A los bibliotecarios del condado de Miami-Dade
y a Jordi Artigal bibliotecario en Iu Bohigas de la ciudad de Salt (Catalunya)
El califa Omar hacía referencia a la biblioteca de Alejandría y manifestaba: «Si no contiene más que lo que hay en el Corán, es inútil, y es preciso quemarla; si algo más contiene, es mala, y también es preciso quemarla».. Esta acotación puede servir para lo que nos pasa hoy aquí en Miami con relación al tema de la reducción de estos espacios con el susodicho alcalde (pido que nadie lo tome como un agravio comparativo a los seguidores del profeta Mahoma).
El origen de las bibliotecas fue práctico: recoger información de lo acontecido. Había que anotar y almacenar aquel instante o aquel acuerdo memorable, tanto en los templos como en los palacios, y resguardarlo para dar testimonio futuro. Desde Mesopotamia a Egipto, los escribas y sacerdotes – sobre papiro y bajo una escritura cuneiforme o jeroglífica- se hacían guardianes de los documentos administrativos y de lo sagrado respectivamente . En la época helénica, los griegos hacen honor a la erudición en su cultura y aparecen bibliotecas importantes en el Mediterráneo, como la de Alejandría o la de Pérgamo. Los romanos del periodo de Augusto crean la famosa biblioteca Octaviana. En la Edad Media, los centros del saber se desplazan a los monasterios, bajo los arcos de ojiva; los monjes transcriben con pluma y tinta entre sus dedos, todo el conocimiento antiguo. Un ejemplo fue en Santo Domingo de Silos en España, o Santa María de Ripoll en Catalunya. En el mundo árabe también se erigieron templos del saber como la biblioteca de Al Mamum en Bagdad y la de Al Hakamm II en Córdoba, esta última durante la dominación hispano-musulmana en la Península. Llega el Renacimiento y nace la imprenta de la mano de Guttenberg. La Reforma protestante agudiza las publicaciones de réplica contra el Vaticano y los libros se quintuplican. En el siglo XVII se crea la biblioteca de Oxford, más tarde, la Mazarina de París donde Naudé impulsará lo que hoy, prácticamente, se conoce como la bibliotecnología. Hasta llegar a mediados del siglo XIX donde el concepto de lo público, fruto de la revolución americana, creará la biblioteca del Congreso, concepto que se expandirá por todo el mundo occidental. Las bibliotecas, tal como las conocemos hoy en día, se organizan mayormente en nacionales, universitarias y museológicas, bibliotecas especializadas en ciencias, arte o literatura, y las públicas.
Recuerdo la primera vez que asistí a una; tenía mis catorce años recién cumplidos. La biblioteca se llamaba Eugeni D´Ors haciendo honor a un intelectual catalán amigo de la dictadura de Franco. Lugar: Hospitalet de Llobregat (Catalunya). La Experiencia: una mujer hermosamente rubia y autoritaria de unos cuarenta años, ponía el dedo índice entre sus labios para invitarme al silencio. Yo la seducía con mis preguntas impertinentes sobre Quevedo, Bécquer o Zorrilla “¿Qué quiere decir ser un Don Juan …señora Pilar?. La luz era cenital y baja, parecida a la de los prostíbulos de lujo, sobre unas pulidas mesas de roble. Los sillones de sky verdes de gran comodidad para la época (1969). El olor a pasta de cola que desprendían los volúmenes viajaba por toda las salas; los libros, recién llegados e impolutos, dormían con solemnidad en las estanterías. Lo que más me impresionó por su longitud y significado: La Enciclopedia en español excelentemente encuadernada, con letras en oro en el dorso, y texturada imitando a la piel negra de la editorial Espasa.
A lo largo de mi vida, siempre visité como amante que soy de los libros, la curiosidad y las ciudades las que mis amigos “lletraferits” -eruditos- me aconsejaban. Las hay románticas y aptas para el regocijo como la del Círculo de Bellas Artes de Madrid, o la Biblioteca Nacional en la capital del reino de España o la de L´Ateneu de Barcelona. Una especializada en arte, que me quiero mucho, como la de la Fundació Tàpies donde reposan infinidad de libros visuales de colección del artista. En París, La Bibliothêque National de France o la que tiene el Centro Pompidou es otro lujo que nadie puede perderse si amas las artes plásticas. Las bibliotecas públicas de Chicago o Nueva York de construcción clásica que acogen en sus salas el conocimiento, entre otros, del origen de la historia urbana de estas metrópolis. Mi particular espacio tradicional donde leo muy a menudo en la actualidad: la de Coral Gables en Miami o, incluso, la del downtown que tiene una gran colección de literatura hispana latinoamericana y a la vez es una espacio de reunión para los homless de la zona en verano. Pero si hay dos que han marcado mi vida por la manera casi furtiva en las que me adentré y por supuesto por la importancia que adquiere su patrimonio, son la biblioteca de la Universidad de Harvard, en Boston y la Biblioteca del Congreso en Washington. En la primera, utilizando mi credencial como periodista pude observar una primera edición de la siniestra historia de El gato negro de A. Poe. Y en la segunda, viajando con mi mujer Ángels y cansados de un tour aburrido y predecible del guía, tomamos un ascensor en el edificio Thomas Jefferson dedicado, en sus sótanos, sólo al personal de la institución. De improviso, nos presentamos ante las “cavernas donde el saber no ocupa lugar y el papel es pura y sacra historia de lo universal”. Los vericuetos, pasadizos, glorietas, secciones y estanterías con poca luz, fueron incontables y de gran curiosidad por nuestra parte. Íbamos de incógnito. No vimos una de las copias originales de la Biblia de Guttenberg, ni la importante declaración de Independencia de EE.UU, pero nos adentramos en la Sala Hispánica a disfrutar de primeras ediciones de Borges.
Las bibliotecas han marcado, marcan y seguirán abasteciendo a los seres humanos de felicidad en distintas formas: como lugares donde se recopila la historia y el conocimiento de este planeta, como espacios de estudio o investigación, de actividad cultural, espacios monumentales de recreo o de descanso. En Miami estamos viviendo una situación insólita con la reducción de estas instituciones que han aportado a la comunidad una suma ingente de beneficios. Es cierto que Miami no es Alejandría, pero espero que a nadie de los políticos en el poder del ayuntamiento se le suba a la cabeza, llevar a cargo esta sangría social y educativa y eliminar la mitad las bibliotecas que disfrutamos en nuestro condado. No queremos que aparezca ningún zar que en nombre de la biblia -financiera y municipal en este caso- diga en forma maniquea: lo que está bien y lo que está. De momento, se ha conseguido paralizar un año y retrasar el proyecto. Pero recuerde señor Carlos Jiménez: no queremos otro califa que se llame Omar sobre este tema y repita la misma historia, en este caso, substituyendo la pira por el decreto ley. Apoyemos a las bibliotecas y sus representantes allí donde estemos. No al cierre.
©All rights reserved Eduard Reboll
Eduard Reboll Barcelona,(Catalunya) es licenciado en Lengua y Literatura Española por la Universidad Internacional de la Florida Summa Cum Laude. y Master en Spanish Journalism por FIU. En la actualidad es Editor de Contenidos en la Revista Nagari y trabaja como curador de arte independiente para varias instituciones (CCE, MDC, Books and Books). Ha publicado sus poemas, así como algunos ensayos críticos sobre cine, arte y literatura en diferentes revistas y blogs. ( El proyecto Setra, Tumiami, Telaraña, Encuentros, Arte al Día y Nagari).La lírica del crápula y La mujer de Brickell,inédito, sobre la poética que encierra Miami, son sus últimos libros.