El 1915, el poeta Ezra Pound produjo un cuaderno titulado Cathay, que consistía en quince poemas, de los cuales catorce eran de origen chino y uno anglosajón. Pound, partiendo de los estudios del historiador Ernest Fellonosa, y con la ayuda de los profesores Kainan Mori y Nagao Ariga, tradujo la poesía de Chu’ yuan, Mei Sheng, Wang Wi y Li Po para articular un libro cuya novedad no solo consistía en presentar ante el canon occidental una tradición literaria milenaria, sino que la reformulaba.
En efecto, Pound había escapado los desaciertos de la traducción literal al reapropiarse de los textos, procesarlos, hacerlos suyos y publicarlos no como una mera antología de poesía china, sino como cuerpo textual unitario, tanto en estilo como en intensión. El trabajo de Pound gozaba de tal genialidad en el manejo del registro que los críticos comenzaron a preguntarse a quién se atribuían estos textos.
¿A Pound? ¿A los autores originales?
El tema me visita nuevamente al completar la lectura de uno de los mejores poemarios que he leído en lo que va del 2015: La escuela pagana, del poeta y crítico Noel Luna.
Los ciento cincuenta epigramas que componen la obra son apenas una muestra escogida de los casi cuatro mil que componen los dieciséis tomos de la Antología griega. Más que conjunto de meras traducciones, el rigor del trabajo en La escuela pagana “es una tentativa consciente de cambiar de rumbo como poeta. Una creciente insatisfacción con mi propia lírica me inclinó hacia la traducción creativa”, como nos dice Luna en el “Epílogo”.
La escuela pagana es, en efecto, una reapropiación de contenidos.
Aquí merece el esfuerzo preguntarse, ¿puede un texto verterse de un idioma a otro de manera creativa? ¿De un poeta a otro?
La escuela pagana es el quinto poemario de Noel Luna y está ordenado en siete secciones que indican, además del autor original del poema, la fuente de extracción del texto. Mas, ojo: “No me engaño”, dice el poeta al cierre del Epílogo; “lo que termino entregándole al lector es un libro de Noel Luna”.
De esto, no hay abono para la duda.
Los poemas se destacan por la brevedad de los versos y la economía silábica, un rasgo peculiar en la poesía de Noel Luna. Al ser reescrituras de poemas, los juegos de metaliterariedad que Luna habitualmente visita quedan estipulados de manera lúdica en el acto mismo de la traducción. El eje del proyecto es la búsqueda hedónica de nuevos actos de creatividad.
Este es otro Noel Luna, uno que, en su juego, se ve precisado de apartarse, si tan solo por prestación de las voces aglomeradas en este tomo, del hermetismo casual de su poesía anterior.
Fundamentalmente, el poemario queda constituido por ingeniosas composiciones de Crinágoras, Páladas, Tulio, Luciano y Filomeno de Gádara, por mencionar algunos de los seleccionados. Si fuera un álbum de música electrónica, este libro sería una compilación de remixes, ese procesamiento libre de contenidos culturales en la era de la transmedia. El poeta deja de ser un pequeño dios: se convierte en DJ.
Los epigramas llegan como una irresistible invitación a un festín dionisiaco donde el humor muerde a veces: “No me digas/ buenos días// y piérdete,/ canalla.//Buenos fueran/ sin ti cerca” (“Contra los hipócritas”); cuando no, alcanza la sabiduría escatológica: “El peo redime/ si encuentra salida:/ de no dar con ella/ el peo asesina.” (“Soberanía del peo”).
Los poemas tienen la capacidad de transportarse –traducirse en tiempo-espacio- hasta nuestra cotidianidad y hay ocasiones en que parecerían escritos un sábado por la mañana en un gimnasio: “Por dios, qué pie, qué piernas/ qué muslos que enloquecen/ qué nalgas, qué caderas,/ qué pubis y qué vientre” (“Elogio de una morena”). Otras veces, evocan la proverbial tiraera propia del reggaetón: “Ni uno de mis rivales me llega a los tobillos/ en cada competencia del duro pentalón” (“El invicto”).
Carpe diem.
Después de todo, “Qué me importa la fortuna/ de Ferré o de Fonalledas./ El dinero no me atrae/ ni adular a quien lo tiene”, dice el hablante en “Qué me importan las riquezas”, un poema donde no hay que saber quiénes son los Ferré y los Fonalledas (dos familias privilegiadas en Puerto Rico) para apreciarlo, como tampoco hay que saber quiénes son los personajes que pueblan los epigramas originales para deleitarnos en ellos.
Aquí se viene a vivir. Y hay open bar: “Embriágate brindando por las luces/ celestes que alumbraron los caminos/ amargos que recorres” (“El elogio de la embriaguez”).
En el universo, el deseo no es de quien lo tiene, sino del que lo necesita: “Me deleitan/ los blanquitos/ tanto como/ los mulatos/ y así mismo/ los morenos” (“Filodemo”).
Al muerto se lo comen los gusanos.
En sus mejores momentos, La escuela pagana puede ser un manual amatorio: “Recuerda: las mujeres/ detestan igualmente al mísero patán/ y al blando pusilánime” (“El arte de amar”). Los versos arden y el erotismo encandila con alevosía, como en “Elogio de Doris”, donde el poeta se embelesa “mirando las nalgas rosadas” de su amada, quien lo monta con “sus piernas/ esbeltas”; o como en “Elogio de Celina”: “Si el deseo posee y arrebata/ el ardoroso goce temerario/ desconoce el miedo”.
Aventura, seducción, goce. La escuela pagana nos urge.
Sucede que la transitoriedad de la vida nos desprende a jirones: “Gobierna/ la vida/ con mano/ tirana” (“La suerte”). El gran tirano es el tiempo: “Te lo dije, Helena: envejecemos./ Lo advertí: sucede de improviso./ Cuando uno menos se lo espera/ la vejez destruye todo encanto” (“Otro plato frío”). Así que no nos equivoquemos: “Recuerda vivir.// Un tiempo infinito/ había pasado/ cuando naciste” (“Recuerda vivir”).
Las perversiones sutiles no tienen cabida para el desperdicio.
La creación, generalmente, suele vislumbrarse en dos dimensiones: aquella que brota de la nada (como en las tradiciones judeo-cristianas) y la que desprende de un sentido anterior de la materia presente. La primera sugiere un sentido atávico del arte donde el creador –en nuestro caso, el poeta- se eleva a la condición de dios; en cambio, la segunda alude al proceso de composición literaria como acto de derivación o imitación. No obstante, escribir es reordenar un (des)orden previo y, en última instancia, verterlo en sentidos similares o parecidos, pero nunca idénticos. Por tanto, toda escritura, como decía Valery, es un acto de traducción: confiere la activación de procesos creativos, derivativos, y a la vez, interpretativos. Así, este trabajo magistral de Noel Luna nos gana letra sobre letra con sagacidad e inteligencia.
Quede dicho: este libro nace de un gran fuego, como decía Octavio Paz, árbol adentro.
Y aún si de nada esto sirviera, al menos no podremos refutar que el fuego siempre ha estado ardiendo.
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Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.
twitter: @elidiolatorre