De casonas antiguas para usos modernos está hecha esa ciudad, por eso se ocupan como oficinas aquellos patios de invierno, acristalados hasta el techo, que se hacían el siglo pasado para aprovechar el sol de enero; y en cualquier sede pública te encuentras que al final de la alfombra se descubre un mosaico maltratado con el apellido de una familia muerta.
Entonces puede entenderse, que ella viviera en un edificio empotrado en la fachada de un teatro inconcluso, con una Cruz de los Ángeles en los capiteles.
—Entra de nuevo —me dijo—. ¿Qué ves?
Y en efecto, la fachada del teatro daba la impresión de entrar en un lugar inmenso, que se desvanecía en el interior donde se amontonaban los apartamentos.
—Bienvenido a mi edificio, a mi poema de pie quebrado —dijo refiriéndose, como buena poeta que era, a esas coplas que reducen sus versos repentinamente.
—Vamos, que te voy a hacer el amor.
Y así me llevaba en sus conversaciones; a sobresaltos, de la poesía al sexo, de la lotería al método, de una cosa inesperada a otra inesperada y dispersa. A cualquier banalidad que saliese de su boca, ya le sospechaba yo un devenir profundo. De ella conocí, esa especie de intelectualidad rápida que tienen los poetas, que los hace arrogantes o encantadores.
Nos conocimos por amigos en común, en una tertulia de artistas que quedó después de una obra de teatro suspendida. Discutían enardecidos de la literatura disidente, y salté yo, con el aliciente de la bebida y el riesgo que me permitía mi ignorancia, a referirme sobre aquellos poemas que encontraban en los bolsillos de los rusos ahorcados en los años de la Unión Soviética. Que para colmo llamé los poemas ante mórtem rusos, como si existiera el término, y que causó tanto interés que nadie se atrevió a desmentir. Por esa razón, minutos después tuve la dicha de una conversación a solas con aquella mujer, que debió haber entendido mi ligereza, pero el daño de los suicidas rusos pareció ser suficiente como para retener su atención en el resto de mis divagaciones. Esa noche visité por primera vez el teatro falso que era su hogar.
—Yo siempre hago el amor en la primera cita —me dijo—, pero esto no es una cita.
Sin embargo, entré a su casa, y a su biblioteca nutrida por el buen gusto de sus abuelos, con la que debió haberle bastado para cultivarse en la poesía. Me leyó algunas estrofas anónimas con cierta provocación, me dio un par de besos y me echó.
Dos madrugadas después, cuando no quedaba nadie sobrio en una exposición de fotografías, le arrebató a un amigo, entre réplicas y sermones, un manojo de llaves que parecían prometerle la felicidad. Y me llevó a un taller de artesanía de puntal inmenso, al borde de una bahía llena de petróleo. Dos marcas de carrilera se extendían a todo lo largo del suelo del taller, para varar los barcos en lo que había sido una casa de botes de vela. En unos espigones de madera empotrados en la pared, que debieron sostener las arboladuras de los veleros de hace años, se sostuvo ella desnuda: salada por el sudor, como debieron ser los barcos por la navegación.
—La guerra acabó, todo asesinato será juzgado —me dijo cuando quedamos plácidos en el suelo, haciendo alusión a los avisos que ponían en los países europeos al final de la Segunda Guerra Mundial.
Pero, querido lector, deténgase y juzgue usted la rebeldía de una mujer que evoca en el amor, un pasaje cierto de la guerra; que pudo haberme llevado a su casa, y me llevó al mar; y bien hacer el amor en su cama habitual, y se agenció desnuda en un espigón de velas gigantes. Evidentemente la guerra acabó mucho después.
Me hubiese dirigido con gusto a mi propia desgracia, si fuera cierto que tal unión era insostenible en vida, porque casi siempre sale mal buscar en una misma fuente inspiraciones de poetas, redenciones sexuales y sosiegos saludables. En lugar de eso, seis meses después ambos abandonamos aquella ciudad en direcciones opuestas. Y aunque era muy poco probable que coincidiera con ella en los escasos viajes que hacía a la ciudad, siempre la busqué, y cada vez la referencia que me daban de su vida era más pobre e imprecisa, hasta que llegó a ser ninguna.
Dos décadas después, en uno de mis viajes, me detuve a desconcierto de mi familia, en aquel taller de artesanía de la bahía, del cual me habían advertido que estaba clausurado por servir para las salidas ilegales de varios artistas. Sin embargo, el lugar estaba deteriorado, sin techo ni puertas, y podía haber entrado sin más, pero ya la tristeza empezaba apretarme la garganta, y no lo hice. Prometí volver en otra ocasión, cuando pudiera complacer con calma mi nostalgia.
Pero no fue necesaria tal reincidencia, pues al verano siguiente me dieron la buena noticia de que la poeta había estado en la ciudad. Que visitó a muchos de mis amigos, que preguntó insidiosamente por mí. Y a tanta impertinencia de mi parte, me dieron todos los detalles: que estaba bella, que vestía de tal manera, que seguía tan elocuente, ahora con temples de otra cultura, y que, sin embargo, evitó siempre dejar alguna vía de contacto. Contó que una editorial recóndita le publicaría un poemario. Editorial que pude contactar ese mismo verano, y que solo después de pagar cinco veces el precio del libro, me lo enviaron a través de dos países. La misma tarde que llegó, lo devoraba página por página, cuando el último poema me hizo perder la discreción que guardaba, y caí en un llanto abrupto. Mi compostura fue irremediable por varios minutos. Y ni la asistencia que me dieron pudo desprenderme del maldito poemario. En la última página del libro, comienzo con dolor este relato, justo debajo del último verso de la poeta que dice «queda un poema pendiente en mi bolsillo ruso».
© All rights reserved Daniel Molina Pérez
Daniel Molina Pérez (La Habana, 1990) estudiante de doctorado en el Instituto Politécnico Nacional de México. Es el autor del cuento «El rey del queso» publicado en la revista mexicana Primera Página. Instagram: @dani_molina_p