Aquel que camina una sola legua sin amor, camina
amortajado hacia su propio funeral.
Walt Whitman.
Barro del Paraíso con espíritu del Gólgota soy, y perdono lo que me hacen y perdono lo que me harán. Estos versos nos acercan al pensamiento del que escribe, además de servir de antesala a una poesía fervorosa, sirven como carta de presentación. El poeta es el hombre, el hombre que celebra y canta a la benignidad de la vida, que perdona, que posee el oído de los enseñados, que va siguiendo la estela del Rabí, no con los labios muertos que inventan sus silencios, con discursos soberbios, ávidos de un cielo disfrazado con cifras de resultados, bienes y más bienes, aunque despeñen la Inocencia. La bondad penetra la mañana. Hay que renacer andando para ser ciudadano del milagro. Porque fuera de los milagros uno siempre está a oscuras, ocultando inmundas llagas, chocando con árboles desgajados, gritando al tramposo espejo de los sueños. Este poeta escribe versos que suenan como himnos de otros tiempos, se atreve a decir como pocos, no pretende complacer a multitudes, quiere ser un continuador, uno que retoma lo que ha aprendido porque se sabe deudor. Alencart conoce la felicidad, conoce los tiempos y las desdichas, conoce el dolor que va hilándose, la humanidad sujetada a futilidad que sigue gimiendo hasta hoy y estando en dolor juntamente hasta ahora; pero a pesar de todo el drama y las angustias existenciales, jamás abandona esa visión reconfortarte del hombre, el hombre absoluto e integrador que busca con su quehacer ampararnos y mostrarnos el camino de la reconciliación.
Vívase memorando el amor —nos dice—, y este verso también de apertura nos condiciona, porque hay que celebrarlo, hay que traer la memoria lúcida, el amor con sus parábolas, con sus credos y pequeños prodigios, con sus gestos supremos: el de la entrega y el del sacrificio, pero mayor que todos estos, el del ofrecimiento. Sabe que el amor en su ímpetu y deleite tiene mucho que ofrecer: una vida que no verá la muerte, muertos que se pondrán de pie, por su existencia sin límite. Entonces la libertad definitiva es el amor, y no hay nada en él que no pueda ser restaurado. Si sentimos amor, lo esencial de Dios estará en nosotros. Es la gran metáfora de la existencia, con su posibilidad infinita y deslumbradora: nacidos del fango y la respiración de Dios, del soplo memorioso del Eterno, engendrados por el Amor, que nos ha dado libremente todas las cosas que atañen a la vida. Cuanto significado cobran entonces los versos de San Juan de la Cruz: En el atardecer de la vida, seremos examinados en el amor. Y de cuanta significación son también las declaraciones del apóstol Pablo: Si hablo en las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tengo amor, he venido a ser un [pedazo de] bronce sonante o un címbalo estruendoso. Y si tengo el don de profetizar y estoy enterado de todos los secretos sagrados y de todo el conocimiento, y si tengo toda la fe como para trasladar montañas, pero no tengo amor, nada soy. Para Alencart: la única brújula es el Amor enhebrado al misterio; y el amor es lo que tiene para ofrecer, sabe que en él está la raíz y la culminación de todos los propósitos divinos. Del Cantar de los Cantares aprendió la mejor definición: el amor es tan inexorable como la muerte, sus llamaradas son las llamaradas de un fuego, (la llama de Jah), una llama que no puede extinguirse.
Todo adquiere un significado en este libro: desde el acierto del título, hasta la pintura de portada de Miguel Elías, porque si el barro denota, fragilidad/inmovilidad, lo cierto es que es materia moldeable, y la representación simbólica de la vasija de barro en las manos del artesano, representa el trabajo del amor en nosotros, la condición del barro dejándose moldear, el movimiento siempre hacia la perfección, hacia el mejoramiento. El barro dúctil, maleable, en las manos del Gran Alfarero siempre será barro del paraíso, y ese contraste de doble condición, fragilidad/plenitud, lo explicaría Pablo a los corintios: Tenemos este tesoro en vasos de barro, para que el poder que es más allá de lo normal sea de Dios y no el que procede de nosotros. Y ese tesoro es un ministerio, que no se les encomendó a ángeles sino a nosotros, a pesar de nuestra condición de polvo. El hombre es un ser para la resurrección, somos algo más que arcilla soplada, algo más que una imagen, de ahí que algunos poetas como Tagore apelen al sentido de la inmortalidad humana. Ser en Dios, continuidad, esa parte sustancial que puede acceder al alimento de vida, al luminoso Paraíso y a la soñada eternidad. En ese acercamiento a la divinidad el hombre deja de ser lo efímero, como tan bien lo expresan estos versos de Alencart: sobre la médula o el barro de la fértil resurrección: somos finitud picoteando en el cosmos hasta derramar nuestro alígero peso cerca de Dios; somos parábolas aparecidas con músicas y lágrimas en días ungidos para ser tránsito hacia nuevas liturgias.
