Cuando ya estuve en condiciones de volver a salir a la calle, tuve que adaptarme a nuevas mecánicas, y debo reconocer que aunque puse un gran esfuerzo de mi parte, el hecho de viajar en ómnibus había comenzado a gustarme, por eso iba seguido a la casa de tía Celina.
Trataba de ocupar un asiento al lado de la ventanilla, porque así me entretenía mirando el movimiento de la calle y su gente.
Es cierto que cada vez que salía me demoraba demasiado con los preparativos ya que el viaje en un vehículo público conlleva una serie de peligros que hay que cuidar y tener en cuenta, por eso mi ritual era meticuloso, pero la ventaja es que después que uno lo realiza seguido ya forma parte de una rutina.
Lo que me molestaba de la llegada a casa de la tía era que tenía que cumplir todas las normas de rigor pero a la inversa, en un lugar que no era el mío, a lo que se le sumaban sus rezongos y actitudes de impaciencia.
No sé cómo hubiese reaccionado si hubiera visto el empeño de mis actos al regresar a casa, porque aquí sí tengo que tener mucho más cuidado, al tratarse de mi hábitat no puedo permitirme ningún desliz que pueda contaminar mi ambiente, por eso antes de entrar me saco los guantes y los meto dentro del bolsillo del saco y los zapatos quedan en la puerta de entrada, por supuesto del lado de afuera. Ya en el baño me quito la ropa evitando que ésta haga contacto con algún objeto, y la meto en una bolsa de plástico que siempre tengo allí preparada para luego llevarla al cuarto de lavado. Después desnudo y con guantes de látex desando el recorrido mientras limpio con alcohol todos los picaportes que toqué, al terminar esto, estoy listo para bañarme.
Una vez bajo la ducha ya puedo sentirme más relajado.
La cuestión es que en el nuevo trabajo me tenían bastante consideración con las llegadas tarde, creo que el Dr. Ordóñez, – mi médico -, tuvo algo que ver en esto.
En fin, que los viajes a lo de mi tía, se habían insertado muy bien en mi rutina diaria, dos visitas por semana no trastocaban mi orden.
Cada vez disfrutaba más de esas salidas, podía distraerme un poco de los pensamientos que me obsesionaban para dar lugar a otro tipo de reflexiones. Ese enjambre de gente yendo y viniendo, sus rostros, sus actitudes, como si nada les importara unos de otros con todo lo que cada uno llevaba por dentro…, sencillamente me fascinaba.
Pasó cierto tiempo antes de que descubriera el placer que me producía cada vez que yo entraba en las casas e invadía tan fugazmente la intimidad de las personas a través de las ventanas y balcones. Ese día, comencé a ir más allá de mi destino. Extasiado en lo que sentía, mi viaje se prolongaba ya sin rumbo, no importaba la meta, sólo vivenciar vidas ajenas.
Dejé de ir a lo de mi tía, lo cual ella me reprochaba mientras yo desviaba el tema diciendo que tenía mucho trabajo.
Llegó un momento en que no podía prescindir de esos viajes diarios en ómnibus, ellos cubrían todas mis expectativas.
Desde el punto de partida hasta mi destino, ese contacto fugaz – y según el médico, “ilusorio” – , que yo tenía con mis distintas vivencias, daba albergue a un sin número de sensaciones, a pesar de que no todas eran agradables, sólo el hecho de sentirme vivo de esa manera, me incentivaba a querer disfrutarlo.
Mi trayecto debía cumplirse por preferencia en horarios nocturnos, cuando las ventanas de los apartamentos quedaban iluminadas.
Sólo necesitaba un rápido contacto visual, pero si el vehículo en el que viajaba se detenía por unos minutos en un semáforo o a causa del mismo tránsito, ahí venía el regodeo; el éxtasis. Así podía tener acceso a los detalles, al ángulo de luz de una lámpara, a una silueta huidiza que pasaba de un cuarto a otro. La impresión se hacía más intensa cuanta más intromisión visual tenía.
Una vez, a través de un balcón, vi una luz tenue en un rincón de la sala, y supe que allí vivía un matrimonio. Que él sintiera adoración por ella, no sería suficiente para salvarlos de un trágico final.
