envueltos en el ir y venir de pasos, luces, voces y sueños. Si por cansancio te detienes, si por curiosidad alguien se asoma a los ojos de los peatones, ánimas poseídas por la ilusión de la prisa, la calle te devorará el espíritu cual Ouróboros citadino.

 

La calle es una raya traviesa

que camina de espaldas

cuando suelto mis pasos

sobre su memoria de polvo.*

 

Sobre la calle se va a pie o en auto. No importa, siempre se sabe que se está en ella: construcción de asfalto y piedra; entramado de tierra y lodo. Toda calle es como la de Sésamo, donde personas, pájaros y monstruos convivimos.

Ir por la calle es como haber nacido, expulsada del vientre protector, totalmente desnuda. No importa qué tan conocida me sea o si voy de extranjera. La Rúe, boulevard, camino, avenida, calzada, circuito, callejón o sendero (del latín callis, senda que surcan las vacas al pastar o “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”).

En tanto lugar público, es indispensable ir con la mejor ropa (“de calle”), de preferencia con armadura; y con la mejor cara (o máscara). Es exponerse a que cualquier cosa pueda pasar: desde que conozcas al amor de tu vida, hasta que pierdas la vida.

 

Cualquier día puede ser

que al cruzar la calle

entre fuego cruzado quede.

Cualquier día puede ser

que al cruzar la calle

el rojo del semáforo no mire.

Cualquier día puede ser

que al cruzar la sangre por una arteria

mi corazón se pare.

 

Sin embargo, la calle también es continente, escenario de todo lo que se hace en privado: comer, dormir, estudiar, evacuar o amarse. “Los sin techo” la habitan sin opción, como los expulsados por la pobreza, la violencia o el crimen.

Diógenes de Sirope hacía de su hogar un tonel a ojos vista de los transeúntes, buscando hombres justos (quién sabe si los encontraría). Platón cuestionaba a sus discípulos a la sombra de un olivo en la vera de un camino. Jesús de Nazaret marcó con sangre las calles de Jerusalén para expiar pecados ajenos. Y la calle fue la cancha donde Maradona acertó sus primeros balones.

Los Campos Elíseos, el Paseo de la Fama, la Quinta Avenida, La Calle del Terror o La Rúe Morgue son famosas. Porque tampoco hay igualdad entre las calles. Poderosas unas. De ficción. Llenas de baches y oscuras, otras.

La calle es escuela, dicen: el lugar donde aprendes a defenderte. Es adjetivo: “callejeras” llaman a las prostitutas, “callejero” a los sin oficio ni beneficio y a los vendedores de puerta en puerta; “callejero” también se llama al perro sin dueño. Es inspiración: canciones, pinturas y versos. Es tomada por asalto: procesiones, conciertos, manifestaciones, obras de teatro o performances. Es refugio del calor veraniego. Es oportunidad para el delito. De una calle somos, y de las otras, extranjeros.

La Calle es pues, extensión de nuestros pasos. Es de todos y de nadie. Donde se va a oscuras, como dice Paz, aunque sea de día.

 

Carmen Asceneth Castañeda Vargas: Ciudad de México (1969). Maestra en Psicoterapia Psicoanalítica. Diplomado en Creación Literaria (INBAL). Tallerista en el Museo Universitario del Chopo y en la Casa del Lago de la UNAM. Ha ganado concursos de cuento y poesía en el ámbito nacional y local. Publicó el poemario Compulsión a la repetición de manera independiente. Ha publicado en revistas digitales y en periódicos de circulación regional. Participa en recitales y eventos culturales. Columnista de La Coyol y Poesía en órbita.

 

 

*Esteban Ríos Cruz (2019). Las espigas de la memoria. Secretaría de Cultura.

 

 

 

 

 

 

El segundo Edén

 

Erik Pliego García

 

Lo primero que sintió Adán tras la expulsión del paraíso fue el hambre, el frío y el miedo. Habían pasado varios días desde entonces y aun así no podía deshacerse de esas sensaciones. Solo la compañía de Eva lo consolaba ante el mortal silencio de Dios, que en su infinita misericordia les había hecho acompañar de una cabra para que bebieran de su leche y no perecieran. El séptimo día, Adán agradeció tener consigo a Eva, su calor durante las noches le permitía dormir y en el día su aroma le recordaba aquel paraíso perdido. Sin darse cuenta se acercó a ella mientras caminaban para aferrarse a ese recuerdo de bienestar. Ella, por su parte, respondió acercando su cadera a la de él para después colgarse de su brazo sin detener la marcha. Por un momento sintieron paz, alivio y confort, pero los perdieron cuando una enorme bestia de colmillos afilados asaltó de repente a la confiada cabra que entre gritos y berridos desesperados suplicó auxilio.