Entonces ¿Debe el barro contender con su formador? ¿Debe el barro decir a su formador: ¿Qué haces? ¿Y tu logro [decir]: No tiene manos?: Isaías, refiriéndose a la extrema pecaminosidad de Israel, responde: Oh Jehová, tú eres nuestro Padre. Nosotros somos el barro, y tú eres nuestro Alfarero; y todos somos la obra de tu mano […]; y cada una de nuestras cosas deseables ha llegado a ser una devastación. Dios había moldeado a Israel como un vaso apto solo para la destrucción… Y tienes que quebrar el frasco ante los ojos de los hombres que van contigo. Y tienes que decirles: Esto es lo que ha dicho Jehová de los ejércitos: De la misma manera quebraré yo a este pueblo y a esta ciudad como quiebra alguien la vasija del alfarero de modo que ya no puede componerse… En Barro del Paraíso encontramos ese contraste entre el barro moldeable, para propósito honroso, santificado, útil, preparado para toda buena obra y el barro contencioso, (vasos de ira que Dios tolera), que siguen y siguen almacenando violencia, que avanzarán a más y más impiedad… Refiriéndose a ellos el poeta nos dice: Todo se corrompe como una pesadilla. También la sincopada arrogancia de los siervos caídos, sobresaltados de súbito por una feroz tormenta que desploma sus festejos y los desahucia y los rodea de inquietud y los atenaza como despojos sin destino… los que no oyeron llegar al mendigo de sandalias polvorientas. Así, durante largo tiempo golpearán la puerta que ellos mismos cerraron.
Como si de una larguísima oración se tratase, su poesía ofrece: la grosura de las mejores ofrendas, los inciensos gratos que llevan un olor conducente a descanso; pero hay lugares en este libro, donde el verso lleva un ruego de incomplacencia, el poeta está harto de los que levantan el becerro contaminante del paganismo, de los que fabrican el culto idolátrico hacia sí mismos, de los que se dicen devotos, y ofrecen el animal defectuoso como ofrenda: En vano tararear la letra si es de vidrio tu corazón que anda feliz a solas/ Ha de hacerse ruina esa vanidad enyesada a la carótida, insaciable como dos miedos atizando el fuego fatuo, para que nazca un camino injertado al espíritu mismo del hombre. La vida íntima tiene códigos que desovan allá lejos, donde la justicia no se traspapela.
Asombro y deseo, armonizan, después de todo, el asombro es también un paso hacia la reflexión y la contemplación, un avance hacia el conocimiento de uno mismo. La sorpresa y el asombro acompañarán siempre la poesía del que escribe. Y que Dios avive las lámparas para que admires el fruto sin que se te caiga de las manos y siga girando adentro del silencio, dorado y azul cuando fue sembrado llenando la copa de tu existencia. Búscale un hilo de sol a tu vida, recoge el mellizo flamear de la luz del arca y ya no te cubrirás con banderas negras sobre el suelo de la ciudad donde naciste…
La poesía es un estado de intelección y de rebeldía permanente. A diferencia de Pessoa, para quien la realidad solo existe a través de la literatura, y prefiere: ¡Nunca encontrar a Dios, nunca saber siguiera si Dios existe!… seguir, en lo que él llama: la “ilusión” o “el error que seduce”. Si para aquel: ¡Nunca la verdad, nunca el final! ¡Nunca la unión con Dios entera o en paz…! Alencart, por su parte, sigue alejado de las falsas filosofías, poseedor de una verdad: —la suya— con la que puede vislumbrar desde la poesía, el paraíso del futuro, mientras mantiene los ojos fijos, no en las cosas que se ven, sino en las que no se ven. Porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas… vive el éxtasis de la contemplación, siente el deleite de esa mirada absorta, deslumbrada por la belleza que sabe que lo aguarda.
