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Julio 2013

CINE Y LITERATURA: UNA RELACIÓN TORMENTOSA QUE LLEVA UN SIGLO. Luis Benítez

Imágenes y palabras en vida conyugal

A lo largo del siglo pasado, el cine y la literatura entablaron una estrecha relación que comenzó con un idilio signado por la conveniencia mutua entre un  recién nacido y una señora experimentada y ya muy mayor. Formalizaron su relación cuando el joven se convirtió en parte de una industria muy poderosa y, a lo largo de este prolongado matrimonio, no faltaron las desavenencias, las rupturas y hasta las amenazas de separación, con mutuos y reiterados pedidos de divorcio. Sin embargo, siguieron celebrando juntos sucesivos aniversarios y cuando ya hace mucho que pasaron las bodas de diamantes (¿falsos… o verdaderos?) continúan buscándose en la cama. El 70% de las películas que llegan a ser nominadas para los premios Oscar –si la estadística que citamos  sirve de algo…- están inspiradas en obras literarias. Los estudios tienen “cazadores de cabezas” diseminados por los work-shops universitarios atentos a la seducción de algún talento en ciernes y las editoriales envían sus lanzamientos de narrativa a Hollywood con amorosa puntualidad. Igual que marido y mujer, cine y literatura se preguntan: ¿Cómo llegamos a esto?

El idilio

“Ya verán como este pequeño y ruidoso artefacto provisto de un manubrio revolucionará nuestra vida: la vida de los escritores. Es un ataque directo a los viejos métodos del arte literario. Tendremos que adaptarnos a lo sombrío de la pantalla y a la frialdad de la máquina. Serán necesarias nuevas formas de escribir. He pensado en ello e intuyo lo que va a suceder.”

León Tolstoi

En los antecedentes de la cinematografía, así como en sus primeros pasos como un arte nuevo, el fin que encontramos es el de la diversión. Del mismo modo, en el siglo XIX, que es el de la novela, el consumo masivo de este género literario tenía el mismo signo. En aquella época, quien dejaba de lado por un momento la lectura de David Copperfield, de Charles Dickens, o de Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino, de Jules Verne, podía muy bien entretenerse con algunos de los artilugios que conforman, por así decirlo, la Edad de Piedra del cine. El zoótropo, una serie de dibujos impresos en bandas de papel alojadas en el interior de un tambor giratorio; el praxinoscopio, otro tambor giratorio con un anillo de espejos central y las figuritas en su pared interior; el cronofotógrafo portátil, una suerte de fusil fotográfico que hacía circular una banda de papel aceitado con doce imágenes en una placa giratoria que completaba en un segundo su revolución, eran algunas de estas maquinitas, basadas todas en un único principio, el de la persistencia de la visión de los objetos en movimiento, un atributo (¿o un defecto?) de la visión humana. Este hace que nuestros ojos retengan las imágenes durante una fracción de segundo después de que dejamos de tenerlas delante y, entonces, al observar las figuritas en movimiento, nos brinda la ilusión de que “cobran vida”, por así decirlo. Dieciséis imágenes en movimiento, pasadas sucesivamente en un solo segundo, son unidas por nuestra visión en una sola que se mueve.

Estos ingenuos entretenimientos de una clase media que era también asidua lectora, fueron el origen del cine en una época en la que el avance científico y tecnológico se encontraba en plena expansión. Al promediar el siglo, aquellos dibujos fueron sustituidos por un nuevo descubrimiento: la fotografía. Diez años antes del siglo XX, el norteamericano Thomas Alva Edison patentó un invento llamado kinetoscopio, para muchos considerado como la primera cámara de cine. Consistía en un dispositivo que permitía apreciar las imágenes contenidas en 15 metros de película, a través de una pantalla de aumento. Seguía siendo una diversión de salón, pero los primeros pasos hacia una gran industria del siglo venidero estaban dados.

El 28 de diciembre de 1895 será considerado siempre una fecha memorable, pues fue ese día cuando los hermanos Auguste y Louis Lumière presentaron públicamente el cinematógrafo, que era al mismo tiempo cámara y proyector. La innovación permitió a los franceses Lumière realizar un buen número de cortometrajes –cuyo tema era un tren que parecía venirse encima de los espectadores; la salida de los obreros de una fábrica, “documentales” sin guión- de inmediato éxito como entretenida novedad, esta sí, pública. El espacio de la lectura individual había sido roto y un nuevo ámbito para la interrupción de la rutina cotidiana había sido creado por el cine en pañales: la sala de exhibición, aunque el sentido seguía siendo el mismo que animaba a leer novelas o hacer girar la manivela de los aparatitos que hemos señalado antes: entretener, divertir, distraer.