Petrificados por el miedo, se quedaron contemplando cómo aquel monstruo se llevaba a su bestia dejando tras de sí un rastro de sangre y carne. Pasó un tiempo antes de que Eva cayera sobre sus rodillas, presa del llanto y el pánico; su compañero solo pudo abrazarla, también con el rostro bañado en lágrimas, mientras el frío de la noche empezaba a castigar su piel. Al día siguiente, Adán partió sin Eva para buscar a aquel demonio de dientes y garras, siguió el rastro hasta una cueva donde parecía estar a punto de pelear con otra criatura igual de intimidante, pero de menor tamaño. Adán recordó la muerte de la cabra y su corazón se aceleró al pensar que vería de nuevo aquel espectáculo de violencia y muerte, pero para su sorpresa esta vez fue todo lo contrario.

Al día siguiente, Eva despertó sola y la preocupación la mantuvo con la mirada estática en el horizonte sin saber qué hacer, hasta que, al medio día, vio a lo lejos el cuerpo desnudo de Adán. Antes de poder preguntarle algo, éste la abrazó y, acercando su nariz al cuello de Eva, dejó que sus largos cabellos le cubrieran el rostro. Lleno de impotencia por no haber vengado a su cabra, se dejó rodear por los brazos delicados de su compañera mientras procesaba el recuerdo del encuentro con aquellos depredadores. Su humillación por haber huido del enfrentamiento le pesaba en el alma, deseó tener la valentía para arrojarse sobre aquel animal y estrangularlo con sus manos. Sin darse cuenta apretó sus brazos maldiciendo su incapacidad para enfrentarse a las fieras, Eva lo resintió en sus costillas y expresó un pequeño gemido de dolor, el cual reavivó en el hombre el reciente recuerdo de los dos animales copulando.

Sin comprender la actitud feral, Adán imitó instintivamente sus recuerdos llevando sus labios por detrás del cuello de Eva, quien reaccionó sorpresivamente con un suspiro preocupado. La piel de ella le recordaba a aquel fruto prohibido por Dios y, como reviviendo el momento, intentó probar su sabor con un tímido gesto de su boca mientras la imagen de los colmillos afilados del animal sobre el cuello de la hembra se manifestaba en su mente. El perfume de su piel cálida era un hechizo embriagante donde olvidaba el dolor de su exilio. Sin pensarlo, fue buscando más de aquella esencia alrededor de Eva, tratando de olvidar la vergüenza. Cuando no pudo estar más cerca le invadió la impotencia; se sabía incapaz de recuperar a su cabra, de defenderse de aquel mundo hostil, de volver a experimentar el bien- estar del paraíso.

Eva sintió la presión impidiéndole respirar y empujó a Adán con tal fuerza que ambos terminaron cayendo de espaldas. El primer hombre contempló el desconcierto de su pareja y recordó en su mirada la desaprobación de Dios; Eva le negaba de nuevo el paraíso. Él se abalanzó sobre ella a modo de reproche, pero esta luchó intentando alejarse. Tras un rápido forcejeo logró someterla poniéndola boca abajo en el suelo. Su ira incrementó conforme usaba su fuerza para tomarla de las muñecas, pero ella no dejaba de jadear presa de un miedo similar al que el día anterior había experimentado. Con el corazón acelerado, él intentó pronunciar algunas palabras, pero solo pudo emitir un grito, similar al rugido del endemoniado animal.

Tomó entonces conciencia de las inquietas caderas de Eva que chocaban contra su pelvis y dejó caer su peso aumentando así la fricción entre ambos cuerpos. Estaban tan cerca que el aroma de ella bañaba el rostro de un Adán frenético e iracundo. El sexo masculino despertó entonces como una llama con voluntad propia, la cual le robó el aliento mientras encendía sus mejillas, una nueva sensibilidad se manifestó entre las piernas y tomó el control de sus actos. Con un ciego deseo por el perfume que le recordaba al paraíso, se dejó convertir en la bestia que unos momentos antes quiso matar. Eva luchaba inútilmente por quitarse al animal que la aplastaba con su peso, de pronto notó en sus glúteos el calor de un cuerpo el cual le recordó la presencia de la serpiente de la tentación, cayendo en un desconcierto que nubló su juicio con angustia.

