La tierra seca ondulaba, al parecer, hacia el infinito. A lo lejos se veían columnas de humo, que en el aire caliente parecían temblar iluminadas como la superficie de un río en la canícula. La mujer, sensual, con el ala ancha del sombrero sobre los ojos azules, se llevó a la boca el vaso de frío vino blanco, y bebió. Luego dió una chupadita al cigarrillo y, con tono cansado, dijo: – Están quemando la maleza para que las cacatúas puedan encontrar el grano y subsistir. El hombre sonrió. – Les importan mucho las cacatúas, aquí, ¿no es cierto? – Bueno- dijo ella- son las aves de esta tierra. La realidad es que son bonitas, aunque traviesas. Se pierden miles de dólares al año en grano y fruta. Lo pájaros son como los niños. Lo desperdician todo. Nunca se comen nada entero, solo lo pican un poco, y luego a otra fruta. Y lo único que se puede hacer es tratar de ahuyentarlos a tiros. Sin embargo, son preciosas esas aves, con sus colores vibrantes, y hasta simpáticas. Por ejemplo, la cacatúa de alas blancas hace cabriolas sobre los tendidos eléctricos cuando alguien pasa, como un payaso. Y las cacatúas de ala roja, de pelambre negra y las más antiguas del mundo, con sus crestas de guerrero, viven noventa años y se emparejan con un único individuo para toda la vida, como nosotros los humanos. -Debe ser que esa especie en particular tiene alma, como nosotros. -Quizá, querido. Lo que no cabe duda es que sienten celos.-puntualizó la mujer.- Se han observado casos en que una cacatúa de ala roja fué muerta por su pareja en un arranque de celos. Es costumbre entre esas aves en particular construir varios nidos, a cual más lujoso. Las hembras se emparejan con aquellos machos que parecen lo suficientemente fuertes para construirles varios nidos decentes. Y si se sienten traicionadas, si el macho se empareja con otra a hurtadillas, o no les hace un nido bonito, pueden volverse peligrosas. – Quizá, como las cacatúas de ala negra, las mujeres australianas seais más peligrosas que las demás. – ¿Por qué lo dices?- preguntó la mujer, mirando al hombre de forma demasiado intensa para la pregunta que le hacía, como si quisiera descubrir en él el progreso de algo todavía no evidente, la primera señal exterior de una enfermedad oculta. El calor era apabullante. A lo lejos, ahora, se veían llamas alzándose entre las columnas de humo. El hombre pensó que era demasiado hacer para ayudar a sobrevivir a una multitud de pajarracos que, al final, se comerían la cosecha y causarían el caos en los campos de cacahuetes y en los viñedos. -Me estás diciendo que las cacatúas matan por amor o despecho, como nosotros- dijo el hombre, llevándose a la boca la copa de daiquiri, fresca como la espuma de una catarata impoluta. El zumo de limón helado le proporcionaba, con aquellos calores, cierta forma de éxtasis. Todo lo que le había contado la mujer acerca de las cacatúas le daba ganas de buscarlas con una escopeta y liquidar algunas. ¿Qué hacían unos pájaros experimentando celos y hasta vengándose de sus parejas cuando se sentían engañadas? Aquello era un ultraje, significaba que la falta de libertad, la opresión, la posesividad, no eran aberrantes invenciones humanas, sino reglas, imposiciones de la naturaleza para con ciertas especies desafortunadas, como las cacatúas y los seres humanos. El sol austral, que daba al paisaje un tono como de corteza de pan bien tostado, sacaba chispas a los rizos rubios de la mujer. Chispas de luz preciosas, enjoyadas. Y ella era hermosísima. Su rostro, risueños, el rostro vivaracho y dulce de la mujer blanca, con sus ojos de color lapislázuli. ¿Qué había llevado al hombre a engañarla con aquella aborigen negra como la noche? Pero no se negaba a sí mismo que en los brazos largos y oscuros de la muchacha nativa había encontrado algo extraordinario: la libertad. Había sido como sumergirse en un río relajante y fresco, que nada le pedía a cambio y solo le daba placer. Aquella mujer de piel tersa y negra no era como las cacatúas. No se emparejaba con quien era apto para construirle un nido. Ni siquiera requería permanencia. Todo fluía, como aquel famoso Tiempo-Sueño que era el centro de las creencias de los aborígenes australianos. Entonces, el hombre sintió el primer pinchazo en el plexus, como si le hubiera traspasado una fría y afilada cuchilla. Y los supo: estaba envenenado. Su visión se empañaba, como si el humo de las lejanas hogueras le entrase en los ojos. Miró hacia la mujer. Se sentía enfermo. Por eso entonces creyó ver que de pronto ella se volvía para sonreírle de manera más bien siniestra. Pero ya no veía la cabeza rubia de su esposa, sino la de una cacatúa de amplia cresta negra, que le miraba con cierto desprecio.
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