Pero las películas comenzaron a distribuirse a escala mundial y ya se perfilaban los alcances del nuevo negocio, al tiempo que los avances tecnológicos aplicados al comercio de imágenes obligaban a buscar qué decir a través de ellas.

La cantera natural y disponible para brindarle un esqueleto narrativo al novato arte del cine fue, desde luego, la literatura. La posibilidad de ver en movimiento las imágenes que habían imaginado al leer los libros, reforzaban las expectativas de los curiosos. Así, el francés Georges Méliès le dio su impulso fundamental a la ficción cinematográfica, rodando en 1899 L´Affaire Dreyfus, sobre la base argumental de la novela homónima de Emile Zola y posteriormente, en 1902, Viaje a la Luna, sobre la obra de Jules Verne.

¿Cuál había sido la reacción de los autores, frente al fenómeno? Sin duda, dispar. Las palabras de León Tolstoi que citamos, traslucen que para el gran escritor ruso y para otros que opinaban como él, el cine aparecía como una amenaza, una innovación que distraería (el sentido es doble) al público que antes monopolizaba la novela. Pero, como también trasluce la frase, el cambio estaba hecho y obligadamente habría que adaptarse. Pero otros, sin embargo, tenían una opinión muy diferente.

El compromiso y el matrimonio “a la fuerza”

“Contentémonos con indicar que esa fiebre imaginífera en que arden los poetas jóvenes, ese afán suyo de invención, de transposición, de superar la realidad circundante del mundo conocido para crear otro orbe más fragante y matinal, sólo hallará su pleno desfogue en el ámbito del cine.”

Guillermo de Torre (escritor español, generación del 27)

A diferencia del receloso Tolstoi, otros autores comenzaron a ver en el cine una posibilidad nueva de llegar masivamente a un crecido número de espectadores. La posibilidad de que obras literarias, con el auxilio de la imagen, lograran interesar a un público no compuesto sólo por miembros de la clase media y alta, haría desvanecer el desprecio inicial y muy extendido respecto de una actividad que se veía en un comienzo como más bien ligada a lo circense. Cuando masivamente las clases sociales se mezclaron en las salas de cine, se produjo un fenómeno sociológico de importancia. La sala de cine borraba los límites sociales y económicos imperantes en las divisiones de la sala teatral, con su segmentación en pisos, plateas y onerosos y muy exclusivos palcos. El cine “democratizó” la recepción del espectáculo público: recordemos que a sus salas se las llamaba nickelodeons, pues por una moneda (a nickel, en inglés) se tenía acceso a ellas. Decía Jack London, un conocido fanático de las películas de Charles Chaplin: “Las mentes más grandes han transmitido sus mensajes por medio de libros o de obras teatrales. El cine lo amplía en la pantalla, que todos pueden leer, comprender y disfrutar. Los placeres del teatro ya no están reservados sólo a los ricos. Por unas cuantas monedas, el pobre asiste, con su familia, a la representación de las mejores obras y su más selecta puesta en escena”.

Cuando se comprendió que el futuro era el botín de la nueva industria, para muchos autores se hizo evidente que, si deseaban sobrevivir como especie, debían adaptarse al nuevo estado de las cosas.  Paralelamente, los realizadores de películas de una sola bobina comprendieron que, si deseaban hacer el negocio perdurable, bien podían apelar como segundo incentivo para favorecer el interés en sus productos al prestigio y la difusión que ya tenían las ficciones escritas. Naturalmente, los primeros blancos del séptimo arte en los anaqueles de la biblioteca fueron  los folletines, el tipo de literatura popular que nutrió las pantallas con repetidas versiones de Rocambole, Los Tres Mosqueteros, El Misterio del Cuarto Amarillo, Tarzán, los sucesivos Dráculas (el personaje literario más presente en el séptimo arte) para pasar ya con otra pretensión a obras de Emile Zola, Honoré de Balzac y Víctor Hugo, dado que de allí a poner en imágenes las notorias grandes obras de la literatura universal, había un solo paso. La comunidad de intereses entre productores y autores haría el resto, mientras directores de la talla del norteamericano David W. Griffith adaptaban a la pantalla de los nickelodeons las obras de Edgar Allan Poe, Charles Dickens, Guy de Maupassant y William Shakespeare. Borrada con la presencia de estos nombres la plebeya condición del séptimo arte, desde la otra barricada no tardaron en llegar las bendiciones. Los surrealistas –avangarde de la avangarde en 1924- proclamaron a los cuatro vientos que el cine era el arte “surrealista por definición”, fascinados por las posibilidades que sus técnicas de montaje permitían. Autores de un peso específico para la literatura del siglo XX como Jean Cocteau y Antonin Artaud escribirían no ya obras que luego se adaptarían al cine, sino directamente guiones de cine. En la porción del mundo de habla hispana tampoco se quedarían atrás. El español Ramón Gómez de la Serna consagró las entusiasmadas páginas de su obra Cinelandia, de 1923, al arte cinematográfico y además formó parte del Cine Club Español, fundado por Ernesto Giménez Caballero; posteriormente nada menos que Federico García Lorca escribiría el guión de Le Chien Andalou (El Perro Andaluz), con escenografía de Salvador Dalí y dirección de Luis Buñuel. “Hay en el cine elementos descriptivos que la literatura sólo da de manera muy indirecta y equívoca y que la ejecución visual del cine comunica a la perfección”, subrayaba en su momento Alfonso Reyes, mientras que Thomas Mann explicitaba: “El cine posee una técnica de reminiscencia, de sugestión psicológica, un dominio del detalle en personas y cosas, de los que el novelista, y en menor medida el dramaturgo, podrían aprender mucho.”

