Estábamos sentados, mamá y yo pequeños, de tamaño normal, mi papá enorme, altísimo, comiendo caldo y calabacitas cuando llega Ramiro y nos dice que va a romperse las piernas al día siguiente.
Mi papá, en toda su regia altura, se atragantó y mamá, pequeña como yo, echó un grito grande. De dónde sacas tantas pendejadas, hijo, estás viendo que estamos jodidos, que muy… No te alteres, madre, (porque Ramiro está loco y lo que sea pero es un tipo muy formal) he revisado a profundidad las implicaciones de mi decisión y sé que es la mejor posible. Segura yo de que hijo más pendejo no pude tener. Ramiro, por Dios Santo, ¿ahora a qué se debe esta pendejada?
Es que quiero ser más alto. Quiero ser el más alto.
Así que, al día siguiente, después de una noche más de angustias para mis padres, Ramiro llega del hospital y tiene las piernas partidas en dos. Mi mamá llora y llora, mi papá lo mira con recelo, y mi hermano se guarda de pronunciar palabra, envolviéndose en su capa vieja de silencio inquietante. Así es él. Dirá lo que tenga que decir cuando decida que es el momento. Siempre todo en sus términos. El silencio es una de las grandes declaraciones de libertad que mi hermano ha encontrado en su camino de extravagancias y rebeldía.
Después de un par de noches de total mutismo Ramiro finalmente nos llama. Llegamos mis padres y yo al cuarto del fondo y al vernos, mi hermano nos indica con sus manos que miremos sus piernas. Veo su cuerpo deconstruido; de un lado, su torso está completo hasta dividirse unos veinte centímetros debajo de sus rodillas. Separados, pero perfectamente acomodados debajo, reposan el resto de las espinillas y los pies. Del hueso y el músculo mutilado comienzan a emerger unos cables blancos, rojos y rosas que se entrelazan sobre el cobertor y parecen buscar la parte amputada. Soporto los empujones de mi estómago y contengo mi vómito. Mi madre, a diferencia mía, no aguanta el asco y vomita. Mi padre sigue atragantado y en su silencio encuentra su mirada al desafío de la mirada de mi hermano.
Las siguientes tardes se resumen en visitar a Ramiro y ver cómo los cables de sus piernas siguen extendiéndose. Ramiro lee en la cama y bebe jugo de naranja que mi madre le lleva con una pajilla, mientras disfruta que observemos el triunfo absurdo de su operación. A ratos creo que la tristeza dobla un poco la espalda de mi padre y lo hace ver más pequeño. Cada que mi papá visita a Ramiro, parece obligarse a ponerse recto de nuevo.
Un día por fin los cables se juntan y sí, Ramiro es considerablemente más alto. Quizá treinta o cuarenta centímetros más. Va hasta el comedor andando en sus nuevas y larguísimas piernas y se sienta con nosotros a desayunar. Mi padre sigue sin dirigirle la palabra y mi madre hace los cálculos necesarios para alargar los pantalones porque hay algo que la ofende muchísimo en la gente que anda mostrando los calcetines.
En el pueblo todos admiran a Ramiro y algunos quieren sacarse fotos. Lo detienen para hablar con él y le preguntan la forma en que logró crecer tanto en tan poco tiempo y a sus casi cuarenta años de edad. Él se pasa los dedos por los bigotes y les cuenta que siempre quiso ser el más alto y por eso viajó a la ciudad. Todos los remedios están en la ciudad. Luego les habla de su operación.
Eso de la ciudad me lo dice a mí también, pero me gusta el pueblo.
Los cables de las piernas de Ramiro siguen creciendo cada día. Eso ni él se lo esperaba. Lo sé porque mi hermano es de los tipos que denotan demasiado en el gesto y el carácter que las cosas no están saliendo como lo hubiera supuesto. Ahora cada que anda por la casa debe agacharse considerablemente para no chocar con el techo. Debe doblar las piernas y casi comer hincado porque de otro modo las piernas empujan a papá, que no dejará de sentarse a la cabeza aún si ya no es el más grande de la casa. Mi mamá sigue cosiendo y cosiendo pantalones para mi hermano y de pendejo no lo baja.