Es cierto que algunos no saben vivir en esa atmósfera benigna de la poesía. Si Rimbaud expresa soy dueño del caos, y siempre lo encontramos en ese descenso a los infiernos, los poetas como Alfredo están siempre cerca de la luz. No escribe poesía con intención de llenar el abismo, aunque deambule en él, tampoco se queda en lo superficial, es de los que ven las raíces de las cosas. Que tu yo lave su inmundicia y la abandone en el cajón de las cenizas que no volverán a repetir sus pasos. Esconde las manos entre los pecados que llevas en tu bolso y que, cuando salgan, porten piedras no para tropiezo sino para completar la casa levantada con inmenso amor. Así justo habitarás la tierra, puliendo el ángulo de la piedra.
A diferencia de Vallejo u otros muchos poetas que ofrecen un reflejo desfigurado del evangelio, o una mística renovada, en Alfredo como en Rilke, encontramos esa aseveración litúrgica de la eternidad y la infinitud. La religiosidad (o incluso teología) de este cristiano confeso, lleva como el poeta de El libro de horas, esa expresión ferviente hacia Dios, y también como aquel, vierte su amor a los desfavorecidos, los ignorados y despreciados. Pero tampoco es un místico a la manera Rilkiana. En su poesía está el diálogo del hombre con la realidad, con Dios, un diálogo que comenzó con la memoria de la caída y que en Cristo nos redime en ese ascenso de contemplación espiritualizada del ser. También en su obra todo integra esa unidad personal y universal, donde la humanidad podrá encontrarse a sí misma, porque estará en correspondencia con la experiencia común. En él se cumple la sentencia de Novalis: el poeta es Omnisciente; es un auténtico microcosmo.
La poesía florece en el camino a la búsqueda del Verbo imperecedero y la palabra definitiva que nombra a Dios, es el reino indagador irrigando múltiples realidades, lleva el anhelo de encontrar el rostro primigenio, de fundirse al Logos, al hálito Creador que la convierta en parte de esa eternidad. Es el soplo feliz que ayuda a encender la existencia, va luminosa, abriendo brechas, senderos, su pronunciamiento marchando adelante como una boca que quiere hablar y alumbra la vida de todo el reino levantado sobre el corazón de las tinieblas. Allí es donde se acumulan los milagros, y se precipitan las visiones, donde tiene lugar la fiesta del alma. El poeta va atravesando el laberinto de los símbolos indescifrables, como si volviera a comenzar el mundo con ese trote vitalicio que ronda por la fuente legendaria como abriéndole compuertas al corazón… Yo soy mi doble y devoto acallo bravuras verdaderas. Él es mi yo y por eso es todo lo que miro. Firmamos un pacto para bucear por nuestro silencio y para no hablar en vano. Y no es un regreso al “yo soy otro”, tampoco necesita ser legión, condensa toda la fuerza expresiva en la multiplicidad de ese yo “único”. Conviven en plena unidad él y el que escribe, dos que armonizan el canto. Es anhelo del poeta entregar un ideal que sobrepase las realidades, Borges: quería soñar un hombre, quería soñarlo con integridad minuciosa e imponérselo a la realidad, y ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma, Alfredo lo logra, nos ofrece con su decir intenso y personal, con sus meditaciones, no una imagen tergiversada de sí mismo, sino una depurada y auténtica. Tiembla aquí la suprema fuerza de los ruegos. Retumba a los lejos la metamorfosis de una tempestad que desbautiza para que la espalda cargue sacos con tierra de castigo o siglos de piedra y lenguajes laberínticos de Babel. Reúno el barro de mi nacimiento para no enloquecer ni aderezar el jardín con sortilegios cuya combustión me destete bajo la atenta pupila de esta hora de justicia. La travesía existencial resumida simple y simultáneamente en este libro, desde una poética confesional y trasparente: Y me hago ministro del misterio. Nada más deseo que la íntima llamarada flameando dentro de mí junto al cuerpo que sangra por todos… Que diluvie el alma su vocación de ternura, su viento fiel… Sigo con preguntas antiguas para este hoy menos vacío, absuelto de tantos exilios por el Dios que me es bastante. Pero ya no he vuelto a probar frutos que amargarían mi boca, abriendo nuevo calvario en el pecho del Maestro.