Sus labios sin voz intentaron emitir un grito, una palabra o un ruego, pero todo era inútil, Adán seguía embistiendo con sus caderas los muslos de Eva, guiado por el calor de sus entrepiernas. Cuando Eva recibió el cuerpo de Adán dentro de sí lo sintió al igual que una daga al rojo vivo, solo hasta entonces sus gritos emergieron con sollozos y frenéticas convulsiones. Pero poco le importó a Adán, quien estaba cegado por sus instintos primitivos, dejándose llevar por la atracción física de su sexo. Eva gritó suplicante el nombre de Dios mientras miraba al cielo; esto enojó más a Adán, quien recordó cómo su creador lo había abandonado en un mundo peligroso, vacío de su amor. Con toda la frustración de su ser, imprimió más fuerza en cada uno de sus movimientos, los cuales se aceleraban a medida que los límites de su condición física lo permitían. El sudor en la frente de Adán se combinaba con las lágrimas de Eva mientras él se entregaba a una injusta venganza. Las sensaciones fueron escalando exponencialmente, hirviendo los sentidos del hombre hasta que estallaron de golpe para drenarse dentro de su pareja. Adán experimentó una tensión en todo su cuerpo, como si perdiera parte de su alma en aquel acto hostil, su espina se curvó de forma abrupta mientras languidecía el resto de sus extremidades, por un momento se pensó morir.

Eva se percató de cómo la fuerza de su compañero desaparecía y olvidó por un momento el dolor para girar y quitarse con el filo de su codo a un desconcertado Adán. El golpe volvió en sí al hombre bestia que en respuesta propinó un puñetazo a su compañera. Estaba a punto de repetir la acción cuando vio su rostro ensangrentado y entró en pánico al recordar la muerte. En su mano contempló las garras del demonio y con vergüenza se alejó de ella, no tardó mucho en notar también la sangre sobre su pelvis y todas las pasiones de antes se volvieron en su contra con culpa. De nuevo Adán se sentía avergonzado y deseó esconderse entre las piedras de una tierra estéril. En tanto, Eva se refugiaba en las sombras que nacían con el rojo ocaso; contempló a aquel hombre, ajeno a sus memorias, marcharse con premura, dejando caer el juicio de sus ojos temerosos sobre él.

Atormentado por la culpa y el rostro de miedo de Eva, Adán se impuso un segundo exilio, lejos de cualquier compañía, en los crueles desiertos donde su piel desnuda recibía la furia del Sol y la arena ardiente. Como un ente sin vida, caminaba con la mirada fija en el horizonte, sin más destino que el marcado por su aflicción. No despertó de este trance sino hasta que un instinto más grande que su conciencia lo obligó a arrojarse sobre una desafortunada lagartija que sintió los colmillos del hombre atravesar sus carnes con desesperación. Adán probó el cobrizo sabor de la sangre caliente bañar su lengua mientras masticaba cada bocado; pero al ver sus manos manchadas de sangre recordó de nuevo el significado del dolor y la muer- te. Con desesperación gritó al cielo para interrogar a Dios el porqué de su capacidad para dañar y ser dañado, los motivos o beneficios del sufrimiento. Renegó entonces de su existencia, de la tierra a la cual había sido enviado, de las alimañas y las bestias que se comían unas a otras, renegó de sus propios actos y maldijo la ausencia de su creador. Fue entonces que notó, en medio de la noche apenas iluminada por la luna, una cueva que no estaba ahí antes, donde un olor distinto a todo lo que conocía salió para atrapar sus sentidos. Aquel aroma parecía arrastrarlo al interior, donde encontró una luz que bailaba y emanaba calor. Rápidamente se arrodilló en el suelo cubriendo su rostro con vergüenza, pero aquello no tenía conciencia ni voz, no podía juzgarlo. Cerca de aquellas llamas bailarinas reposaban dos piernas de corderos. Los jugos de sus grasas hervían con el calor haciendo sudar las carnes que perfumaban la caverna con un delicioso vapor ahumado. Manipulado por su hambre, ignoró todo peligro y miedo para acercarse a aquellos tesoros mientras salivaba sin control.

