Todos le decían la “pasito tun tun”. Solían burlarse de ella a sus espaldas aunque de frente le sonrieran con un dejo de lástima. Dos años atrás, Carmela se había destrozado la rodilla en un accidente con Miguel, el ex novio que la abandonó después de haberla visto caer aparatosamente frente a sus ojos. Unos dicen que la culpabilidad fue demasiado fuerte para verle a la cara pero, Carmela sabía que su pierna paralizada y las muletas que la acompañarían de por vida, eran el pretexto perfecto para olvidar todas aquellas tardes en las que, escondidos de sus padres, ellos descubrían los sabores del deseo y los sonidos del éxtasis juvenil, ese que con el tiempo se hace más suave pero más intenso.
A Carmela no le gustaba pasear por el centro de la ciudad, no por pena, sino porque la lentitud con la que la gente se movía la hacían experimentar más invalidez y neurosis. “Lentas, inútiles y agresivas a lo bestia” Pensaba cada que sus muletas chocaban con los pies de alguna mujer que, más que comprender su propia lentitud y las carencias de Carmela, le ofrecía odio por el dolor que sus pantorrillas experimentaban al sentir la madera golpeándole sin querer, para que al final, al verla, sintieran lástima. La lástima para Carmela era igual o peor que la ignorancia, “Sienten lastima por estúpidos” se decía.
Sin embargo, aquella tarde, en la que su madre se arremolinaba en la plaza central, para ver a los candidatos electorales de un partido político que, intercambiaba integrantes y frases de acuerdo a la ocasión para darle en “la torre” a las autoridades; Carmela se dispuso a caminar entre aparadores vacíos de diversas tiendas que ya anunciaban su cierre en los próximos meses.
Se detuvo en un local ubicado entre el Boulevard 5 de Mayo y alguna calle que conducía a “Los Sapos”. Observó diversos vestidos largos, pomposos y extravagantes, hasta encontrar un vestido amarillo que parecía ocultarse entre los de colores pastel predominante.
Un vestido amarillo como las mariposas que se le aparecían en los sueños, o como Bella, la princesa, que se enamoraba de una bestia peluda y fea, o como el de Eva Longoria, que se dice latina pero se niega a hablar sobre la situación de los migrantes en Estados Unidos. Sí, amarillo, llamativo, imponente… nadie podría negarse a ver ese color o quizá así, se olvidarían de las muletas que se le encarnaban en los brazos y le dolían en la vanidad que se le esfumaba poco a poco.
Entusiasmada con la idea, se metió al improvisado vestidor a medírselo. La dificultad de las muletas y el pequeño espacio, que además, no cerraba completamente, no fueron impedimento para que pudiera sentir la tela, -por lo demás, un tanto corriente-, sobre ella. Estuvo ahí dentro un largo rato y absorta en sus pensamientos fue sorprendida por el sonido de una respiración ajena, agitada y entrecortada que se le atravesó entre las ideas. Se aferró a la tela, a la pedrería de fantasía, a los bordes de los holanes del vestido, mientras intentaba identificar el lugar de donde provenía aquel ruido.
Se recargó entre las pequeñas paredes de madera, tras un agujero semiescondido, se encontró con un hombre mayor, de alrededor de 50 años, con la panza prominente, marcadas arrugas en la cara y las manos y las canas mal escondidas, quien, sentado en un banco de madera que rechinaba discretamente en cada movimiento, se masturbaba mientras la observaba desde un agujero de entre la pared que dividía los dos vestidores de toda la tienda. Carmela sintió un escalofrío que le recorría la espalda y que se insertaba entre sus piernas. Se mordió los labios, se alejó de la puerta, y se quitó, como pudo, el vestido que la dejaba desnuda frente a aquel hombre que parecía entrado en un trance. Se puso su ropa, se lastimó la pierna, se rasguñó la rodilla y acto seguido, salió a zancadas torpes del local.