Primeras peleítas

“Cuando apareció el cine sonoro toda la sandez del fondo del alma subió a flote y nos descubrió el verdadero gusto íntimo de los directores.”

Alfonso Reyes

El cine, hijo dilecto del desarrollo científico y la tecnología, crecía al impulso de sus padres, que le agregarían nuevos obsequios a su dote inicial. Renovadas posibilidades técnicas, mejores equipos, innovaciones de todo orden. Entre estas últimas, el hito que marcó un cambio fundamental y veremos que no sólo en la historia del cine sino también en su hasta entonces más o menos apacible relación con la literatura, fue el ingreso del sonido como nueva conquista expresiva. El cine silente se había reducido a imágenes, que para los hombres de letras se limitaban a “representar”, más o menos cabalmente, lo escrito por el autor. Las imágenes no alteraban lo narrado, simplemente le daban volumen y movimiento, se comportaban educadamente con el texto. La actriz Theda Bara podía ser en la pantalla Helena de Troya, Madame Du Barry, Margarita Gautier, Safo, Cleopatra o Salomé,  sin que nadie chistara desde el bando de los literatos, simplemente porque no emitía una sola palabra: era un cuerpo silencioso que atravesaba los fotogramas, una suerte de marioneta, un títere animado por la técnica para expresar por un medio nuevo las viejas verdades y conflictos universales que todavía, en el primer tercio del siglo XX, eran patrimonio exclusivo de la literatura. Un zombie obediente y respetuoso que se limitaba a prestarle el cuerpo a lo escrito; para el hombre de letras, el cine silente era un fenómeno de posesión literaria de esas imágenes en movimiento.

Pero cuando el zombie se lanza a hablar, lo que hace el cine es francamente “invadir” el territorio literario a través de la apropiación de su instrumento mismo, la palabra. Aunque se trate de palabras dichas, fonetizadas, la violación del privilegio de utilizarlas y lo que es peor, la imposición de adecuarlas exclusivamente a las necesidades del cine, con códigos y tiempos que no son los de la literatura, no podía sino acarrear problemas para la coexistencia más o menos pacífica entre ambas artes. Uno de los bandos, fatalmente, debía terminar por someterse al otro y como quedó claro, fue el dueño de casa el que hizo valer sus derechos.

 

Los tan temidos cuernos

 “La historia de la adaptación de la literatura al cine es un elocuente muestrario de fidelidades estériles y de infidelidades –y aun traiciones– fecundas.”

Pére Gimferrer

Mientras esta nueva vuelta de tuerca se iba retorciendo en la relación cine-literatura, se asentaba en la realidad una actividad  alternativa para los escritores: la posibilidad de perder la condición de demiurgo –al menos para sí mismo- de la narración cinematográfica y convertirse en un empleado más de la industria del cine sonoro.

Con el advenimiento del sonido, se precisó urgentemente que fueran escritores quienes crearan los guiones de cine de dos columnas, una para las indicaciones de imagen y otra para los diálogos. Hoy la carrera de guionista cinematográfico es una profesión independiente, pero en la época que estamos evocando, la de los primeros pasos del revolucionario cine sonoro, los destinatarios naturales del nuevo empleo eran los escritores. De hecho, lo siguieron siendo hasta mucho después, con ejemplos notorios como William Faulkner, Bertold Brecht, John Dos Passos James M. Cain, Scott Fitzgerald, Maxwell Anderson,  Lilian Hellman o Raymond Chandler, entre otros.