En cuanto dio el primer bocado supo que aquello no era natural, la carne era tan suave que se deshacía en la boca mientras los aceites magros bañaban de sabor cada una de sus papilas. Con lágrimas en los ojos, Adán sintió que el calor de aquella carne le acariciaba el alma, mordida tras mordida de la superficie dorada por el fuego. Con tal pasión se dedicó Adán a complacer su apetito que no se percató del abrupto silencio de la cueva. La madera dejó de crujir, el viento se detuvo con miedo, solo percibía su propia respiración, excitada por el placer de la comida. Las sombras danzantes en torno al fuego empezaron a distorsionarse mientras la atmósfera de la cueva se hacía insoportable. Adán entró en un estupor del cual salió solo hasta que notó una silueta moviéndose tras las piedras, cual bestia merodeando con paso lento y sigiloso. El corazón del primer hombre empezó a latir con desesperación.

De forma sutil e intimidante, aquella monstruosidad umbría se acercaba indiferente al fuego, andando con una creciente prepotencia mientras imprimía su sombra en las paredes de la caverna. Cuando por fin se dignó a presentarse frente al humano, Adán contempló con horror como esa bestia se imponía por sobre los otros depredadores que había visto. Una enorme sombra de garras, dientes y furia se mostraba intimidante ante él, pero antes de poder siquiera pensar en correr, aquella masa humeante avanzó hacia el fuego y, mientras sus terribles formas iban desvistiéndose de las sombras, otras más gen- tiles y hermosas emergieron conforme la luz bañaba su piel. Zarpas, colmillos y pelaje se tornaron en dedos, dientes y cabello; frente a Adán había aparecido una hermosa mujer de tez morena, cabellera roja y ojos verdes.

Por un momento, la pena del rostro lastimado de Eva se perdió en la mente consternada de Adán, quien ignoraba cómo en ese preciso momento ella luchaba su propia batalla contra la tentación. Pues al filo de un barranco, una enorme serpiente abrazaba los costados de la primera mujer con falso consuelo mientras le susurraba el cruel consejo de saltar al abismo para librarse de toda pena. Aquel acantilado la atraía con una fuerza sobrenatural, desafiando su vértigo para hacerla ver el negro infinito del fondo. La atracción era tal que podía sentir en su espalda una mano empujándola. Solo un paso era necesario para que ella volviera con su creador; o eso decía el siseo de la serpiente, que desde hace varios días se había colgado de su cuerpo como un parásito opresivo, cavando un hueco en su pecho donde anidar.

Eva sabía que el consejo de la tentación podría privarla de otro paraíso, aun cuando no tuviera ninguno en ese momento, pero la pro- mesa de paz compensaba todo sacrificio y hacía tentadora la apuesta. Entonces las palabras de Dios sonaron en la cabeza de Eva con un: “…porque el día que de él comieres, ciertamente morirás”. Una verdad pareció iluminar el intelecto de la mujer quien se cuestionó si aquel funesto augurio en realidad trataba de advertirle del amargo sabor de conocer sobre el dolor, la pena y el sufrimiento, ante los cuales morir era un consuelo; pues, pensó, si la muerte era algo malo, ¿por qué habría de permitir a las bestias matarse entre sí? La serpiente contemplaba satisfecha la creciente determinación de Eva cuando ella estaba a punto de avanzar, pero en ese preciso momento, la orilla del acantilado se desplomó en avalancha, revolcando el cuerpo de Eva hacia el abismo, protegido apenas por la carne de la serpiente.

Mientras tanto, una mano suave y perfumada traía de vuelta a Adán. Aquella mujer de aspecto extraño y desconocido se presentaba frente a él como su primera pareja; pero, temeroso de las sombras monstruosas, negó tal hecho y se apartó de ella con el temor de una presa acorralada. Su anfitriona, de belleza poderosa y figura imponente, en cambio, sonreía de forma coqueta mientras se acercaba delicadamente a él. Su pelo negro y rizado se desbordaba por sus hombros hasta las caderas mientras sus labios rojos y carnosos susurraban en el oído masculino el nombre de Lilith. Con arrogancia felina se movía acentuando las curvas de su figura frente a Adán, quien absorto cedía ante los seductores embates. Ella tomó con una mano el recipiente de licor dulce junto al fuego y lo acercó hasta la boca de su presa, mientras con la otra rodeaba su cuello para someterlo gentilmente a su voluntad. “Bebe y tendrás poder sobre todas las bestias”, dijo.

