La calle mojada y resbalosa. Las baldosas flojas de la vereda ensuciando las piernas de las mujeres, los pantalones de los hombres, todos caminando en puntas de pie para poder esquivar los peligros.
La lluvia golpeaba con fuerza sobre el toldo de las marquesinas y los techos de los autos. Daba a pensar que Noé ya estaba preparando su Arca.
La gente se movía enloquecida y chocaba sus paraguas. Tratando de resguardarse se apiñaban en las entradas de los negocios, algunos malhumorados a tal punto de ir maldiciendo por la calle.
Elena caminaba por la angosta vereda mirando hacia el piso para evitar torcerse un tobillo con algún hueco de la calle. Iba con sumo cuidado y ensimismada, por eso no vio a la persona que venía de frente y chocó con ella.
-¡Perdón! – dijo. Pero al levantar la cabeza, se encontró con una cara demasiado conocida y se sorprendió.- ¡Mauricio!
– ¡Elena!
– ¡Pero mirá vos cómo venimos a encontrarnos después de tu huida sin rastros!
Mauricio se quedó callado, sólo la miraba aferrado a su paraguas. La lluvia caía intensamente.
Elena siguió:
– ¿Cuánto hace del pequeño incidente, cuatro semanas ya?
– Mirá, yo te debo una explicación.
– ¡¿Una explicación?!
Ella se enfureció con esa frase tan falta de sentido y de repente, por vengarse o por descargar su furia, de un manotazo le hizo a un lado el paraguas. El agua de lluvia se deslizó por dentro del cuello de la camisa, dándole una incómoda sensación de malestar, la misma que sentía al oírla decir indignada:
– ¿No te parece que es un poco tarde para explicaciones?
Detenidos sobre la acera estaban bloqueando el paso y la gente protestaba, pero ellos parecían no percatarse.
– Pero escuchame Elena, tuve motivos valederos…
– “Ustedes” siempre tienen “motivos valederos”. No te escucho nada- dijo ella golpeando el pie con furia contra el piso con sus botas de goma mientras el agua saltaba en abanico mojando el pantalón gris de Mauricio hasta las rodillas. Él miró con estupor cómo la suciedad chorreaba por la tela.
– ¡Ayy! Disculpame – dijo Elena con sarcasmo disfrutando lo que había hecho.
Mauricio hizo una mueca de disgusto al sentir el agua fría que había entrado en sus zapatos mojándole las medias.
– Mirá, yo entiendo que estés así, sé que estuve mal, pero dejame conversar con vos un rato. Mauricio trató de tomarla por el brazo.
– No, no, no, no, – gritó Elena, dando dos pasos hacia atrás. La gente trataba de pasar haciendo malabarismos con los paraguas. Estaban molestos.
Él se dio cuenta que estorbaban y trató de sujetarla una vez más para moverla hacia un costado. Ella bruscamente buscó zafarse de su mano y levantó con fuerza el brazo. La punta de su paraguas tocó el toldo de la marquesina y el agua acumulada cayó como un torrente arriba de Mauricio. Sorprendido, quedó con la boca abierta. La impresión de recibir una cascada de agua fría, lo paralizó. Trató de componerse y dijo:
– Elena, por favor, terminemos con este juego y escuchame.
Ella lo miró, lo vio ridículo y empezó a reírse. Toda esa rabia que tenía se convirtió en una carcajada.
Mauricio se quedó mirándola, pensó que estaba loca.
Ella seguía riendo. Él, desconcertado. Vio su reflejo en el espejo de una vidriera y sintió lástima de sí mismo, empapado, con los pelos pegados en la frente, la ropa arrugada. Se sintió humillado. Si bien estaba en falta con Elena, no pudo reprimir el enojo. Bruscamente le arrancó el paraguas de la mano y se lo dio a una señora que pasaba. La señora le agradeció con una sonrisa. Elena, sorprendida, dejó de reír.
– ¿Qué estás haciendo? – le preguntó – ¿Te volviste loco? Fuera de sí trató de abofetearlo. Él la sujetó por el brazo y sin responder, la sacó fuera de todo reparo y la dejó expuesta a la torrencial lluvia. Elena trataba de soltarse, pero Mauricio la sostenía con fuerza. El agua caía sobre ella irrespetuosa, transformando su blusa blanca en transparente, dejando traslucir su ropa interior, los pantalones marcándole el contorno de las piernas. Los pies chapoteaban dentro de sus botas de lluvia mientras que el agua seguía cayendo irreverente, deslizándose insidiosa por todo el cuerpo.
Elena ya no reía. Mauricio la llevó hasta el espejo de la vidriera sujetándola por los hombros y le dijo: – Reíte ahora…- Ella se horrorizó al ver su imagen: manchas negras corriendo desde sus ojos por las mejillas, el maquillaje arruinado, el pelo pasado por agua y pegado a la cabeza enmarcando una cara de incrédula expresión. Se sintió desnuda y al igual que él, humillada.
Miró a Mauricio y quiso decirle algo, pero no pudo; toda la situación más allá de ser trágica, le pareció graciosa, y sin poder contenerse empezó a reír otra vez. Su risa – ahora en igualdad de condiciones, lo contagió a él también, quien la atrajo hacia sí y apretándola con fuerza contra su pecho le dijo al oído:
– Perdoname.
Y así se fueron, abrazados y cantando como en Los paraguas de Cherburgo, mientras la lluvia seguía cayendo sobre el asfalto.
© All rights reserved Alejandra Ferrazza
Alejandra Ferrazza. Nació en Buenos Aires, Argentina. Cursó los primeros años de Arquitectura y Urbanismo en la UBA (Universidad de Buenos Aires.) Actualmente reside en Miami. Cofundadora de Proyecto Setra, Inc. (organización sin fines de lucro dedicada a promover el arte y la literatura) y de la revista Nagari (Arte y Literatura). Codirige un Taller Creativo mensual en la librería Books & Books de Coral Gables desde el año 2004. Fue elegida para formar parte de la selección poética “La ciudad de la unidad posible” que se presentó en la Feria Internacional del libro en Miami en el 2009.