Paralelamente, se daba en la cultura occidental un fenómeno del que ya daba cuenta antes de 1936 el pensador Walter Benjamin: la desacralización de la obra de arte, la “pérdida de aura” de las creaciones artísticas, y entre ellas, la creación literaria. Una transfiguración que fatalmente arrastraría con ella el estatus del escritor y facilitaría su asimilación a la industria cinematográfica como empleado de ésta, remunerado como tal y sometido entonces a horarios laborales, plazos de entrega preestablecidos y ubicado, en la jerarquización del organigrama característica de toda empresa,  no precisamente entre los rangos superiores, los que deciden qué formato y características precisas tendrá el producto final.

Es que la tarea del guionista no consiste en imponerle a la versión cinematográfica de un texto literario una extrema fidelidad a los tiempos, modos y recursos de éste, sino lograr que el basamento literario del film se exprese según los cánones de la pantalla, según la lectura que la pantalla hace del texto. La trasposición del texto al guión cinematográfico no es, tampoco, una versión distorsionada o desfigurada del original literario. Lo que permanecerá del texto literario en la pantalla no será un residuo, sino la interpretación que el director, el guionista, los actores y la ingente cantidad de especialistas técnicos implicados en el asunto hicieron de él. El hecho de que sea esa trasposición una versión del texto literario implica que pueden darse del mismo texto muchas, sucesivas versiones, cuya calidad depende del talento de los transpositores, pero que técnicamente son todas válidas para los cánones cinematográficos. Un ejemplo claro es el de Drácula, de Bram Stoker, que ya dijimos antes, es el personaje literario más presente en el cine. Desde el silente al sonoro, el enigmático conde transilvano ha sido abordado infinidad de veces y en cada una, la lectura hecha por el cine ha sido diferente. Desde el Nosferatu de Friedrick Morneau, al Drácula de Francis Ford Coppola, el texto de Stoker ha recibido si no todas, la mayoría de las posibilidades de tratamiento de que puede disponer el cine para ocuparse de una trama literaria. Drácula ha sido, sucesivamente, sanguinario, satánico, atormentado, seductor; inclusive, en películas de otra categoría, su terrible condición de vampiro bebedor de sangre humana ha dado pie al humorismo. La necesaria libertad de la que debe disponer la pantalla para abordar un texto literario implica que pueda disponer a sus anchas del texto base, inclusive, para convertir en coprotagonistas de la historia a personajes que originariamente son sólo secundarios o figuran como meras apoyaturas del principal o que directamente no existen en la obra literaria original, sino que son creados por el guionista e insertados en la trama de la película. En la historia de Drácula en el cine, eso ha sucedido cabalmente con su archienemigo, el doctor Van Helsing e incluso con una de las víctimas de Drácula, Jonathan Harker, que han ganado en importancia “robándole cámara” al aristocrático vampiro, sólo porque el enfoque del director y sus guionistas deseó explotar esa posibilidad. Más chances para lo mismo: condensar distintas obras literarias de un mismo autor en una sola película, bajo un solo título. The Snows of Kilimanjaro, filmada en 1952 con dirección de Henry King y producción de Darryl F. Zanuck, poco conserva del breve relato de Ernest Hemingway, Las Nieves del Kilimanjaro. Es que el guionista, Casey Robinson, tuvo que apelar a otras obras del mismo autor para darle peso cinematográfico al proyecto. Un trabajo que incluyó situaciones y personajes creados por Hemingway para sus obras Fiesta; Por Quien Doblan las Campanas; Adiós a las Armas y La Corta Vida Feliz de Francis Macomber. El pastiche así obtenido, que contó con las actuaciones de Gregory Peck y Ava Gardner, llevó a King a exclamar que cuando leyó el guión no supo dónde terminaba Hemingway y dónde empezaba Robinson (lo que puede interpretarse como un elogio de un hombre de cine a otro). La reacción de Hemingway, famoso también por su mal genio, fue muy distinta. Dijo que él le había vendido a la Fox un relato, no sus obras completas, y que bien podían llamar a la película Las Nieves de Zanuck, en alusión directa al productor.

