Cuando el tiempo se contaba con el descenso de los granos de arena, las sirenas observaban los sueños de los marineros para poder cumplirles sus fantasías.
Los sueños son materia curiosa: salen, huyen, vuelan, puesto que no son terrenales, por el oscuro firmamento que los acoge y quieren regresar a su origen: el paraíso. Tienen el aspecto de jirones de seda que ascienden zigzagueando en medio de las estrellas. Cuando demasiada gente emite gran número de sueños y estos corren en bandada por el cielo, se enredan, se mezclan, se confunden hasta formar un ovillo gigante y blanquizco, que los mortales han llamado de forma curiosa: luna, luna llena.
Es ahí, en esas noches, en las que algunas mujeres pasan horas observando, sin saber por qué, a la gran rueda de los sueños. Son sirenas. Muchas de ellas lo desconocen y la gran mayoría morirá sin saberlo. A las sirenas de hoy la risa les brota como ola que juguetea en la playa. No les gusta, aunque en ocasiones lo hacen, usar zapatos muy complicados. Todavía no se acostumbran a tener que caminar y prefieren calzado más cómodo: guaraches, tenis o algo con esa similitud.
Las sirenas siempre son independientes de alguna manera. Generalmente se reúnen en grupos de tres en los que ninguna sabe de su condición y, aunque sean las mejores amigas, son entes distintos y nunca una dependerá de la otra. A las sirenas les gusta la lectura y les fascina aquella poesía que hable del mar, por eso si deseas seducir a una sirena, el arma infalible es que utilices a Neruda como cómplice y ella, casi de inmediato, te entregará su corazón cuya forma es de caracola.
Las sirenas han dejado de cantar —no todas, por supuesto—, porque su canto se les ha ido desgastando al no beber suficiente agua salada, líquido penetrado por esa sal que le inyectaba la brillantez a su voz y que no es otra cosa más que el polvo de cometas, que estos van esparciendo cuando corren por la madrugada.
Las sirenas son muy difíciles de identificar. Ha habido el caso de hombres comunes que han dado con alguna, pero son hechos extraños. Los únicos que comprueban realmente que una mujer es sirena, y eso en situaciones especiales, son los marineros (aquellos que besan y se van) y los poetas. Y yo, irremediablemente, soy poeta.
A mi sirena le han dado el nombre mundano de Natalia. Ella es un poco mayor que yo. Tiene 21 años. En la punta de sus dedos trae incrustadas perlas imitando uñas, y en su acento al hablar todavía se escucha —si se le pone atención— un siseo muy especial, que es el sonido que emite la brisa cuando pasea por las playas.
Su aroma es salado y en sus piernas aún se encuentra lo terso de la piel de los delfines que en otro tiempo estuvo ahí. Supe que era sirena cuando evidencié cómo brotaba de sus ojos un poco de la humedad del mar al oírme decir el “Poema veinte”. La amé desde aquel momento.
Ahora que la espero mirando mi taza en la mesa de este café, donde los sentimientos vuelan por los muros como gaviotas en medio del crepúsculo, sé que se volverá a repetir la historia de miles de años: la sirena caerá en las redes del poeta.
Cuando la sirena atravesó el umbral, el poeta ávidamente leía Los versos del Capitán: “no puede fallar”, pensó al saludarla. Natalia le regaló un gesto al mirarlo y pidió para beber un capuchino. “No sabe que es sirena”, especuló él de inmediato.
La tomó por el alma y la llevó a cabalgar por ese territorio de metáforas y alegorías. Le enseñó a desnudar las palabras y cómo sólo las palabras desnudas pueden representar cabalmente los sueños. Llevó hasta sus labios la risa y, en una comunión perfecta, sonrieron.
Le entregó una concha marina en la que dormía una pequeña flor púrpura y observó, una vez más, el mar invadiéndole la mirada. Entrelazó las manos a las de ella y enunció sus textos que dibujaban el amor que sentía por una mujer hermosa con el nombre de Natalia y esperó la repuesta de la sirena.
La mar, como decía Hemingway, es una mujer muy cambiante. Después de que el sol se marcha y deja de acariciarla, su marea quiere comerse a latigazos a las playas, hasta que su amado regresa y la calma. Esa manía de evolución la heredan sus habitantes, creo que por eso mi sirena se metamorfoseó en puta…
¡Pinche vieja! ¡Cómo está eso de tener novio! No se puede ser tan güila sin ser un poquito culera. Ella se lo pierde, no tendrá la oportunidad de andar con un poeta, pero no con uno cualquiera que ya es bastante decir, sino con un poeta bien cabrón, como yo. Ni modo, tendré que ligarme a Lucía, que es hada. A las hadas de hoy les gusta vestir de verde…
© All rights reserved Xalbador Garcia
XALBADOR GARCÍA (Cuernavaca, México, 1982) es Licenciado en Letras por la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM) y Maestro y Doctor en Literatura Hispanoamericana por El Colegio de San Luis (Colsan).
Es autor de Paredón Nocturno (UAEM, 2004) y La isla de Ulises (Porrúa, 2014), y coautor de El complot anticanónico. Ensayos sobre Rafael Bernal (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015). Ha publicado las ediciones críticas de El campeón, de Antonio M. Abad (Instituto Cervantes, 2013); Los raros. 1896, de Rubén Darío (Colsan, 2013) y La bohemia de la muerte, de Julio Sesto (Colsan, 2015).
Realizó estancias de investigación en la Universidad de Texas, en Austin, Estados Unidos, y en la Universidad del Ateneo, en Manila, Filipinas, en la que también se desempeñó como catedrático. En 2009 fue becado por el Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Morelos, en la categoría de Literatura, en el área de Novela. Beca que ganó nuevamente en 2012, pero bajo el género de Ensayo Creativo.
Poesía, ensayo y narrativa suya han aparecido en diversas revistas del mundo, como Letras Libres (México), La estafeta del viento (España), Cuaderno Rojo Estelar (Estados Unidos), Conseup (Ecuador) y Perro Berde (Filipinas). Fue editor de la revista generacional Los perros del alba y su columna cultural “Vientre de Cabra”, apareció en el diario La Jornada Morelos por diez años.
Actualmente es colaborador del Instituto Cervantes de España, en su filial de Manila y mantiene el blog: vientre de cabra