Otra vez me inmiscuí en un departamento lujoso, pero la luz de la sala era blanca, y estaba escondida detrás de una garganta en el techo, la sensación fue terrible, esa gente se odiaba a sí misma y a los demás, y supe que tenían un oscuro secreto.
La luz juega un papel muy importante, lo he descubierto en base a mi propia experiencia.
Cuando vi aquel bombillo pelado colgando de un techo, me produjo una tristeza infinita, sensación de pobreza, luego vislumbré un ropero y una mesa en el medio del cuarto como tema central, e inmediatamente tuve depresión, me vino a la mente un hombre flacuchento, de esos pobres de espíritu, que beben para olvidar que son tan poca cosa.
Ésta es sólo una de las impresiones generalizadas que me causa el invadir la vida ajena, hay un sinnúmero de diferentes alternativas.
El problema comenzó cuando mi tía, – preocupada porque ya no iba más a su casa, no contestaba el teléfono y hacía semanas no aparecía por el
trabajo -, fue a ver al Dr. Ordóñez.
Éste se asombró, pues yo seguía yendo a su consulta, y no le había comentado nada acerca del trabajo.
Pero más me asombré yo al enterarme por él, que mi tía había estado metiéndose en mis asuntos. Tuve que explicarle al doctor que había decidido tomarme unas vacaciones, cosa que no entendió muy bien ya que había empezado a trabajar hacía poco.
En realidad estaba dedicando todo mi tiempo a estas intromisiones en la vida de la gente, a Ordóñez le había estado contando lo de mis viajes sin rumbo y lo mucho que me gustaban porque sentía que entraba de alguna manera en sus vidas. Él cree conocerme, pero en realidad no es así, todo lo que me decía era que mi subconsciente estaba tratando de suprimir una compulsión, y que lo que estaba haciendo era suplantándola por otra, que todo eso que yo creía era algo “ilusorio” y que lo mejor era trabajar con mi problema real que era mi neurosis obsesiva primaria, para eso debía alejarme de mi nuevo hábito y sumergirme de lleno en mi tratamiento, según él ya había obtenido grandes progresos y no debía distraerme de mi meta.
Por eso digo que él no me conoce. No entiende que yo puedo realmente saber de ésta gente, siento lo que sienten, son ráfagas de imágenes y sensaciones, pero son reales, tan reales como esta necesidad de que todo esté muy limpio, sin ningún tipo de gérmenes, sin ninguna contaminación.
Al darme cuenta que Ordóñez no me entendía ni me iba a entender nunca, con esa mente minuciosa que parece no servirle de nada, es cuando decidí no contarle más acerca de mis viajes, sólo seguí yendo a su consultorio para continuar mi tratamiento y no levantar sospechas, cuanto más que mi tía se estaba poniendo cada vez más insoportable.
Pero lo que realmente me interesaba era mi nuevo descubrimiento, sentado junto a la ventanilla del ómnibus mis ojos se movían con tanta rapidez de un costado a otro para no perder la más mínima visión, que por momentos me sentía mareado, sólo los cerraba por algunos segundos para reponerme y poder seguir contemplando mis sensaciones, sí, digo bien, contemplando mis sensaciones, ya que estas sensaciones provenían del contemplar, aunque esta contemplación se realizara en fracciones de segundos.
Todo era muy rápido, pero mi mente asimilaba con esa rapidez.
Ráfagas, oleadas, destellos de vidas, eso era todo lo que era y todo lo que necesitaba, hasta ese día. Hasta ese día en que toda esa rapidez cesó, y quedé abstraído en esa ventana. No sé lo que pasó, no sé por qué el ómnibus se detuvo por tanto tiempo, no sé cómo pudo suceder pero sus ojos penetraron los míos como si fueran cuchillos, y supe que sufría, sentí su dolor y luego ya no me miraba, vi su espalda y su cuerpo alejándose de la ventana, hasta perderla.
Esa noche no pude dormir, sus ojos seguían acuchillándome desde la oscuridad absoluta. Tuve que levantarme y darme una ducha ya que su dolor me contaminaba, me refregué con el cepillo hasta sangrar.
Durante días no pude salir ya que con esas heridas el peligro de contaminación era mayor, me quedé en cama vendado, cambiando las sábanas diariamente, tratando de borrar las pesadillas de mi mente durante el día, hasta que todo me pareció “ilusorio”, como me había dicho Ordóñez.
