Para Andrea Herrera
Esto sucedió hace un año o dos. Dos. Era noviembre. Me encontraba terminando mi primer año como profesor en la B.U.A.P. Luego de mi instante aguascalentense regresar a la ciudad de mi formación inicial resultaba tan inesperado como ineludible. Los días de noviembre tienen un sol más intenso, un poco más amarillo que los otros. Quizá sea el otoño o una mera fijación. Pero cruzar por los portales del Ayuntamiento en noviembre resulta un poco más pesado que a finales del verano. El sol no deja ver los rostros de quienes están sentados a la mesa de las distintas negociaciones ni de los amigos que precisamente están ahí, esperando a ver quién pasa para comentar las nuevas del día.
Uno de los habituales hasta hace algunos meses era Don Elmo. Pasar frente a su mesa era saludarlo.
-¿Ya vio quién está sentado ahí? – me pregunta mientras mira a una figura que parece más alta de lo que las fotografías lo registran.
– José Emilio Pacheco, viene a un congreso en su honor.
Tan perdido había estado refunfuñando del sol de noviembre que no había visto al escritor sentado de espaldas a la calle, acompañado de Marcelo Uribe y Elena Enríquez. Hasta antes de ese momento, era una incógnita si realmente llegaría al evento universitario.
¿Marco, crees que venga Pacheco?
No sé.
Ese diálogo lo había tenido en la mañana con una exalumna de uno de mis cursos. En realidad no tenía mayores detalles de los que podría tener cualquier otro asistente al evento. Le envíe inmediatamente un mensaje de texto:
“Ven. Aquí está Pacheco frente al Zócalo”.
Mientras esperaba me despedí de Elmo –hombre duro, de traje oscuro, forma y fondo políticos- y me senté en una mesa y pedí un café. En paralelo, había un evento en el restaurante: camionetas de lujo llegaban, se abrían sus puertas y hombres jóvenes vestidos de manera informal entraban al interior del mismo, dejando detrás los hombres de saco y corbata al cuidado del vehículo. Los relojes, las camionetas, las tabletas, todo indicaban que eran parte de la nueva clase política y empresarial que dirigía la transición en Puebla. Ninguno de ellos se acercó a Pacheco. Su tiempo lo iban a invertir a otra parte. En cambio, dos señoras y un hombre ya mayor se acercaron a saludar a Pacheco que con gentileza respondía al saludo mientras con los cubiertos intentaba cortar un par de chalupas.
-Oye, pero está comiendo. No lo vayamos a molestar.- Mi alumna había llegado con dos profesoras norteamericanas que, sorprendidas por la proximidad prefirieron esperar al evento académico y dejar al escritor, que para ese momento ya había despachado las chalupas y esperaba el plato obligado de todo visitante a la antigua ciudad de los Ángeles: un buen mole. Detrás, una marimba, la marimba de siempre, amenizaba a los comensales.
-Quédate aquí. Esperamos a que termine y entonces lo saludas.
Desde el principio Marcelo me había saludado. Mientras avanzaba la lenta, novohispana comida, nosotros bebíamos un café americano, con parsimonia, buscando no interrumpir ese momento cotidianamente sagrado.
Mi exalumna me mostró sus libros:
Es “Morirás lejos” la inencontrable. Y ahora me la va a firmar.
Que bien, ¿De dónde te comenzó a interesar?
Lo conocí en México. Ya le dije que voy a hacer la tesis de él.
¿Ya?
Si y él me pidió que le avisará en cuanto estuviera lista.
Si algo me inquieta de la universidad y cualquiera de sus facultades, sea cual sea el carácter de la misma, público o privado, estatal o nacional, es su poder de convertir a gente llena de sueños e ilusiones, energía y proyectos en los seres más o menos esperpénticos que somos todos sus egresados, más o menos.
Corría el año de 1996. Mi familia pasaba una de tantas crisis. En ese entonces estudiaba en un viejo edificio de corte setentero adornado con mosaicos de lo más antiestéticos. Una especie de multifamiliar mal adaptado: la facultad de Derecho. Mis horas libres entonces no podía pasarla ni en la escuela – bancas maltratadas, pizarrones, cafeterías con mesas como las de cualquier cervecería- ni en la casa. Me dirigía a la biblioteca. Caminaba entre los estantes. En particular recordaba ese mismo libro que ahora tenía en la mesa “Morirás lejos”. Meses más tarde, en un viaje a México compré dos libros de saldo: una antología de José Emilio Pacheco y otra de Gil de Biedma. Decidido: Letras, no Historia como en un principio pensé.
La comida avanza: muslo y pierna en un mole salpicado de ajonjolí. De repente, un hombre se acerca, le pide que le firme un libro. José Emilio se da tiempo para preguntar su nombre y firmar. Luego llega una chica. Lleva un morral. Se ve iluminada por la sorpresa, por esa especie de gracia de quién esperaba sufrir para alcanzar al poeta y lo encuentra tan natural, tan humano, degustando un mole. Del morral saca uno, dos, tres, cuatro y más libros. José Emilio se sorprende. La chica está feliz, trata de explicarle su cariño y admiración, de una manera que no alcanzamos a escuchar pero que su gestualidad comparte.
-Ya acabó de comer. ¿Tú no lo vas a saludar?
Por un momento pienso en el joven de años atrás. En el miedo, en las sombras de un mundo amenazante, buscando un hilo de Ariadna para rehacerse, leyendo en una biblioteca pública.
No vine preparado, ve tú.
Ella se pone su pequeño sombrero con pluma. Se ve bien. Respira profundo. Allá va. Los veo hablar. Es sorprendente la empatía que el poeta logra con la gente. Los mira a los ojos, convive. Se ve cansado pero feliz. Llegará más gente antes de que acabe su café. Mientras camina a la esquina de los Portales otras personas se le acercaran a saludarlo. Le dicen desde que año lo leen. Que libros.
-¿Qué te dijo?
-Si se acordó de mí. Me preguntó por la tesis. Le dije que me faltan dos años de carrera. Pero dice que quiere leerla. Que le interesa mucho.
-Bueno, ahora podremos presumir que tomamos un café junto a Pacheco.
Esa tarde y esa noche leerá poesía con los jóvenes. Discutirá con un lector de edad lo problemático que es delimitar las generaciones. En la noche, departirá con sus lectores como si se tratará de amigos. Será una larga jornada en la que podré ver cómo, más allá de los vicios seculares, más allá de la tradición acomodaticia de las instituciones mexicanas y más allá de lo deshumanizante que pueda ser la modernidad, hay espacios, modos de seguir siendo humano. Sí, es José Emilio en su escritura y su gesto amable, pero también sus lectores, toda esa gente de distintas generaciones que se desviaban de su camino para saludarlo, que se daban tiempo para leerlo. Frente a lo esperpéntico de todas nuestras flaquezas, ahí estaba él como muestra de que el trabajo con la palabra y la entrega amorosa a éste, da frutos. Ese fue otro de sus magisterios.
© All rights reserved Marco Antonio Cerdio Roussell.
Marco Antonio Cerdio Roussell. Escritor y profesor universitario. Radica en Puebla, México. marco.viajero@gmail.com
twitter: @Marco_Cerdio