Desconozco si existe, pero llama la atención la ausencia de una antropología alienígena. Existan los extraterrestres o no, sí sabemos que la antropología terrestre se ha dado diligentemente a la tarea del dominio y la asimilación de lo que de otro haya en este mundo.
Ahora que todas las culturas exóticas han sido compendiadas, toca virar nuestra mirada al globo celeste para divisar lo que de otro nos puede deparar.
Pero quizás esta ausencia resida en la paradoja que encarnaría el cuño de su nombre. Si el otro es alienígeno, ¿puede tratarse de un antropo? Aunque ponderándolo bien, la antropología siempre se dedicó a hacer de lo otro un hombre. ¿Qué de humanidad hay en el salvaje, el bárbaro, el indígena, el aborigen? ¿Cómo ese otro es comparable a los occidentales, los europeos, hombres entrenos sin otros: Nosotros?
A falta de antropología, el séptimo arte ficciona sobre esta ciencia en la película “District 9”. Un primer ojo, capta rápidamente una alegoría genial del apartheid en Sudáfrica. Sin embargo, su estética de documental recoge bien opiniones segregacionistas sin distingo de raza o creencia: tanto blancos como negros –bajo la rúbrica ahora de “la raza humana”- hallan su nueva diana en esos foráneos inexplicablemente varados en la tierra, y ahora concentrados en zonas marginales de la ciudad de Johannesburgo. Los peyorativos no se hacen esperar entre humanos a fin de identificar el rasgo que minimiza lo mismo que agrupa a los alienígenas: “Prawns” –a juzgar por su apariencia física. Y esta sí es una alegoría de algo más humano que el total de los hombres: la segregación de lo otro, de lo distinto.
Para quien preste atención muy de cerca, notará en la película que tal segregación tiene su correlato en la identidad. Es a partir de la identidad que los mecanismos de segregación se sostienen. Es esa identidad la que agrupa blancos y negros en un odio común a lo alienígena, generando cohesión retroactivamente.
Y es que una noción como “la raza humana” se cae a pedazos desde lo real de la genética, tal como queda demostrado en la mutación que sufre el héroe tontarrón de “District 9”. No hay nada en el genoma humano que sostenga la identidad, por el contrario, la mezcla es lo que mantiene el motor de la evolución encendido.
Por tanto y en tanto que la identidad no es genética, quien porta una identidad, identifica, y ya esto es un acto de discriminación, discriminación entre lo que es él y lo que no es, lo que son los otros. Pero entre esos otros hay algunos que serán como él, en ese conjunto se articula una primera identidad colectiva donde antes no había más que fragmentos. Ahora bien, “ser como él” es algo que él articula desde lo que en él no es idéntico a sí mismo, porque antes de la identidad esta lo identificado, con lo que se concluyen dos procesos constituyentes: 1- De haber identidad, esta solo puede provenir del Otro de una cultura determinada; 2- Todos fuimos discriminados alguna vez a fin de devenir lo que somos. Lo mismo que ocurre cuando discernimos un rostro en un retrato de Archimboldo: ese cúmulo de vegetales, tubérculos y hortalizas no dirán nada a quien no tiene un “otro como él” en ese cuadro. No en balde el Dios innombrable del Antiguo Testamento nos hizo a “su imagen y semejanza” –con lo que se cancela la discusión de quién fue el primero en identificar en nuestros prematuros cuerpos una humanidad. Incluso para quien toma un bebe en sus brazos, será ominoso hacer la aseveración de que “eso” es un ser humano.
Pero ¿cómo entonces es que la segregación puede instrumentalizarse tan sólida a partir del descalabre cubista de la identidad? Una ley hidráulica puede que nos ayude a entender esto: la fuerza de empuje es proporcional a la densidad de un fluido, esto es: mientras más se cierna en nosotros el disparate de la identidad más segregamos. Aunque poniendo de lado la hidráulica, no sería tan aventurado afirmar que la identidad solo es viable a partir de que segregamos. Discriminar, que es lo mismo que diferenciar, no es suficiente para sostener la identidad. Si todos los demás son otros, la identidad devendría vértigo de la diferencia. Es menester que “los demás” sean agrupables, pero fundamentalmente objetivables, a fin de segregarlos y generar cohesión entre aquellos que identifican un “los-demás”. Es esa la diferencia fundamental entre discriminación y segregación, la primera diferencia entre uno y otro, la segunda separa el sujeto del objeto. Cuando alguien se identifica como afro-americano, caucásico o hispano, de alguna manera esta también dejando ver el objeto de segregación que lo solidifica en lo que cree fervientemente ser.
Llama la atención por tanto, que tantos movimientos antisegregacionistas paradójicamente alcen también el estandarte del “orgullo de las identidades”. Me refiero a que, si el objetivo es atacar los mecanismos de segregación, el golpe maestro sería disolver las identidades. En este sentido, tanto el Orgullo Gay como el movimiento de “La Raza” (Latina) como el Poder Negro como el Feminismo revelan en la enunciación de sus discursos la misma operación que el movimiento de Supremacía Blanca: todos agrupan una bullente diversidad de elementos bajo una identidad que solo se articula a partir de excluir un victimario supuesto (en inglés esto se califica como profiling). Estos conjuntos se constituyen a partir de la excepción, llámese “The Man” o “The foreigner”. Es por esto que la segregación no tiene distingo de razas en “District 9”, todos lo hacen por igual contra lo diferente.
Otro ejemplo: nunca antes como en la Guerra contra el Terrorismo se ha podido agrupar a tanto fulano bajo el significante “Americanos” como cuando surgiese ese otro exabrupto de “los enemigos de la libertad”. Es a partir de este enemigo público común que un país sin identidad cultural a la fecha logra lo invero-símil (Durkheim lo diría en estos términos: una sociedad logra su cohesión a partir del castigo del crimen).
Ahora bien, el desafío mayor de nuestra era laica –esto es, una era que pone en cuestionamiento el Otro originario que nos hizo hombres, más que una era que celebra la diversidad de credos- no es que no sepamos quién fue el Otro que nos hizo a su imagen y semejanza, el problema es que hay tantos Dioses como seres humanos identificados por ese Otro primario. “Cómo dejar de ser nuestro propio Dios” es una crisis de identidad bienvenida siempre. ¿Cómo descreer en la identidad sin erigir nuevos otros, y sin Otro que nos erija?
Más nos vale dejar de mirar al cielo en busca del próximo cordero alienígena que nos haga hombres y enfocarnos en aquello que nos aliena humanidad adentro.
José Armando García (Abril, 1976) Originario de Venezuela. Vive en Miami, Florida desde el 2004. Sociólogo de profesión y psicoanalista de oficio, con un posgrado de Trabajo Social Clínico. Asociado activo en la Nueva Escuela Lacaniana. Más interesado en el barroco de Baltasar Gracián que en cualquier tendencia contemporánea. También las épocas son injustas con aquellos que nacen a destiempo.