Las palabras de Lilith sonaban con un encanto sobrenatural mientras Adán recibía del aguamiel los vapores de alcohol que ahogaban su boca y nariz. Después de varios tragos, la vergüenza del varón des- apareció bajo las manos femeninas que reptaban su cuerpo dibujando en él los patrones de la seducción. Aturdido y confundido, Adán se sentía en una especie de sueño lúcido del cual era solo un sujeto paciente. Sin saber en qué momento su espalda se había desplomado en el suelo, vio a su seductora compañía colocarse sobre él a modo de un curvilíneo pilar, cuya tez brillaba como una obsidiana por la luz del fuego que se reflejaba en su sudor. Tras un rítmico movimiento de sus caderas, los torsos de ambos quedaron alineados en paralelo, una cascada de espirales negras nubló la vista de Adán mientras recibía el húmedo beso de los labios de Lilith. De nuevo, un calor intenso crecía hasta las mejillas del varón mientras su virilidad se hinchaba bajo la pelvis de su invocadora. El hijo de Dios quedó inmerso en un sopor reconfortante al tiempo que olvidaba por completo el recuerdo del hambre, el frío o el miedo.

Lilith movía sus caderas en un apasionado baile de seducción cuando sintió a su contraparte suplicar por más y, tras tentarlo con las suaves caricias de sus labios, dejó que éste la invadiera con un súbito escalofrío que le recorrió su espina. El suave calor de su sexo húmedo despertó en un embriagado hombre la fuerza bestial, al saberse bienvenido se sintió en un segundo Edén. Con más fuerza y ahínco, empujó su pelvis contra la de su amante mientras los gemidos de ella evocaban instintos primitivos. Ambos olvidaron cualquier estrategia y los cuidados movimientos se convirtieron en abiertos ataques donde se confrontaban con feroz voracidad. La voz ahogada de Lilith excita los insaciables deseos del hombre, presa de sus encantos, mientras las afiladas uñas rasgaban las carnes de su pecho masculino. Ninguna acometida bastaba ni el placer era suficiente, ambos se entregaron en un éxtasis creciente guiado por el coro de sus peticiones.

Adán entró en un nuevo estado de embriaguez, cegado por un deseo más grande que todos sus miedos juntos. La desesperación por escalar al cenit de sus sensaciones imprimió en sus movimientos una fuerza inusual que Lilith correspondió de buen grado dentro de su frenesí interno. Fue entonces que la respiración se cortó al instante e, igual que la primera vez, un imponente estremecimiento inundó sus cuerpos con un torrente de placer. Tras unos segundos de furor, ambos se entregaron a las sensaciones con un grito desesperado antes de volver a intentar respirar, inmersos en el placer que recorría sus cuerpos en ese momento. Mas, antes de terminar el arrobamiento y dejar su simiente en su cómplice, la culpa le recordó a Adán el rostro ensangrentado de Eva. La vergüenza se acrecentó con cada contracción de su abdomen, y mientras la culpa iba escribiendo en su con- ciencia la necesidad de salir de ahí, Lilith terminó el concierto de su orgasmo con un grito que trajo el recuerdo de las bestias copulando.

Como si acabara de despertar de un profundo sueño, contempló de nuevo la imagen de aquella mujer solo para darse cuenta que de su frente salían dos cuernos de carnero y sus ojos antes verdes pare- cían arder con el fuego del infierno. La impresión lo devolvió de su ebriedad para entregarlo al pánico de encontrarse frente a un demonio al cual le empezaron a salir alas y una prolongada cola de alacrán. Con una lengua bífida que salía entre dos pronunciados colmillos, Lilith recorrió el abdomen sudado de Adán mientras éste era presa de la angustia. Con un tono burlón y una voz con eco sombrío, la primera mujer le cuestionó sus dudas para después invitarlo a permanecer con ella en aquella cueva, donde podrían deleitarse día y noche con delicias de todo tipo, probando los frutos prohibidos por Dios.

En tanto, Adán se arrastraba de espaldas hacia el exterior de la cueva mientras veía con incredulidad cómo aquel súcubo le hablaba de placeres y privilegios al tiempo que su seductora apariencia se desvanecía entre las negras sombras que empezaron a crecer pese al fuego ardiente. Cuando por fin se halló cerca de la salida, dejó de escuchar toda endiablada palabra y usando el restante de sus fuerzas empezó a correr para alejarse de la cueva, escuchando tras de sí una maldición contra él y toda su descendencia.

