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enero 2025

¿A QUÉ VOLVER? / WHAT’S THERE TO COME BACK TO? Mónica Lavín. Translated by Dorothy Potter Snyder

¿A qué volver? Mónica Lavín

            Cuando una mujer se va, no hay que dejarla volver a casa. Pero cómo iba yo a ignorarla, si toda la noche se estuvo fuera. Tocó y pregunté quién. Vete, le dije. No habló más. Escuché la lana del abrigo frotar la madera mientras escurría para caer sentada en el escalón. La imaginé abrazada al bolso con el que partió. Ese bolsón de fin de semana, el que usábamos cuando —muy de vez en cuando— se nos ocurría dejar la ciudad. Eché los huevos en el sartén y el chirriar del aceite veló el sonido del clínex con el que seguramente se sonaría las narices. Era noviembre, a esta altura siempre hace frío por las noches y ella moquea con el frío. Saco los huevos y los coloco con una rebanada de jamón en el plato. Es la última, desde que se fue compro muy poco. Nunca había hecho yo las compras antes, al principio pedía medio kilo, pero cuando tuve que tirar casi todo el embutido lijoso y verde después de una semana, me di cuenta de que 100 gramos bastaban. Comenzaba a disfrutar ir al supermercado. Era un espacio limpio e iluminado. En la casa yo sólo encendía el cuarto de la televisión y la habitación. Ya nunca el farolito de la entrada donde ahora Marta se acurrucaba en la penumbra.

    Arremetí contra las yemas con un pedazo de bolillo. Hundí los ojos en ese magma amarillo que resbalaba por la clara coagulada. Me irritaba escuchar su respiración. Nunca debimos comprar esta casa con materiales baratos. Todo se escucha. Cuando nos mudamos, oíamos a los vecinos jalar el excusado, y con el último hijo soltero en casa jugábamos a adivinar quien había sido. Marta se reía. Entonces, con Julián en casa, se reía mucho. Él la consentía, ella igual. Niñas, hubiera sido mejor una niña que me mimara. Siempre sospeché que el cabrón con el que se había ido era como Julián, risueño y cariñoso. Pero a mí la lisonja y el abrazo permanente no se me dan. Me basta una mirada que cale hondo, cómo cuando le dije adiós a Marta mientras cogía su abrigo pardo.

    — ¿No me retienes? — preguntó dolida.

    — Tú te quieres ir. No hay nada que hacer.

    — ¿Acaso piensas que es el paraíso aquí a tu lado?

    — Es solamente aquí a mi lado.

    ¿Por qué estaba allí ahora tras la puerta? Tres meses de lejanía no eran suficientes para suturar el alma, el dolor seguía escurriendo a borbotones como las yemas que devoraba a toda prisa para acallar con mis mandíbulas la certeza de su regreso.

    Si es una perra que duerma como una perra, pensé apurando la cerveza que tomaba como somnífero todas las noches. Cuesta no caer en el melodrama y aceptar lo difícil que es dormir sin el cuerpo de Marta a mi lado, sin su olor a cremas y a mujer marchita.  Sentí el deseo cínico de desearle buenas noches mientras arrastraba mis pies con pantuflas hacia la planta alta.

    ¿No se fue enamorada? ¿No tuvo la honestidad de herirme con la verdad? Necesitas macho a tu lado, ¿verdad?, ni siquiera te vales sola. Yo tampoco me valía solo. Esa era mi rabia. La odiaba por tenerla lejos, la odiaba por estar allí humillada tras la puerta y la odiaba por querer volver a mi lado. Me había decepcionado. No, no cuando se fue. En mi dolor, admiraba su posibilidad de cambio, de sálvese quien pueda. Tal vez la vida podía ser más cordial. Pero había de nuevo elegido esta muerte compartida. Porque la costumbre cobija y aniquila y los sobreentendidos llenan los silencios. Uno se vuelve un abonado, con un destino impuesto, como cuando no se podía elegir.

    La cama es fría, helada, así siempre son las camas cuando las violentamos. Pero está arrugada, llena de migas, sin la cortesía que Marta hacía a las sábanas que esperaban la placidez de nuestro sueño. Era un territorio enemigo. La vida se me ha vuelto un territorio enemigo. Al principio sentí la rabia suficiente para intentar localizarla y batirme a golpes con el rival. Pero ella se había ido, los golpes no eran para el hombre que le ofrecía otra estación temporal. A lo mejor eso era el amor, andenes en un largo trayecto. Hay quienes no salen de la estación nunca. Siempre les falta algo en la maleta. Marta había olvidado maleta, salió tan triste. No airosa, desecha. No podía enojarse conmigo, nunca pudo, ni cuando yo me quedaba callado y ella platicaba de su círculo de lectores o de su clase de jazz.

