El 24 de febrero pasado se cumplieron 365 días. Y no nos hace falta ni citar de qué se trata, ni poner título al artículo, para saber a qué nos referirnos. Todos conocemos los tres sintagmas que entristecen nuestro yo interno desde 2022: Ucrania, Guerra, Putin.
No voy hacer la cronología de los hechos, ya que los medios de cualquier periódico internacional, allá donde vivamos, cumplieron su función la semana pasada relatando, desde la síntesis, los acontecimientos tanto en el campo de batalla como en el registro político. Voy a intentar recoger aquellas huellas que los sujetos protagonistas y directos de este conflicto nos narran cada día a través de los medios. Hacerlo, eso sí, desde el diálogo con uno mismo en cualquier villa o ciudad donde se vive esta contienda.
Relatar esta desolación al contemplar a la hora del desayuno, el almuerzo o la cena a través de las telenoticias cuando se emite en directo desde Kiev, el Dombás, Mariupol , Crimea u Odesa. Fotografías de lo vivenciado que comunican aquellas historias sin adjetivos afables o de esperanza, día sí, y día también: Pesimismo, desesperanza, pobreza comunicativa por los acontecimientos vividos. Indiferencia y apatía en las trincheras o en los túneles del metropolitano. Nños y niñas bajo el llanto inútil recorriendo las calles húmedas y gélidas durante este invierno. O ancianos sentados sin expresión en la faz, sin apetito, y con pérdida de peso ante la cámara.
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Las carreteras están bloqueadas por los cientos de miles y miles de vehículos en el asfalto, en camino hacia la huida de Ucrania. La guerra acaba de empezar. El espacio aéreo está cerrado. Un innombrable que dos meses antes dijo desde Moscú: “Son maniobras militares de entrenamiento.” ha hecho de su discurso una traición al mundo. Al cabo de hoy, son ya 8 millones de refugiados los que ha acogido Europa en espera de que el conflicto llegue a su fin.
Mientras…
Juan Hernández o Pepita Valdemoro -tanto da su nombre real- de Médicos sin Fronteras, Oxfam Intermón o Juntos por la Vida, por citar decenas de oenegés en Europa, se han instalado en lugares estratégicos con ánimos de ayudar a la población. Una de sus mejores armas debido a los bombardeos de las centrales eléctricas, nos cuentan, es compartir un café, una conversación con los que acuden y un simple abrazo como despedida: “Mi marido ha muerto en el frente. Y ahora fíjese ahí: en el séptimo piso de esta casa derruida a mi derecha están los escritos que conforman mi existencia y mi pasado. Todo se ha deshecho: el gran amor y la historia que nos unió bajo mi caligrafía” dice Myroslava.
En Járkov un plato de aluminio roído y, dentro, una sopa de fideos incinerada a base de leña en una cocina de campaña, espera su turno. Cubierto y al amparo, una tienda de lona acoge a un grupo de ciudadanos que esperan en soslayo el “banquete” de hoy día. A fuera, un diálogo espeluznante entre la nieve del lugar y el rojizo incesante de los bombardeos evocando una realidad más parecida a un videojuego. La cotidianidad que una ciudad cualquiera, hoy, se merece vivir en el planeta que compartimos tiene que ver con el aislamiento o la pérdida de los tuyos. El “Allí arriba había …y ahora no está” se palpa en la boca de muchos de los ciudadanos que acuden en ayuda. Entre los comensales una persona desesperada lanza el plato al suelo y grita: “¡Me marcho de aquí! Este Putin ha hecho que odie a los que fueron mis hermanos”.
Dentro la urbe solo queda un 13% de sus residentes. Y en el transporte metropolitano, solo unos pocos acceden a su refugio en busca de protección de los ataques rusos.
En Moscú, desafortunadamente, el 80% de la población apoya al líder. Un circo de soldados, bailarines, figurantes, banderas, himnos y ‘’¡Hurras!” a la patria circunda a un zar rodeado de los estamentos más simbólicos del mundo eclesiástico pertenecientes al registro ortodoxo, protestante, católico, e incluso budista (¿…?) para celebrar el día del soldado. En la televisión oficial unos niños “felices” con sus juguetes en mano y amenizados por una organización de “Ayuda Humanitaria” moscovita da a entender que han “salvado del desastre a estos huérfanos de la guerra”. A continuación, las televisiones del lado europeo contrastan la opinión y hablan de secuestro de infantes en los orfanatos por el temido comando Wagner. Las organizaciones de derechos humanos de la ONU lo denuncian e incluso lo califican de crímenes de guerra.
Al final, un tren viaja hacia Bahmut. Una niña dibuja a su padre vestido de soldado con sus brazos abiertos “Aquí está Ucrania …y aquí Rusia”. La madre habla con el periodista de TVE para indicarle que su meta es reunir a la familia después de un año sin verla. Un vagón más adelante, un artillero que fue herido en combate regresa al frente vestido con su uniforme esgrafiado de manchas verdes y tierra seca. Iryna, la azafata, del convoy, vestida como si estuviéramos de vacaciones por Europa, y nada ocurriera, intenta describir desde su buena fe: los ánimos y la esperanza necesaria que ella implora a sus pasajeros. Por un momento, mira hacia su paso la nieve roída entre un amasijo inmenso de edificios arrasados. Y sin poder evitarlo, su faz se transforma en la de una viuda observando el cadáver en que se ha convertido su lugar de origen. Al preguntarle el corresponsal español por los deseos en el futuro, sus lágrimas resurgen junto a una sonrisa sostenida de profesional en celo. Acerca más su rostro al micrófono, y bajo la firmeza le suelta:
“Quiero que haya paz. Solo quiero la paz”.
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Eduard Reboll Barcelona,(Catalunya)