Esta libertad de acción proclamada y efectivizada siempre, en la historia del cine, tiene muchos ejemplos y uno reciente es la versión para la pantalla de plata de Alatriste, el personaje creado por otro escritor de fuerte carácter, el español Arturo Pérez-Reverte. El film, protagonizado por Viggo Mortensen, condensa cinco novelas de Pérez-Reverte en 120 minutos de pantalla, como si su director, Agustín Díaz Yanis, hubiese deseado filmar las obras completas del irascible autor, incluyendo la mayoría de sus personajes y las situaciones que atraviesan. De esta forma, el flemático capitán Alatriste recorre a capa y espada la mitad del imperio español, se enamora, mata a uno, filosofa con Francisco de Quevedo, rescata a su apadrinado de una condena a galeras, es traicionado por su casquivana amante nada menos que con el rey de España, mata a dos más, casi es muerto por un espadachín italiano, le perdona la vida a un misterioso extranjero, se entrevista con el Duque de Alba, asiste a una aristócrata en apuros, es acechado por la Inquisición y finalmente muere de cara al sol, enfrentando al ejército francés a la vanguardia de los veteranos de un tercio español de los que no se rinden, al menos, si así lo quiere el cine.

Broncas mayores, affaires menores

“Ni el cine ni la literatura necesitan hoy el uno del otro para existir: el cine ha creado su propia dramaturgia y ha generado una manera particular de estructurar ‘literariamente’ los acontecimientos narrativos que luego pasarán ante el ojo de la cámara: el guión.”

Luis Rogelio Nogueras (escritor y guionista cubano)

Es comprobable que la frase anterior lleve razón, en lo que hace a unos aspectos que antes hemos delineado. Pero debemos apreciar también que cine y literatura tienen todavía motivos de peso para no soltarse las manos ni devolverse los anillos. El cine es una industria que mueve millones de dólares y que, nos guste o no, seguirá moviéndolos, sea a través de la pantalla grande o en formatos y versiones nuevas de lo mismo. Videos, DVDs y probablemente cuanto venga después de ellos, son y serán otras formas que tenga el cine de llegar hasta nuestros hogares, así Lo Que el Viento se Llevó brille en la minipantalla de nuestro celular o Clark Gable besuquee a Vivian Leigh en nuestro transformado reloj pulsera.

Mientras esto suceda, el uno dependerá en gran medida de la otra y viceversa. A un siglo de su interesada unión matrimonial, la mayoría de las películas que la Academia de Hollywood nomina para la estatuita dorada tienen por base obras literarias y es bien sabido que mientras las oficinas de marketing de los estudios preparan la campaña de propaganda de una película, las de la editorial que tiene los derechos de la obra en cuestión arma la suya, pues el éxito del film reforzará la oportunidad de alcanzar el título de best-seller para aquélla. Los estudios poseen toda una logística para acaparar primero que la competencia a los autores pasibles de ser llevados al cine, lo que incluye una amplia red de espionaje operando en los work-shops universitarios, informantes en las editoriales, asesores literarios propios. Cazadores de cabezas, como se los llama popularmente, entrenados para detectar talentos que tengan algo que venderle a la industria. Las editoriales, por su parte, destinan invariablemente ejemplares de cada edición de narrativa a la puerta de los estudios, con ansias de una puntual seducción de directores y productores.

Parafraseando a Jorge Luis Borges (de cuyas obras también se hicieron películas, con suerte dispar) diremos que al cine y la literatura, si no los une el amor, tampoco el espanto. Pueden ser los buenos negocios y será por eso que se quieren tanto.

Luis BenítezLuis Benítez nació en Buenos Aires el 10 de noviembre de 1956. Es miembro de la Academia Iberoamericana de Poesía, Capítulo de New York, (EE.UU.) con sede en la Columbia University, de la World Poetry Society (EE.UU.); de World Poets (Grecia) y del Advisory Board de Poetry Press (La India). Ha recibido numerosos reconocimientos tanto locales como internacionales, entre ellos, el Primer Premio Internacional de Poesía La Porte des Poètes (París, 1991); el Segundo Premio Bienal de la Poesía Argentina (Buenos Aires, 1992); Primer Premio Joven Literatura (Poesía) de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat (Buenos Aires, 1996); Primer Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); Primo Premio Tuscolorum Di Poesia (Sicilia, Italia, 1996); Primer Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003); Accesit 10éme. Concours International de Poésie (París, 2003) y el Premio Internacional para Obra Publicada “Macedonio Palomino” (México, 2008). Ha recibido el título de Compagnon de la Poèsie de la Association La Porte des Poètes, con sede en la Université de La Sorbonne, París, Francia. Miembro de la Sociedad de Escritoras y Escritores de la República Argentina. Sus 36 libros de poesía, ensayo, narrativa y teatro fueron publicados en Argentina, Chile, España, EE.UU., Italia, México, Suecia, Venezuela y Uruguay.

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