Esta mañana, cuando los primeros rayos del sol rompieron las húmedas tinieblas, se dio oficialmente por terminada la construcción de la Torre. No es ésta la primera torre que nuestro pueblo ha erigido a la gloria de Marduk: una y otra vez, desde los orígenes del Tiempo, nuestros enemigos han querido destruirnos tratando de borrar la memoria de nuestros dioses, derribando nuestros templos y monumentos sagrados; una y otra vez, la perseverante piedad de nuestros soberanos ha vuelto a levantarlos, más fuertes y hermosos y altivos que antes. Pacientemente, día tras día, mes tras mes, año tras año, miles de manos pusieron ladrillo sobre ladrillo, piso por piso, terraza por terraza, y del lodo del Éufrates hicieron surgir esta plegaria escalonada. Nabucodonosor el Potente la ha construido, y la ha hecho más sólida y alta y espléndida que las anteriores, y su sombra se proyectará hasta los límites del mundo.
Seiscientos mil hombres y mujeres de todos los rincones del Imperio trabajaron durante cincuenta y cinco años para ponerle fin. La duración de las obras fue consecuencia lógica de la magnificencia del diseño: a medida que la construcción crecía en altura, subir los materiales desde el nivel inferior hasta el último entrañaba un esfuerzo más ímprobo. El capataz del nivel superior, por ejemplo, ordenaba a su asistente una nueva remesa de adobe; el asistente transmitía la orden a los obreros, que daban la voz a los obreros del nivel inferior, y así sucesivamente, hasta llegar al suelo; cuando la orden alcanzaba su destino final, otros obreros reunían el material y lo sujetaban convenientemente con tientos de cuero crudo para después izarlo hasta la cumbre. Esta tarea se cumplía por etapas, nivel por nivel, con los inevitables retrasos ocasionados por el cansancio de los músculos y la fricción de las grúas de madera. El viento y las lluvias coadyuvaban a la demora. A veces los tientos se rompían y los ladrillos caían estrepitosamente al vacío, aplastando a cuadrillas enteras bajo su peso; otras, debido al descuido de los obreros y a los golpes de la carga contra las paredes de la Torre, demasiados ladrillos llegaban quebrados o inutilizables, de manera que se hacía necesario repetir todo el proceso desde el principio. Así, desde que el capataz daba la orden hasta que ésta se cumplía, podían transcurrir varios años.
Sin embargo –y éste es quizás el hecho más notable— la construcción nunca se detuvo. Desde la perspectiva del conjunto, aquellas demoras eran despreciables, un mero punto en la espiral ascendente y descendente de cuerpos en movimiento constante. Aún cuando no estaban colocando ladrillos, los integrantes de cada cuadrilla debían cumplir una larga serie de tareas adicionales, desde preparar su comida hasta limpiar sus herramientas y remendar los vestidos gastados por el uso; muchas de estas faenas eran ejecutadas por las mujeres. Cada cuadrilla trabajaba de sol a sol, y durante las horas del sueño era reemplazada por otra; como el descanso era más breve que la actividad, siempre había más de una cuadrilla ocupando al mismo tiempo un mismo lugar. A pesar de esta superposición, era muy raro que las funciones se duplicaran. Los días y las noches se sucedían como una sola jornada, al igual que las estaciones; el tiempo se transformó en una convención fungible.
El espectáculo de esta masa humana en acción rivalizaba en grandeza con la fastuosidad de la Torre. Tan sólo alimentar diariamente a semejante multitud planteaba un desafío logístico tan soberbio como la planificación y ejecución de la obra. El mérito de los organizadores no fue así menor que el de nuestros arquitectos; no por nada hemos sido los inventores de la escritura, nacida del celo contable de los administradores del Imperio. Cada fanega de trigo, cada vasija de agua, cada res y cada cordero carneados para las vituallas, fueron pormenorizadamente computados en tablillas de arcilla durante cada uno de los días insumidos por la construcción. La feraz llanura nunca faltó a las necesidades del plantel, y las conquistas de nuestros ejércitos aseguraron el flujo continuo de otros recursos indispensables.
El extranjero ignorante de nuestras costumbres y creencias pensará que la Torre ha sido el capricho de un déspota, impuesto sobre su pueblo contra la voluntad de la mayoría. Nada más ajeno a la verdad. La construcción ha sido una gran empresa nacional, más grande aún que las campañas militares, porque su propósito es sagrado. Durante tres generaciones, toda la vida de nuestro pueblo ha girado en torno de ella: la Torre ha sido el gran objetivo común, el Norte de todos los esfuerzos, la unánime aspiración por la trascendencia. Al secarse, el barro ha dado forma a una Idea: la comunión de los hombres con el Supremo Ser. Esta montaña de adobe es sólo la sombra de esa Idea, el recordatorio visible del poder divino y de la semilla de divinidad que duerme en nuestros corazones, un puente telescópico entre la Tierra y el Cielo. Ahora es justo que las manos descansen y que los ojos se eleven en contemplación, regalados por el fruto del trabajo, bajo la gracia protectora de los dioses.