¿Quién me dirá por qué siguen trotando las imágenes? Verbos que tiemblan, el pálpito pleno de los siglos sobre el hombre. Poesía densa; pero de una sobreabundancia deleitosa, donde podemos sentir la angustia del poeta y la de Dios, el desconsuelo de esa humanidad tan alejada de él. Insiste en sus temas; pero matizados con vivencias de profunda afectividad, todo el libro es una confesión contundente, testimonia, escribe desde la sinceridad, la luz que nos regala su poesía es una que se somete sin aceptar el conformismo, que entiende de pureza y solemnidades. Es la luz corpulenta del verso, poderosa, emotiva, conducente, donde renace la fuerza de la vida. Porque siempre es una luz espléndida la que nos deja ver el alma y los sentimientos del que escribe. Pero si está la luz, estarán también todas las oscuridades que revelan al hombre. Poesía de contrastes, donde siempre estarán esos opuestos que se corresponden, lo antagónico siempre enfrentándose: luz y caos, bien y oscuridad, muerte y resurrección, lo ingenuo y lo maldito.
Lo sagrado suele estar anclado al mañana del hombre y no es leyenda la profecía que enumera visiones de todas las edades del mundo. Por ella surgió el polvo de la revelación con el cual se cuajaron los milagros… La poesía de Alencart, representa una gradual religación entre lo poético y lo religioso, ella abre un canal cuya fusión vital es hallar lo eterno, lo perdurable, la acción creativa imperecedera con la que enfrentará un destino inevitable. Aprovecha esa capacidad visionaria de la poesía, y sus “mesianismos” para vislumbrar al hombre del futuro, para volver a la transparencia inicial y conciliadora, para ver cumplida la promesa de restauración. La poesía aboga por ese reino de plenitud, el poeta no acepta la condición efímera de la existencia, siente todo el dolor del mundo, reconoce la necesidad de un cambio, quiere esa transformación. Allí es donde indaga su palabra poética, donde tiene lugar ese suceder irrefrenable de imágenes que lo llevan a alcanzar la percepción de la totalidad; pero no es profeta a la manera de Nostradamus, o Blake, tampoco es un formador de “credos”, acepta la poesía de la videncia, poesía de la “gnosis” en su afán de conocer el misterio. Este espíritu me ojea como un satélite preciso que nunca se estrella en el vacío ni en las piedras de sacrificio. Largas noches de silencio convirtiéndose en ganancia para explorar lo visible y lo invisible, traspasado por mi propia mudez y la del Dios donde naufraga mi carne… Me iza por el cráneo un tornado seminal y yo respondo con mi fiebre dispuesta a predicciones, con el viaje varado de mi duermevela, abrasado y existiendo.
Las revelaciones a las que accede por medio de sus lecturas del Libro Sagrado, la sobreabundancia, el incesante diálogo, el sentido de inmensidad que no lo abandona, todo ese torrente de sensaciones, anhelos, temores, las experiencias de toda índole colman de plenitud el corpus lírico de Alencart. Su cercanía a los cantos de San Juan de la Cruz, o a los mismos Salmos hará que no falte el tono permanente de alabanza, y el agradecimiento por la vida.
Como un iluminado comparte el mismo espíritu de fe que los profetas, —nos dice—: Claman Amós y los demás, pero los poderosos se marchan de la plaza sin ofrecer pan alguno a las bocas con hambre, a los llenos de espíritu. ¡Báñalos, Señor, con el inmundo purín de los cerdos, ¡y repúdialos para que no te hallen ni en el fondo del mar! ¡Pon hambruna en el estómago de los insaciables y permite que la poderosa voz de tus profetas tenga larga vida por los siglos de los siglos! Y pensamos en esa larga línea de profetas casi continua desde Samuel en adelante y pensamos en Amós, que no era profeta, ni hijo de profeta, sino guardador de rebaños y punzador de higos, a quien Dios le dijo profetiza, y en David, que sabía Dios le había jurado con juramento que sentaría a uno del fruto de sus lomos, sobre su trono, y vio de antemano y habló respecto a la resurrección del Cristo, que ni fue abandonado en el Hades, ni su carne vio corrupción. Y pensamos en Jeremías y sus cuarenta años de servicio profético, que no se consideró más justo que los demás, incluyéndose cuando reconocía la iniquidad de la nación. Y en el propio Jesús, como el profeta mayor, y miembro del “grupo íntimo” de Dios, que vino a revelarlo. (Juan 1. 18). Y pensamos en este poeta que habla como un hombre de visiones, con una intensidad pasmosa, que escribe palabras de juicio y condenación, que usa el látigo de la palabra, la imagen corpórea de la palabra inaugural para ofrecer una denuncia, para condenar a los inquisidores, a los que practican injusticia, a los “que están poniendo fuera de [su] mente el día calamitoso… ellos han odiado a un censurador, a uno que habla cosas perfectas detestan”. Alfredo escribe: Luego cansa ser un paria juzgado por su falta de juicio. Cansa moverse alrededor de la vista apagada. Cansa oír pisadas extrañas que hierven la sangre del primer juramento. Cansa esperar a que se regeneren los traidores. Entonces vienen las plegarias: ¡Oh largo murmullo del cielo, Dios que tantas cosas habías advertido! ¡Oh luz que abandonas por el revés del llanto, haz que esta voz rogante se torne corpulenta marejada y detenga la sonrisa de quienes no guardan paz contigo!
