“Echar a los perros”, o “le echo a los perros”, en España quiere decir regañar a alguien, iniciar la bronca. Me imagino su origen: Un señor cazador, con algún título nobiliario, echaba a la gente de su castillo liberando a los perros. Ataquen, ordenaría este señor imaginario con una voz retumbante y aguda, mientras se limpia las uñas con un mondadientes.
En México, y quizás otras partes de Latinoamérica (al parecer en Argentina se dice: “echar a los galgos”), la frase significa otra cosa aunque tiene sus divertidas semejanzas. La frase se usa para decir que estás coqueteando a alguien, que lo estás cazando para ver si te hace caso y, digamos, te acicala los perros.
Yo no entendía porqué.
Siempre que la escuchaba me parecía un poquito agresiva para un acto que exige cierta galantería. No por ello me excuso. También la usaba en la secundaria y en la preparatoria: “¿Le estás echando los perros a la Susanita?”, “¿A poco Anita te está echando los canes?”. Quizás era divertido imaginar al corazón como un puñado de perros atados al cuerpo que cuando ven el deseo, babean y ladran, y nos jalan como si fuéramos un trineo en un desierto nevado hacia esa luz, o la oscuridad. Hay gente que lo sabrá mejor.
Hace unos días, mientras paseaba a mi basset hound, aligeró el paso al ver a una chica guapa que se cruzaba en nuestro camino. Raro en mi perra, generalmente ignora a la gente y sólo se detiene cuando se aproximan otros perros. Me detuve para ver su reacción. La chica avanzó unos pasos más y Nico, mi basset, se lanzó sobre ella para darle uno de sus acostumbrados abrazos toscos, animales. Jalé la cadena, la chica siguió apresuradamente su camino y yo, por alguna razón, me sentí iluminado: Había comprendido la frase. Quizás no es el origen pero, de algún modo, le había echado los perros. Y sin querer.
Dicen que diez mil horas de práctica son suficientes para aprender cualquier habilidad. Otros dicen, generalmente los seminaristas empresariales, de productividad y algunos otros que lavan el coco, que en cuarenta días puedes formar un hábito. A veces me divierto y hago cuentas para saber que nuevos hábitos y nuevas habilidades he aprendido. Generalmente son inútiles: Desde dejar bien limpios los platos hasta la resistencia biológica que he formado contra la cafeína.
Recuerdo mis días leyendo “En busca del tiempo perdido”. La leí en inglés, la traducción de C.K. Montclieff que generosamente comparte la Universidad de Adelaide en ePub. Me imagino a Proust y los años que se entregó a escribir en un afán obsesivo su obra. Cuarenta días de habilidad, diez mil horas de llenar cuadernos y la ironía es tan deliciosamente obvia (e intencional): perdió el tiempo tratando de recuperarlo.
Hay una parte de la novela, y pido perdón porque uso la memoria y la memoria es engañosa, donde el Narrador se encuentra con Saint-Loup y después de años de amistad, el Narrador le pide permiso a Saint-Loup para hablarse de tú. Recuerdo esa parte en especial porque mi profesor de Teoría Literaria, en la Universidad, la mencionó un par de veces y cuando llegué a ella, no sólo me encontré con mi profesor, también me encontré con Proust. Un Proust traducido al inglés, donde el lenguaje formal y el personal no se definen a través de una persona, sino de sutilezas en el lenguaje. Montclieff hizo una nota al pie de página, advirtiéndole al lector del cambio en la relación entre los personajes. Fue como si me hubieran arrebatado algo. Entonces abandoné momentáneamente el libro y pensé en la ironía: hubiera sido mejor leerlo en español. El usted y el tú es algo que compartimos con los franceses.
También me pregunté de qué otros dulces me habré perdido.
Hice cuentas para la alternativa: Leerlo en francés. Cuarenta días para estudiar el idioma y hacer el hábito; diez mil horas para dominarlo. Pronto me ganó una pregunta abismal: ¿A qué hora pienso hacer todo eso? Y luego para leer a Proust. Suspiré derrotado, prefiero soñar con que algún día lo leeré en francés o mejor aún, con que algún día me encontraré con otra persona que lo haya leído en su idioma original y tenga la paciencia, y el entusiasmo, para platicar conmigo de ello. Aprendí que mis ambiciones, insignificantes o rimbombantes, es mejor tratarlas de una en una. Me prometí releerlo en español ya que pasen algunos años.
El otro día recordé a un viejo amigo que me daba consejos como un padre. Esa persona logró enseñarme, arrostrando con mi necedad y mi orgullo durante los años compartidos, que a través de pequeñas cosas, pequeños favores y trabajando un par de horas en algo que aparentemente no rinde beneficios, se puede construir una relación inesperada o un buen recuerdo. Me descubrí en una situación donde actué como aquel señor lo hubiera hecho: con prudencia y sin desidia. Me sonreí. Muchas veces he leído o me he dicho que somos el reflejo de nuestros viejos. Es notable en algunas cosas, en las más obvias: Modos de responder, modos de sonreír, modos de trabajar. Sin embargo, vivir un día completo como si un sosia nos hubiera reemplazado, una mano invisible que nos dirige (claro, con sus matices personales)… Es asombroso, agradable y un poquito siniestro.
Agustín Fest es escritor y obrero digital. Vive en México con su esposa y sus dos perros, en el solitario municipio de San Andrés Cholula. Ha publicado en dos antologías donde el mundo sí se acaba, ganó un concurso nacional y mexicano de cuento, escribe en suplementos culturales y también ha escrito para algunas revistas. Tiene una bitácora donde miente regularmente, desde hace 10 años, enarbol217.com arboltsef@gmail.com / twitter: @ad_fest