La cosa de que las piernas puedan crecer después de romperse los huesos hace que casi todos los primogénitos decidan automutilarse. Esas fueron tardes en que el pueblo se tornó en un laberinto de gritos y sangre. Fueron muchos los que optaron por imitar por completo a Ramiro y cortaron sus piernas casi en el mismo punto que lo hizo mi hermano, pero otros más optaron por cortarse en la mitad del vientre para crecer del centro; cortarse los brazos para golpear mejor, quizá, o en su masculinidad para poder darle gusto hasta al planeta. Siguieron meses de postración, recuperación, gritos y reclamos.
Según yo, el mayor placer de Ramiro era quedarse en cama leyendo novelas francesas de los siglos XVIII y XIX. Todo lo que lo haga ver más interesante, un poco más alto, es buena hierba para él. Pero porque sus piernas ya son muy largas, casi tan largas como era él antes de tener esas piernas, ya no cabe en el cuarto. Así que tiene que salir de casa cada que quiere leer y se intenta sentar en las bancas de enfrente de la iglesia, aunque también le es complicado porque sus espinillas son larguísimas y sentarse es riesgoso porque implica una caída.
Ramiro ya no encuentra su sitio en el mundo. Acostarse es una tarea titánica porque para hacerlo debe realizar demasiadas acrobacias riesgosas. Sentarse se vuelve imposible. Caminar es algo que lo cansa demasiado. A la par de que mi hermano lo pierde todo por tener muy largas las piernas, su séquito de gente enorme a cachos comienza a sufrir el mismo destino.
El pueblo se llena de seres, casi todos primogénitos, que tienen partes del cuerpo demasiado largas para ser funcionales en nuestra tierra. En cierta hora de cierto día, como todo lo que entiende su pecado, se congregaron todos los nuevos gigantes al centro de la plaza y pidieron perdón por su infinita soberbia, desesperados.
Quería ser más alto que tú, padre. Más fuerte que tú, padre. Que mi miembro fuera enorme para que enorme fuera mi descendencia, padre. Quería sentarme a la cabeza de la mesa y mirar por sobre el periódico cómo el mundo se construye según mis ambiciones y mis logros, padre.
Y frente a ese bulto de monstruos alargados, los padres de todos ellos se congregaron también, reprochando su altivez. Mi padre entonces escupió el caldo, tantas tardes atrás atorado en su garganta, y habló de nuevo. Algo les dijo sobre el lugar de cada cual, la naturaleza de las cosas, algo más sobre una rueda y al final sobre irse y no volver. Quizá los querrían en la ciudad. Allá era el sitio de los que no respetaban lo que les correspondía por herencia.
Fue una marcha larga de titanes llorosos. Pies y manos arrastrándose por el camino y alzando polvo en su trashumar revelaron la última imagen de tantas horas de desatinos. La tierra alzada de su propio andar fue lo que cubrió sus cuerpos deformes según se iban alejando y confundiendo con el paisaje indiferente.
Antes de irse para el resto de mis días, porque jamás volvió, Ramiro volteó hacia mí y se levantó el sombrero, dedicándome su último saludo. Supe entonces que siempre querría ir a la ciudad, pero que decidiría por sobre todo cuidar la andanza alta de mi padre, quien nunca dejaría el pueblo.
© All rights reserved Joel Alba
Joel Alba (San Luis Potosí, 1992). Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Especialista en Tecnologías Digitales de la Comunicación. Director y fundador de Behind, se desempeña profesionalmente como productor audiovisual y publicista. Ganador del premio nacional “Transparencia en Corto” del año 2018 con el cortometraje Ambivalente. Ha publicado en los números 0 y 1 de la revista Epéktasi, así como formado parte de distintos círculos de lectura.