El poeta también levanta su endecha, y no es una queja inútil; dice, con un lenguaje que en ocasiones golpea, con un clamor vigoroso palabras de verdad. Imaginen el efecto de esta poesía, que no decora, ni disfraza su palabra, que no cae en simulaciones, que escribe el lenguaje fecundo de la vida. Y este poeta entiende las virtudes, él es el hombre que ama, que pelea, que sin dejarse llevar por las desdichas habla palabras del futuro, porque cree en la renovación del hombre, y en el hombre redimido. Voy con mis dos mundos, con mis plurales ofrendas en manos limpias… Una criatura seguirá soplando su incesante linaje, hermanando a los que no estuvieron cuando se abrió el velo y cayeron los cielos y se filtró la aparición para volver a un presente donde la existencia no resulte eternidad de un solo día.
Desde el fervor nos habla este poeta, desde sus dos fe, —la poética y la cristiana— Libo la emanación de Tu sangre que me incorpora a la asamblea de hermanos con un trozo de cielo en el corazón y en la garganta que mide la cercanía de tu ausencia por los lindes del transparente Paraíso. Alfredo acepta el discipulado, ya no puede ser indiferente, ni conoce otra serenidad que la del espíritu, vive en ese desborde de pasiones, (pasión por la vida y por la verdad suprema). Nos deja ver su humildad y sentimientos extraordinarios, junto a una profunda devoción piadosa: Reconocí al dueño del amor cuando tocó mi puerta, pidiéndome posada con jubilosa mansedumbre. Su cuerpo está conmigo, preparando nuevas marchas. Cuantioso es su sosiego e indemne sigue su mensaje. Ya nadie podrá seccionarme el contentamiento… Yo pertenezco al Amado: su ejemplo me destetó ya maduro y sudo en pleno invierno y desde mi pecho dejo ver la brasa de la resurrección. El poeta reconoce la necesidad de cambio del mundo hacia lo Justo. Su corazón tiene noticia de la herida del hombre. Reconoce que hay mucho que hacer todavía, ¿de qué utilidad sería la poesía si no fuera para sembrar ilusiones y esperanzas, y para guiar al hombre nuevo hacia el conocimiento verdadero? Entonces nos dice: no todo es hermoso, es cierto, pero se debe ayudar / al que llega, al que enferma, al que se marcha, al que sufre… Cambiemos la mirada para ver la urgencia del otro. Acoger es otra forma de Amar, aunque no se ganen todas las batallas.
Somos hijos del perdón y la piedad, y lo que nos hace diferente es el libre albedrío, la capacidad de cada uno de escoger lo que decidirá hacer; pero también la gratitud nos definirá. Recordemos el relato de los leprosos que curó Jesús y donde uno solo vino a agradecerle, ninguno se volvió a dar las gracias a pesar de ser liberados de una penosa enfermedad. El poeta desde estas páginas agradece el sacrificio de liberación, el precio de sangre que se pagó por él.
