Néstor reconoce el ruido que dobla la esquina. Sale a la calle, limpiándose las manos con un trapo sucio.
El sol anuncia su retirada; el cielo pierde, despacio, el azul de la tarde; el aire, cansado de empujar nubes, se niega a seguir soplando desde el mar y aquieta las primeras sombras de Bay Gardens.
Doña Carmen, viuda de Joe Lozada, alinea el Plymouth Valiant delante del taller de mecánica. Abre la puerta, coge impulso y se incorpora. Camina con cuidado, midiendo pasos y fuerzas. Aunque es miércoles, lleva blusa de manga larga, falda de pliegues y zapatos relucientes. Trae el pelo recogido en un moño casi blanco. Las uñas pintadas.
-Vengo del Ayuntamiento – aclara.
De lunes a sábado la mujer se pone mahones, sombrero de paja y botas, y sale al jardín. Sentada en una lata de galletas, arranca cadillos y morivivís, y poda sus matas. Sólo el domingo se cambia de ropa, almuerza con su nieto en La Nueva y da una vuelta por el PR National, a mirar escaparates.
-Esta mañana, al arrancarlo – prosigue – le noté un chirrido.
Al Plymouth de Doña Carmen le queda poco. Como su marido, que en paz descanse, quería el carro más que a un hijo, la mujer no piensa venderlo. Dice que los interiores conservan el olor a mentol de sus cigarrillos. Y el pedal del freno, la huella de su zapato.
Néstor sabe que la viuda de Lozada también ha venido a seguir hablándole de su nieto.
Willy era un chamaco bueno, tranquilo. Se pasaba el día leyendo novelitas de vaqueros. En casa, hacía lo que le mandaban, sin protestar. Pero cuando se le murió el abuelo, que era para él como un padre, dejó la escuela, se buscó malas compañías y acabó en la droga.
-Si le consigo trabajo, se endereza – le suelta al mecánico.
Hoy, el día ha sido largo. También lo fue el de ayer y será el de mañana. La misma grasa, el mismo olor a líquido de freno, aceite y antifreeze. Aire sucio desde el amanecer hasta la hora que haga falta. Néstor estaba a punto de echar el cierre para irse a casa.
La señora se da una vuelta por el taller, evitando la suciedad de suelos, mesas y paredes. Mira sin mirar los posters de mujeres en trajes de baño que parecen pañuelos. Levanta un alicate. Lo estudia, vuelve a colocarlo en su lugar y se sacude el polvo de las manos.
Néstor no recuerda cuando, de joven, se cansó de pasar los días sin hacer nada. Y las noches, bebiendo cerveza hasta las tantas en cualquier barra. En algún momento cayó en cuenta de que había dejado de tener veinte años. Y seguía sin un chavo encima.
Sólo sabe que nadie le dio un chance. Se lo tuvo que procurar. Como le gustaban los carros, empezó haciendo tune -ups por diez pesos más el costo de las piezas. Donde fuera: en una marquesina, en un parking, en medio de la calle. Y cuando fuera: lo mismo un viernes que un domingo por la tarde.
Luego lo cogieron en el Car Shop de PR National. Aprendió de suspensión y de motores. También a aguantarse las ganas de robar herramientas; de mandar a la mierda al jefe cuando lo ponía a fregar suelos o sacar la basura; de salir corriendo del trabajo con el timbre, sin antes ordenar útiles y materiales.
-Necesita una oportunidad.
Puede que su Willy sí. Sus nuevos panas, seguro que ni la quieren. Néstor los conoce. Son de la ganga que se reúne en la cancha de baloncesto de Bay Gardens. En vez de a jugar, a vender y fumar pasto en los bleachers. Si se levantan, es para caerle a pedradas a los carros que pasan por la Main. O acercarse al centro comercial a hacer trastadas. Más de uno está fichado por la Policía.
-Es un muchacho inocente.
A esos chamacos hace tiempo que se les fue la guagua de la inocencia. Al final harán su camino solos y a pie. No creen en nada; ni confían en nadie. Menos en quien venga, como si fuera Santa Claus, a regalarles un futuro. Saben que en esta vida no hay favores gratis.
La viuda de Lozada da otra vuelta, con los brazos cruzados. Mira al suelo, a las luces de neón del techo. Del interior del Plymouth extrae unos documentos con el sello del Ayuntamiento de Cayanos. Le enseña al mecánico columnas de cifras y totales.
-Asuntos Sociales cubriría parte de su salario.
Néstor mira los documentos, por encima. Una cosa es apuntar $100 en una hoja y otra, muy distinta, tenerlos de verdad. Dos billetes de cincuenta, o cinco de veinte o diez de diez. Es el único dinero que entiende. El que llega a su mano, no el que se escribe en cualquier papel, como una promesa.
Pero Doña Carmen ha hecho las cuentas con el municipio… Los Lozada son gente honesta. En vida, el viejo Joe iba por ahí diciendo: “Llévale el carro a Néstor, el mejor mecánico de Cayanos: le llega gente de toda la isla. Y es económico”. Su viuda no va a engañarlo, menos tratándose de su nieto.
Seguro que su Willy no sabe un carajo de carros. Para Néstor el chamaco va a ser más un incordio que una ayuda. Por lo menos al principio.
De repente es casi de noche. Afuera del taller el aire sopla tan liviano que apenas se siente. Los postes del alumbrado parpadean, sin ganas de aclarar la penumbra. Quieran o no, tendrán que lucir hasta que amanezca en Bay Gardens.
-Era la correa del alternador – Néstor explica.
En lo alto del cielo las primeras estrellas echan un brillo muy chiquito, que las nubes tapan y destapan, sin querer. Doña Carmen se acerca al Valiant de su marido, pega la oreja al bonete y escucha, conforme, el rumor limpio del motor.
©All rights reserved Armando Figueroa Rojas
Armando Figueroa Rojas es profesor de literatura hispanoamericana en programas de universidades de Estados Unidos en Madrid. Ha publicado relatos en revistas de Puerto Rico, España y Estados Unidos. Reside en Madrid, España.