Eva despertó bajo la noche con el cadáver de la sierpe rodeando su cuerpo. Tras unos segundos de confusión pudo tomar conciencia de su pierna herida, además de varios golpes y cortes en su cuerpo. Con gran dificultad trató de reincorporarse apartando de sí el cadáver del reptil mientras se estiraba hacia una rama sin vida. En el fondo del abismo no parecía haber una salida, recordando la orilla del precipicio, volteó al cielo para comprobar que se encontraba completamente despejado y en calma. En su boca, un amargo sabor de bilis se manifestó junto con unas palabras cargadas de resignación e ira: “Se hará tu voluntad”. Poco después, los dientes de Eva desgarraban las carnes de la serpiente para saciar su hambre sin apetito. En tanto, la fría mañana daba inicio con los primeros rayos de luz que se asomaban por encima de los bordes del acantilado. Escondida en una grieta, se dio cuenta que en su estado no podría abandonar ese lugar. Cerca del atardecer, una sombra masculina se asomó por el borde superior, ella de inmediato reconoció la silueta y entró en crisis al no saber qué hacer para ocultarse. Adán bajó por los bordes con precipitada agilidad mientras la espalda de su par se pegaba a las rocas en un intento de fundirse con ellas.

Cuando por fin la pareja se encontró frente a frente ninguno de los dos supo qué hacer o decir, aun así, él se atrevió a acercarse en cuanto notó las heridas de Eva, quien de inmediato arrojó una piedra a su cara para alejarlo. Frente a su agresor recordó el dolor, la angustia, recordó que al final él también era una bestia. El primer hombre dio un paso atrás y miró a su semejante con preocupación. Después de un largo silencio salió corriendo en dirección contraria para escalar por el precipicio; tras un tiempo de soledad, Eva se percató que regresaba cargado de frutos, él se las tendió antes de apartarse con la mirada agachada y llena de arrepentimiento, pero ella no probó nada sino hasta el día siguiente, cuando su hambre la obligó. Ambos se quedaron dentro del acantilado sin decir una sola palabra.

Los siguientes meses pasaron con esa incómoda interacción mientras un nido de serpientes susurrantes prosperaba en el pecho de Eva, éstas recorrían el cuerpo embarazado de su anfitriona hasta cubrir sus miembros como un peso muerto. Para ella, siquiera levantarse de su lecho le era imposible, por ello las constantes atenciones de Adán le eran necesarias. Aun así, evitaba dirigirle cualquier palabra o estar siquiera junto a él, y eso lo aplaudían las sierpes. Con un andar penitente, ella salía a buscar la soledad en largos paseos mientras Adán cazaba o recolectaba alimentos. En muchas de esas ocasiones, las serpientes le susurraban caminos trágicos que ella rechazaba.

Uno de aquellos días, muy lejos de ahí, Adán contemplaba el cadáver de un pez colgando de su lanza; se preguntó si algún día volvería a probar la carne de la cueva y recordó el calor del fuego. A su regreso escuchó un lejano grito desgarrador y supo de quién se trataba. Cuando llegó vio a su par con las piernas ensangrentadas, pero solo hasta que estuvo cerca del rostro demacrado de su compañera notó el pequeño bulto llorando en su regazo. Por un momento las serpientes se dispersaron para que ella pudiera admirar a su primogénito; su fragilidad le llenó de un sentimiento que no había experimentado antes, pero en ese momento una víbora rodeó su cuello y siseó unas terribles palabras, su hijo era producto del dolor, de la violencia, del dolor. Cuando Eva volteó a mirar la cara de sorpresa de Adán, ésta le pareció repulsiva; y tomando una piedra lo amenazó hasta que él desapareció de su vista. De nuevo los ojos de la primera mujer se posaron sobre su cría, pero no parecía ser la misma, en su pequeño rostro había un recuerdo amargo que intentó ocultar abrazándolo contra su pecho. Un pensamiento reptó hasta sus brazos y con miedo pronunció el nombre de Caín.

 

Erik Pliego García actualmente es editor y corrector de estilo en la Facultad de Estudios Superiores Aragón, UNAM. Egresado de la licenciatura de Lengua y literaturas Hispánicas, por parte de la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM; donde formó parte del Seminario de Estudios Sobre Narrativa Caballeresca y el Seminario de Estudios Literarios del Siglo de Oro, hasta el año 2020. Posteriormente, en el 2022 cursó el Diplomado de Creación Literaria, en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia.

 

 

 

Sobre el libro: Antología de escritores mexicanos (Colectivo Generación XVIII, México, 2023).

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