En Alfredo Pérez Alencart, se da como en Saint -John Perse esa pasión por la búsqueda de la plenitud, si este dijera: Somos pastores del futuro y no nos basta la inmensa noche devoniana para sostener nuestra alabanza… Nuestro poeta hispanoperuano responde: Les alcanzo mi espíritu sobrenaturalmente habitado, mis alas indemnes tras el salto atroz por abismos y hojas donde pude calcar el apremiante rescate que el día de la culpa me alejó del diente de la bestia. La extraordinaria riqueza de su cosmos interior, el desborde de sensibilidad, la auténtica concepción humanista, que surge de su honesta necesidad expresiva. La frondosidad de su discurso junto a un universo tan poblado de presencias, la hondura de su visión, la mirada hacia el exterior, hacia un afuera que le aporta tanta grandeza a su obra.
La incertidumbre en torno al destino del hombre siempre acompaña su escritura. Estemos atentos a los avisos, a las advertencias que llevan un tono profético: Ándese con cuidado por la arena de esta planicie de colores violentos y seres de besos muertos o memoria borrosa cavando pozos profundos donde quieren enterrar el cuerpo del que Es… Tómese el agua que no enferma hasta lo terrible… Porque hay agua de vida, el agua purificadora, el agua bautismal que nos ha limpiado de culpas; pero también están las aguas que se abrieron para la salvación, las aguas del mar rojo divididas, y las aguas del Apocalipsis, alrededor de las cuales crecen los árboles de la promesa, cuyo follaje no se marchita y cuyo fruto conduce a la sanación y a la perfección de la humanidad.
Porque el que pide recibe, y al que toca, se le abrirá y quien se acerque descubrirá que Dios nunca está alejado de los que lo buscan. Cántese por la tierra buena, por el nuevo retoño que le salió a la vida para que responda a la muerte y, también, por el Huésped que saluda y saluda… Ultímese los preparativos para estar delante Suyo, satisfechos por aprender de Todo con el alma yacente aclarando secretos que serán inagotables porque rasgan el contorno de las cosas iluminadas. El poeta en ese trance de integración espiritual que sigue en su búsqueda incesante del conocimiento verdadero. Poemas que generan un sentimiento de sobreabundancia, y al mismo tiempo de incertidumbre. La necesidad de mediación, de estrechar lazos con la divinidad, de invalidar todo aquello que dificulta nuestra supervivencia.
Versos que se vuelven exhortación, que retoman la esperanza. ¿Acaso no conocen el abecedario de la resurrección? ¡No estén de luto por quien descree de la muerte! Apuesto por poderosas realidades, por parábolas que permiten callejear más allá de lo imposible. Apuesto por esta reordenación de la ternura, aunque estén forjando clavos para atravesarme el alma. La vena espiritual que nutre el verso de Alencart, no sufrirá las incisiones de un lenguaje fragmentado. El verso fluye hacia una percepción ilimitada, el poeta siente la dicha de ser un contemplador, no al modo de Narciso, (como acto pasivo), ni en ese deslumbramiento o éxtasis whitmiano que insiste en cantarse a sí mismo. Él es el que va señalando los tiempos y la urgencia, escribe frases que suenan apocalípticas, escribe el ritmo convulso del presente y lo que le sobrevendrá. Él, en el centro de la visión como un profeta moderno que ha accedido a la revelación, nos dice: Me invitan a ver, y veo un centauro amarillo cruzando la hoguera de albergues infieles y falsos tribunales torcedores del mensaje por dar primacía a lo perverso, por el maleficio de hacer caer, por un crimen alrededor de esa inocencia que todavía sostiene al mundo… Versos que recuerdan el caballo pálido que contempló Juan desterrado en la Isla de Pastmo: y el que iba sentado sobre él tenía el nombre Muerte. (Este es el único de los cuatro jinetes del Apocalipsis que revela tan directamente quién es), y se les dio autoridad… para matar con una espada larga y con escasez de alimento y con plaga mortífera y por las bestias salvajes de la tierra… también como un símbolo de destrucción avanza este centauro amarillo que circunvaló el sol y de allí su fuego para rozar la médula del infierno… Para dar a cada cual su latido o su corte más hondo el día de la noche electrizada. Textos elaborados con una carga de dolor, donde se siente el agobio de la consciencia sin límite, textos que hablan de esa misma violencia, y de un destino marcado por una progresiva devastación.