    ¿A qué volver? ¿Hizo un balance? ¿No resultó tan galán el galán? ¿Tiene mal aliento, mal humor al despertar? Ha vuelto a envejecer conmigo. A debatir el silencio de los sesenta años, el epílogo de 35 años de matrimonio. La odio. Que se muera de frío, que se suene toda la noche, que los mocos se le hagan estalactitas en la nariz enrojecida.

    Otra vez huevos fritos para el desayuno, las noticias en la televisión. Creo que se fue, tal vez se murió de frío. Tal vez nos morimos de frío. Marta siempre gritaba: el suéter Víctor, no olvides salir con suéter. Yo no era un niño. Me lo ponía a regañadientes. Las esposas se vuelven madres, los esposos hijos. Julián y yo nunca nos llevamos bien. Un día me dijo que se llevaba a su madre a cenar. A ti no te gusta salir de noche, pá.

    Volvieron riendo, oliendo a vino. No les hablé al día siguiente. Tienen mal aliento, les dije. Seguramente Marta allí detrás de la puerta tendría ese aliento trasnochado, la lava amarilla volvía a esparcirse sobre el blanco del huevo y yo la atrapaba con vehemencia con el pan endurecido. Entonces la oí moverse. Oyó el cepillar de mis pantuflas y se atrevió a llamarme. Víctor, por favor.

    Hay perras que viven dentro de casa pensé y abrí la puerta donde estaba recargada. Perdió balance y cayó sobre el piso. Sin mirarla regresé a la mesa. Gracias, Víctor, dijo mientras se acomodaba el pelo y de pie, sin soltar su bolsa y abrazando su abrigo, se sacudía el frío de la noche. No sé estar sin ti.

    Al principio sus pasos fueron titubeantes, pidió permiso para prepararse un desayuno, para ducharse, para mirar la televisión conmigo, para llamarle a Julián. Y las ojeras, y el miedo y la docilidad se fueron borrando hasta volverla la señora de su casa como siempre había sido. Sólo que yo de cuando en cuando le miraba los brazos flácidos que asomaban por su blusa de flores y los imaginaba enredados en otro cuerpo y entonces la odiaba. La oía reír con algo de la televisión y su alegría me recordaba la cama arrugada durante tres meses y su risa en otro lado. Cómo se habrá reído. De lo nuestro nunca hablamos. El silencio como de costumbre y la costumbre, en silencio, acabaron por colocar las piezas en su sitio.

    Nos mirábamos poco a la cara, y no habíamos hecho el amor más. Marta no se atrevía a romper mi castigo y yo no quería alborotar los rencores. Una mañana de desayuno, con la mirada fija en la yema soleada sobre mi plato, Marta extendió una mano cariñosa y tocó mi antebrazo.  Necesito tus caricias, Víctor. Bastó esa palabra para que empuñara el tenedor y clavara esa mano que me había rozado contra la mesa.

    Ahora el silencio es total, ella se acaricia la mano dañada cuando desayunamos, cuando miramos la televisión, cuando dormimos, cuando mira ausente la puerta que un día le abrí.

What’s There to Come Back to? Mónica Lavín, translated by Dorothy Potter Snyder

When a woman leaves home, you shouldn’t let her back in. But how was I supposed to ignore her when she was out there all night? She knocked, and I said, Who’s there? I told her, Go away. She didn’t say anything. I heard her wool coat rub against the wooden door as she slid down to a sitting position on the step. I imagined her hugging the suitcase she’d left with, that big weekend bag, the one we used on those very rare occasions when it occurred to us to get out of the city. I threw eggs into the frying pan, and the sizzling oil drowned out the sound of her blowing her nose. It was November, and at this altitude it’s always cold at night, and she gets all stuffed up from it. I took the eggs out of the pan and put them on a plate with a slice of ham—the last slice. Since she left, I buy very little. I never did the shopping before, and at first, I’d order a half kilo, but after a week, when I had to throw out most of the cold cuts because they’d gone all slimy and green, I realized that a hundred grams was enough. I started to enjoy going to the supermarket. It was clean and well-lit. At home, I only turned on the lights in the TV room and the bedroom.  I no longer turned on the little lantern at the front door where Marta was now huddled in the shadows.

    I attacked the yolks with a piece of bread, and then gazed deeply into the yellow magma as it slid into the coagulated whites. It annoyed me to hear her breathing out there. We never should have bought this house with its cheap materials. You can hear everything. When we moved here, we could even hear the neighbors flush the toilet, and with our last unmarried kid still living with us, we would all play at guessing who had done it. Marta would laugh. Back then, with Julian at home, she used to laugh a lot. He spoiled her, and she did the same to him. Girls. It would have been easier if we’d had a girl to spoil me. I always suspected that the son-of-a-bitch she left me for was just like Julian: cheerful, affectionate. But flattery and the lingering embrace are not my cup of tea. For me, a penetrating look is enough, like when I said goodbye to Marta as she was taking her brown coat.

    “You’re not going to stop me?” she asked, hurt.

