Hay una mujer en alguna parte de este día de verano, el más caluroso del año en Altonia Beach, que abre una puerta, se asoma y desaparece sin ser nombrada, como en un cuadro. Aunque en realidad para la historia poco importa su nombre. Por supuesto debe tener uno cualquiera; tú, por ejemplo, te llamas Madame Michaux, y lo digo en voz alta para que levantes la cabeza y me mires con ojos sorprendidos y te asomes comprensiva por encima de mi hombro cada vez que escribo una tarjeta postal a semejanza de ese Esch de la novela de Broch.
Los hombres nos hemos pasado la vida con un afán desesperado de nombrar las cosas, de llamarlas por un nombre y poseerlas (marcarlas como a los caballos y los toros, dijo el poeta desde el atril en donde escribía sus poemas, aunque esta vez se tratara de un ensayo). Y colocarles números y apodos como ciertas sinfonías.
Este es “El tabuco”: cuatro paredes pintadas de blanco y un balconcito que da sobre un canal sucio paralelo a Collins Avenue. Esta es “La nave de los locos”: una pila de libros y revistas The New Yorker. Esta es “La Cicciolina”, mi computadora. Este es mi equipo de sonido: “Bessie”. Esta es “Nastassja Kinski”, mi sofá cama. Esta es ella: “Miss Blues”, que en el retrato tiene enredada una libélula en el cabello. Convención de convenciones, todo es convención.
Y esta es una vieja tarjeta para llamar a mi país, que caducó sin uso y sin esa voz que tras pedir disculpa tal vez hubiera dicho: “El destino está ocupado”.
Y esta eres tú: Madame Michaux (que de los tuyos los hay: Teodoro W. Adorno, Mishima o Fellini; Beppo, Franelle, Labyronette o Nagara; Tom, Garfield o Fritz; con botas, que juegan al ajedrez como el parlanchín Popota o que son pura sonrisa como Cheshire); tú, que me escuchas atenta lo que te cuento y que no tienes país a donde llamar ni a quién extrañar.
A lo que me refiero es a una imagen cargada de vaguedad que se ha quedado prendida con esa sensación de cuando algo va a suceder y no sucede todavía, pero de la que se tiene la absoluta certeza de que en un momento cualquiera ha de suceder —quizás cuando me agache a buscar el otro calcetín bajo el sofá cama y traquee mi columna o mientras coloco un almohadón en donde te puedas dormir, Madame Michaux.
La he visto en alguna parte. Quizás en un cuadro. La mirada entra por una ventana, recorre un pasillo y descubre al fondo que hay una mujer que abre la puerta 104F, se asoma por un segundo y desaparece, sin mirarme.
Y vuelve a aparecer mientras fumo y no necesito echar la ceniza en la artesanía maya y tomo whisky contra el tedio y camino en piyama por todo el apartamento con pasos afelpados como los tuyos, Madame Michaux, sin atreverme a escribir nada más que postales que se quedan sobre la mesa porque de repente, en medio de tanto olvido, recuerdo que ni siquiera tengo amigos, que el último se asiló en… ya no me acuerdo y aquella Lulú que dejé atrás, que era una mujer digna, con la que nunca me revolqué, debe haberse casado con un buen hombre y mudado quién sabe a dónde… ¡Porras!
El hueco que deja la figura de mi ensueño es un universo que nace, se contrae y renace; instante y volutas de humo que no van al cielorraso ni a ninguna parte; ulular de alguna sirena que cruza la calle a esta hora, que llega hasta aquí y luego se va alejando. Todo se aleja. Se aleja. Se aleja.
Y tú, Madame Michaux, quizás debes de estar preguntándote (si pudieras) que si alcancé a verla de cuerpo entero, que cómo tenía la cara, que de qué color estaba vestida y cómo llevaba los cabellos, ¿sonrió, fue esa una sonrisa? ¿Se le parecía o te pareció que se le parecía? Esas cosas que siempre se preguntan…
Porque sólo alcanzado el silencio de la madrugada, ella vuelve a tener sentido, abre la puerta, se asoma y cierra la misma puerta al largo pasillo, y lo repite tantas veces en el humo, que pasa a ser maravillosa y absurda y necesaria.