El sujeto lírico que sufre en estas páginas llega a ser un exponente de la profunda crisis espiritual de su tiempo, como Eliot, Rilke o Trakl, su poética no pierde el tono de desesperanza y angustia. Pasado y futuro se reencarnan para darme las claves ocultas que eternizan el instante de todo hombre quebrado de dolor. Como Job lamenta el abandono de Dios, como el Cristo agonizante en la cruz, gime y se estremece, él es el que ruega: Oh Dios, ¡que ya no corneen mis horas!, ¡que ya no me hacheen desde todos los flancos!, ¡que ya no me chasqueen los dientes! Mando la desgracia monte abajo y ocupo el lugar señalado, blandiendo la espada que parte en siete al jinete de la maldad. El poeta sufre; pero resiste sin transigir. Porque no, no estamos solos, no estamos abandonados, ni dejados a la suerte; fuimos creados con propósito y con un significado.
Pero yo no vendo mi corazón para otros vuelos/ ni látigo alguno me hace decir sí cuando me niego. El prodigio está en la condensación de las señales que logran mostrar al tierno ángel que me escolta…Oh, ángel que has marcado mi puerta, ¡anúdame a tu cáñamo, llévame más allá de las tormentas y pon a hervir la zarza que sanará mis heridas! Esta invocación al ángel de la muerte, (que no es el ángel, que perdió la morada de las eternidades, y “Hacia Abajo” fue arrojado, ya sin luz, sin poder, para ascender al hogar de los misterios). A este ángel que él llama: el ángel de la sobrevivencia, que pasa y causa ruina donde no está la marca indicativa de obediencia. (“Veré la sangre” era la parte distintiva para que el destructor de la vida pasara de largo). Ese que guarda similitud con ese otro ángel, que hará también una distinción y una separación, y cuyo ojo no sentirá vergüenza, cuando guie al hombre vestido de lino con el tintero de secretario, para que ponga una marca en los hombres que están suspirando y gimiendo por todas las cosas detestables, y no sentirá compasión cuando de la señal a las seis criaturas que llevan las armas desmenuzadoras para que comience la siega, que empezará desde el propio santuario de Dios. Versos con una hondura de significado, donde escuchamos esa voz que aspira a las eternidades. Una obra en toda la tensión de su escritura, auténtica en la intensidad de su palabra… Habrá muchas estrellas negras y más de siete señales cuando el Invocado ponga sus pies sobre nuestros corazones.
El reconocimiento de Cristo como el camino conducente a la vida, llega a ser recurrente en estas páginas, como si se tratase de un libro de recordación. El poeta nos dice: unas notas pergeñadas que pueden leerse con voz de antaño y de hoy, textos nutrientes para exhaustos y perseguidos por no ocultar su fe, versos a modo de faros que hacen memoria del Verbo ciertísimamente vivo tras la crucifixión. Pero se sabe que hablar de Jesús es lo que inspira profetizar: es la piedra angular, el fundamento sólido donde descansa toda la fe verdadera. Este Jesús es la piedra que lo edificadores rechazaron, y vino a ser indispensable. Nos reveló quién es Dios. La intimidad y el compañerismo que tuvo con Él mientras duraron los días creativos, la gloria que compartían antes que el mundo fuese, hicieron posible que revelara como nadie al Padre, y que llegara a ser el reflejo fiel de su personalidad.
Ahora que ha muerto el Superhombre, que alto suenan las palabras de Habacuc: Oh Señor mi Dios, mi Santo, tú no mueres. Estas palabras asestan un golpe a la actitud del día moderno, de que Dios está muerto. Hay algo en lo que sí concordamos con Nietzsche: Todas las verdades que se callan se vuelven venenosas. No podemos callarnos y si bien es cierto que no depende de nosotros que Dios sea declarado veraz, aceptamos el compromiso, aun sabiendo que no será fácil para el creyente los tiempos que se avecinan. Algunas palabras de este libro nos recuerdan las palabras del Congregador en el libro del Eclesiastés: las palabras de los sabios son como aguijones; y como clavos hincados, Alencart, escribe una poesía contundente, una protesta vigorosa, no hay aquí el diálogo contaminante por una visión complaciente y solapada. Él, ha renunciado a la injusticia, y ha recobrado denuedo para decir: A mí no me quemarán en sus hogueras, señores patriarcas del albañal, señorones que nunca sintieron el fogonazo de Dios. Los recuerdos de antes, pavoneándose amparados por el sobreentendido terror al Senedrín o al Santo Oficio.
