La composta humana
El servicio de entierro que deseaba lo ofrecen en ciertos lugares del sur, por eso vine a una playa de Oaxaca cuando supe que me iba a morir.
Entrego la constancia de que mi cuerpo ya no sirve más, realizo el pago y firmo el contrato que me dan. Me agendan para el mismo día de mi llegada. Las indicaciones de la mujer que me atiende son portar una bata y elegir un objeto valioso pequeño y de cualquier material, salvo de plástico. «El tipo de fertilizante es nuevo; agiliza mucho el proceso y a veces tarda sólo unas horas, pero eso sirve para que no tengan miedo». No cuento con muchas opciones en la mochila, así que elijo un libro de Camus que traje conmigo.
Tras esperar unas horas mi hoyo en la tierra está listo. Me quito la bata y mi cuerpo desnudo se recuesta dentro de él. La tierra se siente tibia y el cielo es naranja con pinceladas rosas.
Escucho una voz de uno de los empleados: me dice que me relaje, cierre los ojos y junte mis manos sobre el pecho. De pronto repaso mi vida en unos segundos: mi infancia con los abuelos, el sabor salado del primer beso, el viaje a Sudamérica en la universidad, luego los dos abortos espontáneos. Al mismo tiempo intento mantener las manos sobre mi pecho, agarrando con fuerza el libro, como si este se fuera a escapar. Así tienen las manos las personas en los ataúdes. Aunque yo no tengo ataúd más que tierra ligeramente húmeda. Suspiro. La tierra comienza a caer sobre mis pies, sobre el abdomen, sobre mi rostro. Cada vez me cubre más rápido hasta que dejo de sentirla.
La epifanía
Luis es mi tercer roomie en lo que va del año. La renta del departamento es apenas un poco más cara que el resto de los cuartos en el centro. Aquel cuarto lo había ocupado Diana, una estudiante de Diseño, y Jesús, un señor que empezó su maestría.
En su cuarto está pegado un póster de un anime cuyo nombre nunca he sabido pronunciar. Del techo cuelga una lámpara que cambia de color cada quince segundos. A veces lo único que ilumina es la luz de sus audífonos y del teclado de su computadora gamer.
Una mañana Luis salió pálido de su cuarto. Yo acababa de poner la sartén en la estufa y le ofrecí prepararle huevos.
—No sabes lo que me pasó. Mi papá me habló anoche —me contó Luis, algo agitado.
—¿Y qué te dijo?
—Que quería que fuera militar, como él. Que estaba en deuda con el país. Se veía tan real con su voz rasposa y su camisa sin ninguna arruga.
Luis siempre ha tenido buen tema de conversación las veces que coincidimos en la cocina o en la sala. Cuando se mudó pensé que sería algo huraño por su corte de cabello y por ser gamer. Debo deshacerme de ciertos prejuicios.
El padre de Luis había muerto en un accidente de auto. Le había escrito una carta de despedida en su tumba. Sin embargo, lo inquietaba hablarle por última vez. Él había pensado en una médium, pero no encontraba ninguna confiable.
—Es que no sabes, wey… Yo creo en lo que te dicen los sueños —continuó, mientras yo buscaba una espátula para servir el desayuno—. ¿La vez que Mónica me ponía el cuerno? Me lo dijeron en un sueño y al día siguiente le caché unos mensajes. Maldita perra… no quería acordarme de aquello. ¿Y la vez del bebé que esperábamos Ali y yo? Yo no era el papá, cabrón. Esa vez sentí que Dios me habló. Esa misma mañana hablé con ella, me haría una prueba de paternidad. Imagínate… faltaban dos semanas para que naciera…
Repartí los huevos en dos platos.
—Entonces… ¿vas a ser militar? —le seguí la corriente. Aunque Luis era un año mayor que yo, de pronto me sentí como quien está a cargo de un niño.
***
Al día siguiente hice unas compras y no estuve en el departamento. Cuando regresé me mostró la constancia de baja de Ingeniería en Electrónica. «Uno tiene que hacer caso a estos asuntos», repetía.
Luis tenía asma y era algo bajo. En el examen médico escribieron: «no cumple requisitos para ingresar al Ejército». Ese día no lo vi salir de su cuarto. Tenía música a todo lo alto. Después de unas horas le toqué para que le bajara. No me abrió y me molesté, pero me salí un rato a fumar en el parque.
A la mañana siguiente Luis se alistó con un uniforme militar, una gorra, un silbato y una navaja. Salió a la calle para regañar a las personas que cruzaban mal la calle. Quizás encargarse de algún ladrón o de los grafiteros. Ni los requisitos del Estado ni su enfermedad le iban a impedir servir al país y cumplir los deseos de su padre.
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Andrés Rendón (San Luis Potosí, 1998). Escribe cuento y edita. Sus textos han aparecido en diferentes revistas literarias independientes como Huraño, Granuja, Larvaria, Escrófula, entre otras. Actualmente estudia en la facultad de medicina de la UASLP y prepara un libro de cuentos del absurdo.