Hablo con reverencia y orgullo. Orgullo, sí, de pertenecer a este pueblo. Ha sido precisamente el empeño colectivo de la construcción, extendido a lo largo de las generaciones, lo que convirtió a un amorfo conglomerado de pastores nómadas en una verdadera nación, una nación sin rival entre todas las naciones del Orbe. Ha sido nuestra piedad, el temor infinito por nuestros dioses, lo que nos infundió la fuerza necesaria para completar nuestra misión. Marduk es testigo: éste ha sido nuestro sacrificio. Marduk es grande, Nabucodonosor su mayor siervo.
Con satisfacción y diligencia, nuestro pueblo brindó desde un primer momento su incondicional concurso. Cada provincia, cada ciudad, cada barrio, envió una representación a la magna obra; no haberlo hecho hubiese sido motivo de escarnio. Contra lo que sostienen los herejes, jamás fue necesario implementar coercitivamente el edicto que anunciaba la construcción y ordenaba el reclutamiento de trabajadores: antes de que el emisario del Emperador terminara de leer la proclama en la plaza mayor de una localidad, la población entera se había aglomerado en torno suyo, exigiendo ser convocada. Las madres enviaban a sus hijos aún púberes, las solteras acudían con su hato de enseres y ropas imprescindibles, los jóvenes y los ancianos se empujaban entre sí para ocupar el primer lugar en la fila. El emisario elegía a los más fuertes y sanos y el resto retornaba a sus casas bajo una nube de pesadumbre. Los que partieron no volvieron jamás, pero su recuerdo alimentó el folklore aldeano; sus nombres eran memorizados por los niños junto con las primeras letras, y cada primavera los templos locales encendían holocaustos en su honor. Naturalmente, entre los obreros hubo también varios miles de esclavos, traídos de las cuatro esquinas del mundo por nuestras armas victoriosas; algunos de ellos echaron a correr las infamias de las que nos ocuparemos en un momento. Baste por ahora afirmar lo siguiente: ni aún sometiendo a toda la población de todos los reinos vencidos a la esclavitud, hubiera podido asegurarse el número de brazos necesarios para completar la Torre. La construcción, ante todo, fue un triunfo de la voluntad, la voluntad de servicio de nuestro pueblo.
Arribados al obraje, los trabajadores acamparon primero en improvisadas tiendas; esa precariedad fue rápidamente substituida por habitaciones permanentes, levantadas con el mismo material empleado para la Torre, aunque sin el revestimiento cromático que ha hecho de ésta un faro ostensible en cientos de kilómetros a la redonda. Dicho asentamiento fue el origen de la ciudad gemela de nuestra capital, que con razón ha sido llamada la Perla de la Llanura.
La mayoría de los trabajadores nació, creció y murió sin haber abandonado nunca la construcción; los cadáveres eran descuartizados y apisonados contra el barro con el que se fabricarían los ladrillos. Para cualquiera de nuestros ciudadanos, éste era el mayor honor imaginable: no sólo sus manos, sino su sangre y sus huesos serían ahora parte de la Torre.
Los esclavos, en cambio, resentían este destino. Acuciados por su fortuna, pergeñaron las mentiras que ingenuamente han sido divulgadas por las comerciantes forasteros: que un ladrillo era más valioso que una vida humana, que las parturientas eran obligadas a trabajar hasta que reventaban sus bolsas, que los débiles y los enfermos eran sacrificados con la complicidad de la noche para que a la mañana siguiente su ausencia sirviera de acicate a los timoratos y dubitativos. La malicia del Yahvista ha ido aún más allá, sosteniendo que su dios trastornó las lenguas de la multitud para que la orden del capataz no fuera entendida por los obreros y para que los obreros no se entendieran entre sí. De haber sido cierto, la Obra nunca se habría terminado. Hoy, finalmente, las argucias del usurpador han quedado en evidencia, y la envidia de su ídolo hablador ha sido humillada por la omnipotencia de Marduk, Señor del Universo, en cuyo nombre y por cuya gloria esta Torre ha sido erigida.
Claudio Iván Remeseira. Escritor y periodista argentino. Editor de la antología Hispanic New York: A Sourcebook (Columbia University Press, 2010), ganadora del International Latino Book Award 2011 a la mejor obra de referencia en inglés. Este relato forma parte de una colección de relatos breves de próxima aparición.