La poesía unida a la realidad es la historia, —diría María Zambrano—; pero si la historia nos devuelve a un pasado estático e irrecuperable, a diferencia, la poesía conforma nuestro ideal hacia un futuro, porque el hombre sabe que en la palabra esta la esperanza. Si bien es cierto que el realismo no admite idealizaciones, la poesía seguirá en su empuje, avanza, resiste, acepta el desafío, como si se pudiera ordenar lo inconmensurable, ya se sabe que ella es el camino a la perfección. El poema es vía de acceso al tiempo /puro, inmersión en las aguas originales de la existencia. —según Octavio Paz— La poesía no es nada /sino tiempo, ritmo perpetuamente creador. Ella nos salva de toda muerte, los poetas son seres delirantes de inmortalidad y certezas. Exaltamos aquí la poesía, (no la que crea su propio Paraíso), sino la “combativa” que acompaña al hombre hacia la permanencia:
La poesía con su esplendor total orquestando la llama de la vida. Flor que va ensanchándose como una promesa, repleta de amapolas, y Mundos, encendiendo la atmósfera de vigilias continuas para vislumbrar lo que vendrá. Poesía es la palabra de la última vendimia. Estará vuelta al silencio de las moradas solas, vaciando la mesa de las falsas ofrendas. Ahora se colorea el intacto retablo del mañana. El tiempo está llegando con sus candiles para dejar brillando el establo de la noche otra vez, otra vez clamando y cayendo ante hombres que simularon leer palabras, las grandes palabras que sin falta se cumplirán.
Viajes, lecturas, meditaciones, diálogo, escritura, magisterio, pasiones y polémicas; todo eso ha ido conformando el universo poético de Alfredo Pérez Alencart. En Barro del Paraíso, lo hemos acompañado en esa búsqueda hacia lo trascendente, en el camino de la renuncia de ese mundo que gira alrededor del sinsentido y la vanidad. Hay aquí más que profundos acentos bíblicos o ciertas rememoraciones, más que resonancias de una poesía que nos antecedió. No se trata de simples exhibiciones de las realidades, llama la atención el dinamismo de sus propuestas y sus muchas preocupaciones, la inquietud que provoca en sus lectores, su saber esencial e insustituible. El altruismo en Alencart no es puro formalismo, piensa en el otro, en el prójimo, en el poeta hermano de todas las latitudes. Muchos conocemos el quehacer monumental e indetenible de este poeta.
Cuanto agradecemos esa poesía que nos acerca a la plenitud dadora de vida y esperanza. Después de leer Barro del Paraíso, nos quedamos con una fuerte impresión de inmensidad, lo que ocurre siempre que nos acercamos a una poesía de aperturas, que se extiende hacia lo inconmensurable. Aquí se cumplen las palabras de Huidobro: El poeta nos tiende la mano para conducirnos más allá del último horizonte, más arriba de la punta de la pirámide…, Alencart: ha plantado el árbol de sus ojos y desde allí contempla el mundo, desde allí nos habla y nos descubre los secretos del mundo.
© All rights reserved Odalys Interián
Odalys Interián (La Habana, 1968), poeta, narradora y crítica cubana residente en Miami, dirige la editorial Lyrics & Poetry Editions, es miembro de la Asociación Internacional de Poetas y Escritores Hispanos e instructora del Taller de Creación Poética del Centro de Instrucción para la Literatura y el Arte, en Miami. Entre sus publicaciones están los poemarios: Respiro invariable (La Habana, 2008), Salmo y Blues (Miami, 2017), Sin que te brille Dios (Miami, 2017), Esta palabra mía que tú ordenas (Miami, 2017), y Atráeme contigo, en colaboración con el poeta mexicano Germán Rizo (Oregón, 2017). Sus ensayos literarios aparecen en Acercamiento a la poesía (Miami, 2018). En su actual ciudad de residencia ha sido premiada con el de poesía en el prestigioso Concurso Internacional Facundo Cabral 2013 y en el certamen Hacer Arte con las Palabras 2017; obtuvo primera mención en el I Certamen Internacional de Poesía “Luis Alberto Ambroggio” 2017 y tercera mención en el mismo concurso de 2018. Fue merecedora del segundo premio de cuento de La Nota Latina 2016. Su obra poética y narrativa ha aparecido en revistas y antologías de varios países. Premio Internacional Francisco de Aldana de Poesía en Lengua Castellana (Nápoles, 2018), y Premio Dulce María Loynaz (2018).