Es ella quien ahora me llama desde algún otro lado y espera. Me espera. ¿Me estará esperando? Siento la proximidad del fuego entre los dedos y el vaso con whisky y el lápiz que esperan la orden. Ven, ven. Voy, voy.
Lo vuelvo a contar como si la viera con los ojos cerrados que es mi manera de contar esta historia. Y las palabras son nuevas, recién inventadas, para que no te aburran, Madame Michaux. Pero ya no oyes, te has ido quedando dormidita con dulce felicidad, mi vieja Madame Michaux.
Eso es todo y nada, una imagen, Madame Michaux, una imagen. Una imagen. Sin su “porción extra de prosa” y con “su porción extra de olvido”, Madame Michaux que me acompañas desde tu lejanía en las largas noches de mi soledad altoniense; Madame Michaux que ya no me miras siamesa con tu antifaz de fiesta imposible y ojos azules un poco estrábicos. Madame Michaux… Madame Michaux… Madame.
¡Basta!, digo de pronto como si mi sombra fuera la de otro, ¡basta ya!, y la dejo en su cuadro de mujer que abre una puerta, se asoma y desaparece en su tiempo inmóvil. Y aunque no sea la misma, tampoco será otra diferente; mujer a la que uno le aplaza una historia.
Al dejar de hablar de un fantasma, me libero de otro que como el Tío Sam me apuntaba con su dedo en un afiche y me dice: “Te quiero a ti… te querré toda la vida”.
Y viene la distracción, la cabeza que vaga, el no-me-acuerdo, el “que cada uno imagine sus infelicidades” y la risa Louis Armstrong en consecuencia…
No quiero despertar a Madame Michaux, pero todo me da risa. Primero en rachas, después hasta las lágrimas. Es una risa incontenible. Es una risa incontrolable.
Me río cuando le hablo al retrato.
Digo: ¿sabes por qué me enamoré de ti, Miss Blues? No por tu facilidad para llorar; no por tu manera de saludar colgándote del cuello y dando besos a granel y al detal; no por tu corazón de samaritana capaz de dejarme para salvar el corazón de otro y decirme que me querrás siempre, pero que no puedo entenderlo, porque soy hombre; no por tus piernas largas de bailarina; no porque te gustan Flannery O’Connor y Kevin Spacey; no por tu forma de chasquear la lengua; no porque digas que la banda sonora de tu alma es Long Long Summer interpretada por Dixie Gillespie; ni siquiera por tu buena ortografía… No y no. Y más risas. Me enamoré de ti por tu manera de abrir una puerta, asomarte y luego desaparecer como en un cuadro, tal vez de Hopper, y sin embargo, mantener siempre viva la esperanza de que vas otra vez a aparecer.
En fin, ¿por qué reí esta noche? Aunque era la noche más calurosa del año en Altonia Beach, había amenaza de huracán y no tenía empleo, yo me sentía un buen tipo que, simplemente, había superado su dosis diaria de humo, licor, libertinaje solitario y soledad y que, de repente, en vez de tundirme, golpearme la cabeza contra el muro de mis lamentaciones o tratar de morderme un codo tratando de hacerme el héroe, descubría la risa. La risa. La risa. ¿Qué más podía hacer?
© All rights reserved Jaime Cabrera González
Jaime Cabrera González es un escritor y periodista nacido en Barranquilla (Colombia). Radicado en Miami Beach desde hace 25 años. Autor de Miss Blues 104º F, Textos sueltos bajo palabra y Como si nada pasara. Sus textos aparecen en las antologías de ficción: 20 narradores colombianos en USA, Cuentos sin cuenta, Antología del cuento caribeño, Cuentos cortos del Diario El Tiempo, Cita de seis-Letras en la Diáspora y Veinticinco cuentos barranquilleros, entre otras. Y en las de no ficción: Miami [Un]plugged, Gabito nuestro de cada día y Cronistas del Caribe colombiano. Así como en páginas electrónicas, revistas y suplementos literarios. Ganador de concursos de cuento en Colombia y otros países. Finalista del “Letras de Oro” de la Universidad de Miami. Desde hace tres años dirige el Taller de Escritura Creativa de la Miami Beach Regional Library.