Sé exactamente cuándo comenzó. El lunes primero de abril Teo movió el dial y se detuvo en Johnny B. Goode de Chuck Berry, el riff de guitarra inicial, no sé cómo, trajo a mi boca un potente sabor a pan de almendras que me acompañó a lo largo de la canción, es decir, dos minutos con cuarenta y cinco segundos. No le mencioné nada al respecto porque lo pondría alerta y, llevado por su espíritu sobreprotector, correría a solicitar una cita prioritaria con el psiquiatra. La voz rasposa de Berry y la audacia de los acordes de guitarra me hicieron advertir cada vez con mayor intensidad el hojaldre crujiente y caramelizado, así como el interior esponjoso. Cerré los ojos para entregarme al gusto a mantequilla fresca con un ligero toque salado, a las almendras dulces, levemente amargas. Supe que no encontraría algo semejante ni en la mejor pastelería de Bogotá.
Viví mi desbarajuste sensorial en absoluta reserva, ahora, que ha pasado el tiempo, sé que guardarme el placer me ayuda a multiplicarlo. Al volver a la casa supuse que este singular goce pronto se convertiría en zozobra o confrontación. Mientras preparaba la cena, confirmé que nada me produce más desasosiego que el cambio de lugar de las cosas, por ejemplo, que el cuchillo de buen filo aparezca con los cubiertos de mesa, que los libros terminen bajo las camas o que las copas de cristal vayan a dar a la alacena de los tazones.
Esa primera semana de abril estuvo marcada por sensaciones enrevesadas que todavía me cuesta asimilar. Cuatro años antes había jurado ante el espejo que no tomaría de nuevo medicación psiquiátrica, me programé para que la frustración por dedicarme exclusivamente al hogar no me generara más ansiedad…la liquidación de mi compañía constructora aún me atormentaba. Me prometí además que nada haría tambalear mi quebradiza salud mental.
El segundo día leía tendida en la cama, y al levantar la vista, el amarillo lima ultra vibrante del uniforme de fútbol de mi hijo me condujo a una tremenda sensación de ingravidez, ay, era como si flotara bocarriba en medio del mar. Luego apareció mi hija dando salticos y abrazada a su muñeca favorita, fue entonces cuando el rosa neón de su diminuto vestido me trajo brisa tibia. El regocijo me sometió, me rendí ante él sin pensar; me acosté en el centro de la cama con los brazos extendidos, cerré los ojos y mi cuerpo se adaptó a la superficie líquida y tibia, al dócil vaivén de las olas.
El tercer día almorcé en el nuevo restaurante tailandés, ordené una sopa de curry rojo con pollo rostizado y fideos, y al probarla, experimenté de manera gradual cómo mis músculos contraídos se aflojaban, la tensión acumulada por años comenzó a liberarse. Quizás la vida me estaba dando un premio. Enseguida sentí ligereza, sofoco, cosquilleo. El placer aumentó con el chorro de limón, con cada cucharada; partió de la lengua, de ahí a la cabeza y el abdomen, continuó en los muslos, las pantorrillas y terminó en los pies. El estallido vino con el último sorbo, tuve que taparme la boca y enterrar las uñas en el cuero de la silla. Me sequé el sudor con la servilleta y pedí una botella de agua helada.
El cuarto día fui sola al centro comercial y entré, solo por curiosear, a la mejor de las perfumerías. Una de las vendedoras se acercó para mostrarme una nueva fragancia inspirada en el cometa Halley. Me comentó que las notas de salida eran maracuyá, grosella, rosa y lima ácida; las notas de corazón: durazno, frambuesa, vainilla y canela; las notas de fondo: almizcle, madera y ámbar. Enseguida oprimió la boquilla del frasco y el líquido salió atomizado sobre una tira blanca de papel, me sentí tan conmovida ante la belleza de la creación que lloré como si escuchara un solo de piano o visitara la Capilla Sixtina. Sobre las paredes del local se formaron patrones de luz y aros blancos parecían bailar en medio de formas nebulosas que giraban en espiral; todo en medio de colores vibrantes y diminutas estrellas que titilaban en la inmensidad del techo.
El quinto y último día del revoltijo sensorial resultó ser el más extravagante y definitivo. Los niños salieron temprano para el colegio y Teo bajó a desayunar enseguida con un brío inusitado y una sonrisa de oreja a oreja. Me tendí en el sofá a ver noticias y se acostó a mi lado, sus pies helados me hicieron estremecer. Con los nudillos me recorrió las mejillas, luego me agarró la mano y me puso un ruidoso beso en la frente. Cerré los ojos, tomé un respiro y vi a Teo fumando en un pequeño estudio desde donde podía observarse Manhattan. Escuché el crujido de las hojas bajo las botas de Teo caminando por Central Park. Advertí el sabor de la hamburguesa con papas y cerveza que cenaba Teo en un diner de Queens. Percibí el aroma fresco y terroso del césped de Bryant Park mientras Teo paseaba en una tarde de verano. Sentí la tersura de la piel de una mujer de rasgos asiáticos a la que Teo acariciaba de pies a cabeza en una habitación de hotel de Staten Island mientras le pedía que le diera una semana para contarle todo a la desquiciada de su mujer. Después emergió una mancha negra que se disolvió al abrir los ojos y encontrarme con el fulgor de los suyos. «Nuestro deseo se ha cumplido. Es un hecho lo del traslado a Nueva York», declaró en tono eufórico.
Me levanté, me envolvió la fuerza de ese vértigo que trae consigo el cambio, quise llorar o gritar, decirle que pronto abriría otra constructora, que resistiría sola; pero permanecí de pie frente a él, con las manos en la cintura, convencida de que la vida estaba poniendo las cosas en su lugar. «Te vas tú —dije con una seguridad que creí extinta— los niños y yo no nos moveremos de aquí».
© All rights reserved Sonia Ramón
Sonia Ramón es especialista en creación narrativa y trabaja como asesora editorial independiente desde 2009. Nació en Bogotá y reside en la misma ciudad. Su cuento No habrá otro día fue incluido en la versión impresa y digital #115 de Luvina, revista literaria de la Universidad de Guadalajara.
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