«El mundo entero ha cambiado. Las costras de la realidad se han desprendido, y debajo, aunque procuro no mirarlas, hay visiones que me hacen temblar».
James Salter, “Juego y distracción”.
Escritora
Los escritores son personas extrañas. Se fijan en cosas que nadie ve, pero se les pasan las más obvias. Tal vez nadie nunca debería enamorarse de alguien que escriba. En todo caso, no sé si mi amor por ella era un secreto. No lo creo. Asistía a un taller de literatura que ella dictaba, así la conocí. Ella había publicado un par de libros en una editorial independiente. Tenía mala fama. Decían que era vulgar, misántropa, hasta satánica, porque sus historias estaban llenas de sangre, de muerte, de rock pesado, sexo, violencia, sacrificios… Ninguna mujer que yo conociera escribía nada remotamente parecido. Pero a lo mejor me hacía falta conocer a más mujeres. Al taller asistían diez desadaptados. Gente que nadie nunca invitaría a su casa. Eran sombras, bosquejos de gente. La cara de ella era taciturna y dejaba ver largas noches de insomnio. Una belleza paradójica. Me excitaba mucho al leer sus cuentos. Así empecé a amarla. Los hombres somos así de brutos, eso se sabe.
Tomamos café un par de veces después del taller y trataba de hablarle cuando la veía por fuera, las contadas ocasiones en que eso sucedió, pero no sé si se percató de mis sentimientos. La verdad es que me intimidaba. Sentía, aunque no estoy seguro de que fuera algo real, que un peligro la rodeaba. Parecía una cosa instintiva, como cuando uno presiente una desgracia. Un día decidí seguirla después del taller. Necesitaba saber dónde vivía y así estar al tanto de sus movimientos y rutinas y, de alguna manera, entrar en su vida. Un sábado por la noche la seguí cuando salió de su apartamento. Fue hasta un centro comercial, sacó dinero de un cajero automático y después tomó un taxi. Llegó a una casa grande, una mansión en la parte oeste de la ciudad. Desde una cuadra y media de distancia la vi ingresar. Estuve ahí afuera, cambiando de lugar cada cierto tiempo para no levantar sospechas, así hasta las seis de la mañana. Volví a esa casa un par de veces, pero no la vi a ella ni pude descubrir mayor cosa. Había algo en el aspecto de la casa que no me gustaba. Me sentía observado, pero a la vez era como si la casa fuera un cascarón, como si por dentro hubiera un vacío inmenso que me miraba. ¿Podía el vacío tener ojos, ser voraz y desear a alguien? ¿Ese vacío me había estado esperando? Es una pregunta que me hago todos los días, casi siempre a la misma hora, casi siempre en el mismo lugar.
© All rights reserved Pablo Concha
Pablo Concha es escritor. Trabaja como colaborador literario en la revista Libros & Letras de Colombia y reside en la ciudad de Cali. Es autor del libro La piel de las pesadillas. morgan.pablo17@gmail.com
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