Varias noches, escondida entre sus cobijas, repasaba mentalmente a aquel hombre que parecía desearla a pesar de su condición y el inicial asco combinado con miedo, fue convirtiéndose poco a poco en curiosidad, para terminar en excitación. Decidió regresar por el vestido. Tardó dos semanas en convencer a su mamá de comprarlo, le decía que lo usaría en todas las ocasiones especiales: en bodas, bautizos, quince años, navidades, años nuevos, días de las madres… todos los días si fuera necesario.
-Un vestido amarillo es una locura- decía su madre pero, al verla tan entusiasmada y menos abstraída y triste acepto ir a la tienda.
Cuando llegaron al lugar, ya no le pareció tan bonita la tela, ni la pedrería, ni la forma. En realidad todo le pareció menos interesante, especialmente, cuando descubrió que aquel hombre no se encontraba presente. Estuvo a punto de darse la vuelta e irse llena de una indignación que su mamá no lograba comprender, -como tampoco entendía como ese vestido tan feo costará tan caro-; Sin embargo, descubrió que la mujer que las atendía era la esposa, y curiosa de saber quien disfrutaba de tener dentro de sí el pene más grande del mundo, emprendió el convencimiento para hacer la compra. Pero su mamá no ganaba tanto, y no estaba dispuesta a hacerlo en algo tan espantoso. Salió llorando desconsoladamente.
Carmela volvió a estar enojada con el mundo, a ocultarse detrás de una ventana que no mostraba nada más que la vieja calle de siempre y despotricó contra la ilusión de una felicidad inalcanzable. Maldito fuera Miguel por invitarla a dar el paseo en la motoneta. Maldito su papá que se la compró. Maldito Dios que la volvió la burla de la colonia, y maldita la rodilla inservible que le dolía en lo más profundo del corazón. Sí, malditos todos y maldita ella por ser tan estúpida y sentir lástima de sí misma.
No cejó y los días siguientes, Carmela se dispuso a pasar horas enteras espiando al hombre de la tienda: Se aprendió los horarios de la esposa, de la empleada y del velador. Los días que sabía que estaba solo, se sentaba frente al local, con las piernas semiabiertas, como si esperaran que la pantaleta humedecida fuera visible para él. Una tarde, se atrevió a entrar de nuevo. Tomó el vestido, lo miró de reojo y esperando que él leyera su mente, se metió al vestidor.
Carmela se encerró, se recargó en la pared y se restregó varias veces el vestido sobre su cuerpo, mientras imaginaba que la tela amarilla era la piel de aquel hombre que la había invitado a desnudarse con ese deseo impetuoso que Miguel nunca le había demostrado. Se quitó de a poco la ropa, se desnudó con la inocencia y el deseo de su edad. Se imaginó entre aquellos brazos maduros y llenos de experiencia, entre los labios delgados que seguro besarían tan apasionadamente como las manos tocaban su miembro aquella vez. Sí, con un hombre de verdad, no como un niño de 15 años. Se llevó la mano a su sexo y con el vestido ocultándola, Carmela experimento un orgasmo que se prolongaría por varios segundos. No se atrevió a cerciorarse de que había sido observada. Satisfecha y temblorosa para cuando salió del vestidor, no pudo ocultar su felicidad y entregó el vestido con un evidente coqueteo, no sostuvo la mirada, le daba miedo no ser vista con deseo. Pero algo dentro de sí la obligó a regresar al mostrador, poner la mano encima de la mano vieja de aquel hombre y decirle con toda la dignidad que le sobraba: “¿me miraste, me miraste como la otra vez en el vestidor?” El hombre la miró atónito, complaciente, disimuló la extrañeza y la condescendencia que le causaban las muletas. No sabía de qué hablaba aquella niña pero, al verla tan frágil y vulnerable, desvío la mirada y con la mentira que le cabía en los labios le dijo que sí, para después darle la espalda, dando por terminada la conversación.
Carmela, sonrió. Dió la vuelta, se apoyó con firmeza en las muletas y dejó la tienda feliz. Era una mujer y era deseada. Lo sabía ya, y eso le bastaba.
Brenda Navarro. Escribe porque no sabe dibujar, ni tocar el piano. A veces, aspira a ser humana.
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