…“Ilusorio”, no podía permitirme darle la razón.
Comencé a prepararme tomando todas las precauciones, ahora había adicionado también unos guantes de látex debajo de los guantes de lana ya que me parecía que por la trama podían pasar los microbios más fácilmente.
Cuando estuve listo salí a la calle, tomé el ómnibus de siempre y presté mucha atención. Allí estaba, sus ojos otra vez encontrando los míos, como en un ruego, pero apuñalándome, para después darme la espalda y desaparecer.
Sabía que nunca había estado equivocado, por un momento dudé, pensé que Ordóñez tenía razón, qué alivio presenciar su derrota.
Mi tía comenzó a llamarme más seguido que nunca, se había enterado que había perdido el trabajo y ahora me hostigaba constantemente.
Me hacía sentir que yo estaba en falta recordándome todo lo que ella hacía por mí, le reiteré una vez más que no tenía que seguir pagando por mis terapias ni mis gastos, que yo de alguna manera me las arreglaría, pero ella insistía que no se trataba de dinero, sino de una cuestión de responsabilidades, etc., etc., etc….
Mi tía era como una mosca zumbando en el oído cuando uno está concentrado en algo.
“Ella”, la de la ventana, era mi principal preocupación, ella y su dolor.
Todas las demás vidas se fueron diluyendo de manera proporcional a mis viajes, hasta que todo lo demás se borró y quedaron sólo sus ojos que eran dos puñales que por las noches en mis sueños laceraban mi carne.
Por las mañanas en la ducha buscaba las heridas en mi cuerpo desnudo y no estaban, las buscaba en la ducha de la tarde pensando que por la mañana se podrían haber escondido bajo la pesadez del sueño, pero mi cuerpo estaba intacto.
Un día de madrugada necesité a Ordóñez, lo llamé por teléfono incansablemente y no obtuve respuesta, estaba desesperado, y en esa desesperación recordé que una vez en una conversación previa a la terapia me había dicho que frecuentaba un bar …
Salí a buscarlo una vez que cumplí con todos estos rituales que me detienen con el tiempo, y allí estaba, recostado sobre la barra, tan borracho que ni siquiera me reconoció. Con su pobre mente meticulosa anegada por el alcohol, y me trajo a la memoria la lamparita colgada del techo, el ropero, la mesa en el medio del cuarto y ese flacuchento personaje que se me pareció a él, con su mediocridad, con su pobreza de espíritu. Y me pregunté ¿cómo podía yo necesitarlo a él?
Y aquí estoy, dispuesto a valerme por mí mismo con todas mis incapacidades. Necesito seguir con mi vida y recuperar todas las que he perdido, pero antes debo terminar con ciertos obstáculos…
Ordóñez es uno de ellos, pero no sólo para mí, ¿cuántos pacientes están a merced de su desentendimiento, de su pequeña y obtusa mente?
Tía Celina, pobre, tratando de tomar el lugar de mi madre. Controladora, cada día destacándose más en su papel.
Y ella, la de la ventana, que me robó todas las vidas apuñalándome con sus ojos hasta querer terminar ahora también con la mía.
Siempre quise ser cirujano, siempre me gustó la esterilidad de los quirófanos.
Hoy el ritual tendrá algunas variantes, debo hervir el estilete y llevar guantes de repuesto, debo cepillar mis uñas con mayor cuidado, ninguna precaución es exagerada, tal vez hoy sí, deba usar el barbijo…
¿La ruta?…., la casa de Ordonez, la de tía Celina… y la de ella.
Alejandra Ferrazza. Nació en Buenos Aires, Argentina. Cursó los primeros años de Arquitectura y Urbanismo en la UBA (Universidad de Buenos Aires.) Actualmente reside en Miami. Cofundadora de Proyecto Setra, Inc. (organización sin fines de lucro dedicada a promover el arte y la literatura) y de la revista Nagari (Arte y Literatura). Codirige un Taller Creativo mensual en la librería Books & Books de Coral Gables desde el año 2004. Fue elegida para formar parte de la selección poética “La ciudad de la unidad posible” que se presentó en la Feria Internacional del libro en Miami en el 2009.