Nueva apertura a “las vanguardias”: la década del 50
La suerte de nudo gordiano en que había quedado embretada la poesía argentina -debido a su crisis ante la realidad de un país que no le brindaba al poeta un espacio acorde con su instalación en el devenir nacional, ni formal ni real, desde antes de que la generación del cuarenta la expresara, ello es cierto, pero se trata de un fenómeno que ninguna otra generación había evidenciado tanto como ella- continuaba sin soltar sus lazos iniciada ya la década siguiente. La generación correspondiente a este segmento intentó desanudar la cuestión a partir de una apertura mayor a las vanguardias internacionales, cuyas obras comenzaron a ser traducidas y difundidas, en un esfuerzo de actualización respecto de los movimientos poéticos operantes en occidente que sólo es equiparable a lo emprendido por Sur en los 30, aunque con un signo distinto.
Se trataba en los cincuenta de recuperar el tiempo perdido entre dos generaciones, la de los 30 y la de los 40. La primera había apostado a lo oficializado como cultura literaria ya en la época de Sur, que traía la “novedad” de autores plenamente aceptados por la cultura desde antes de la aparición del primer número de la revista dirigida por Victoria Ocampo, mientras que la generación del 40 se había retrotraído a una concepción anterior, una fuga hacia atrás.
Por lo contrario, la generación del 50 creía que estaba acercando a la poesía argentina las vanguardias -era una creyente acérrima en las verdades y postulados de la modernidad, con su sinfín de ísmos que se niegan y superan uno tras otro- cuando, en realidad, lo que importó estaba ya admitido como oficial o casi oficial en el resto de occidente. Salvo en el caso de la nueva poesía norteamericana -que sí fue una novedad para las poéticas locales- el resto de lo transferido a nuestro ecosistema poético era nada más que el lógico devenir de lo ya aportado por Sur, un cuarto de siglo antes, hecha la salvedad de que Sur, que se seguía publicando por entonces, había quedado aferrada a la concepción de cultura de su etapa fundacional y resultaba absolutamente incapaz de mostrar nada que superara la rígida noción cultural que la había originado.
Frente a tal remanencia, apoyada por otra parte, por el aparato cultural oficial de la república, no es de extrañar que las importaciones operadas desde publicaciones como Poesía Buenos Aires, dirigida por Raúl Gustavo Aguirre, se ofrecieran como una suerte de plus ultra en el panorama local, cuando sus abrevaciones en el dinámico campo de transformaciones de las vanguardias occidentales -nada tan dinámico como este estadio postrero de la modernidad- pecaban desde una óptica internacionalista (precisamente la que deseaba adoptar la generación del cincuenta, al menos en su segmento más progresista) por lo menos de un retraso de dos décadas en cuanto a la actualidad de ese entonces.
Sin embargo, las poéticas del cincuenta sirvieron para actualizar en parte las formalidades del género, aunque definitivamente no lograron resolver la disyuntiva local, que había hecho crisis en la década anterior.
Es el mismo Aguirre quien, en su conferencia luego ampliada a breve ensayo, Los poetas en nuestro tiempo (1957), manifiesta abiertamente el conflicto entablado en la esfera local entre la cultura de masas, la académica y la poesía propiamente dicha, sin atinar a otra cosa que a asignar al poeta un lugar de exilio, absolutamente continuador de lo establecido por la generación anterior como el único sitio posible -bien que muy incómodo- para el verdadero creador de la palabra poética. En definitiva, lo que establece la generación del cincuenta como “el lugar del poeta” es el espacio de una suerte de demiurgo que crea mundos paralelos pero que no opera en absoluto en el campo de lo real, esto último un verdadero acierto, mientras que lo primero -una hipertrofia compensatoria de los poderes imaginarios de la poesía, sólo operantes dentro de su mismo reino- resulta desoladoramente un premio consuelo, frente a tanto campo de lo real perdido desde hacía más de cien años. En el resto del mundo occidental, por otra parte, una afirmación como la anterior ya podía ser adjetivada como, por lo menos, candorosa, habida cuenta de la acelerada pérdida del aura que creador y obra creada habían sufrido recién comenzado el siglo XX.
Desde luego, esta pretendida solución al conflicto vivo -pocas cosas tan vivas en la poesía argentina como éste, inclusive en nuestro mismo tiempo- no iba a tener otro resultado que trasferirlo a la generación siguiente, que buscó otra vuelta de tuerca bien diferente para el brete del que la poesía argentina se había hecho consciente apenas dos décadas antes.
© All rights reserved Luis Benítez
Luis Benítez nació en Buenos Aires el 10 de noviembre de 1956. Es miembro de la Academia Iberoamericana de Poesía, Capítulo de New York, (EE.UU.) con sede en la Columbia University, de la World Poetry Society (EE.UU.); de World Poets (Grecia) y del Advisory Board de Poetry Press (La India). Ha recibido numerosos reconocimientos tanto locales como internacionales, entre ellos, el Primer Premio Internacional de Poesía La Porte des Poètes (París, 1991); el Segundo Premio Bienal de la Poesía Argentina (Buenos Aires, 1992); Primer Premio Joven Literatura (Poesía) de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat (Buenos Aires, 1996); Primer Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); Primo Premio Tuscolorum Di Poesia (Sicilia, Italia, 1996); Primer Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003); Accesit 10éme. Concours International de Poésie (París, 2003) y el Premio Internacional para Obra Publicada “Macedonio Palomino” (México, 2008). Ha recibido el título de Compagnon de la Poèsie de la Association La Porte des Poètes, con sede en la Université de La Sorbonne, París, Francia. Miembro de la Sociedad de Escritoras y Escritores de la República Argentina. Sus 36 libros de poesía, ensayo, narrativa y teatro fueron publicados en Argentina, Chile, España, EE.UU., Italia, México, Suecia, Venezuela y Uruguay.