    “You want to leave. There’s nothing to be done about it.”

    “Maybe you think that it’s paradise living here with you?”

    “It’s just here, with me.”

    Why was she there now on the other side of the door? Three months of separation weren’t enough to mend my soul. The pain kept bubbling up in me like the yolks that I wolfed down as if to eradicate the inevitability of her return with my jaws.

    If she’s a bitch, let her sleep like a bitch, I thought, finishing off the beer I drank every night to get to sleep. It’s hard not to indulge in melodrama and to accept how difficult it is to sleep without Marta’s body next to me every night, without her smell of creams and dried-up woman. I felt a shameless desire to say goodnight to her as I shuffled upstairs in my slippered feet.

    Didn’t she leave for love? Didn’t she have the integrity to wound me with the truth? You need a guy to be with, right? You’re good for nothing by yourself. I wasn’t good for anything by myself, either. That’s what I resented. I hated her for being gone, I hated her for humiliating herself right there behind the door, and I hated her for wanting to come back to me. She had betrayed me. No, not when she left. Even in my pain, I admired her openness to change, her attitude of every man for himself. Maybe life could’ve become more joyful. But she’d chosen this shared death again. Because habit protects and obliterates, and tacit understandings fill the silences. One becomes like a subscriber to life, saddled with a predetermined fate, unable to choose one thing over another.

The bed is cold, frozen, like beds always are when we mistreat them. But it’s also wrinkled and full of crumbs, deprived of the kindnesses Marta used to bestow on the sheets that once awaited our peaceful slumber. It was enemy territory. Life has become enemy territory for me. At first, I was angry enough to think about finding her and duking it out with my rival. But it was she who’d left, and my punches weren’t for the guy who’d offered her a transitory stop along the way. Maybe that’s what love is, train platforms on a long journey. There are people who never leave the station. They’re always missing something in their suitcases. Marta had gone off so sad that she’d forgotten her suitcase altogether. Not triumphant but broken. She couldn’t get angry with me, she never could, even when I greeted her chatter about the book club or jazz class with silence.

    What’s there to come back to? Did she reassess? Did the hunk turn out to be not so hunky after all? Does he have bad breath? Is he grumpy in the morning? She’s come back to grow old with me. To contend with being sixty, with the silence, the postscript after thirty-five years of marriage. I hate her. May she die of cold. May she sniffle and blow all night long, and may the snot turn into stalactites on her sore, red nose.

            Fried eggs again for breakfast, the TV news. I think she’s gone. Maybe she froze to death. Maybe we both froze to death. Marta always shouted: A sweater, Victor, don’t forget to take a sweater! I wasn’t a child, but I put it on, reluctantly. Wives turn into mothers, husbands become children. Julian and I never got along. One day, he told me he was going to take his mother out to dinner. You don’t like to go out at night, Pop.

    They came back laughing, stinking of wine. I didn’t speak to them the next day. You have bad breath, I told them. No doubt, there behind the door, Marta would have that sour, up-all-night breath. The yellow lava once again flowed out onto the egg white, and I trapped it with a piece of stale bread. Then I heard her move. She heard my slippers brushing against the floor and dared to call out to me.

Victor, please.

    There are bitches that live indoors, too, I thought, and I opened the door she was leaning against.  She lost her balance and fell backwards onto the floor. Without looking at her, I returned to the table. Thank you, Victor, she said, as she patted her hair back into place. Clutching her bag and hugging her coat around her, she stood there, shaking off the night’s chill. I don’t know how to be without you.

    Her first steps were uncertain. She asked permission to make herself some breakfast, to shower, to watch TV with me, to call Julian. The circles under her eyes, the fear, and the meekness slowly began to disappear, until she became the lady of the house again, just like always. Nothing changed. It was just that, occasionally, when I’d look at her flabby arms sticking out of her flowered blouse, I’d imagine them wrapped around another body, and then I hated her. I’d hear her laugh at something on the TV, and her happiness reminded me of the bed that had been wrinkled for three months, and her laughter that had been somewhere else. How she must have laughed it up! We never talked about our relationship. Silence as habit, and habit, in silence, finally put all the pieces back in their places again.

     We rarely looked at each other directly, and we didn’t make love anymore.  Marta didn’t dare to call a halt to my punishment of her, and I didn’t want to stir up hard feelings. One morning at breakfast, staring at the sunny egg yolk on my plate, Marta reached out her hand lovingly and touched my forearm. I need your caresses, Victor. That was all it took. I gripped my fork and speared the hand that had touched me, pinning it to the table.

    Now the silence is complete. She strokes her damaged hand when we have breakfast, when we watch TV, when we sleep, and when she absently gazes at the door that I once opened to her.

Del libro PLACERES CÁRNICOS/MEATY PLEASURES de/by Mónica Lavín, traducido por/translated by Dorothy Potter Snyder publicado/published by katakana editores 2022, disponible/available via amazon

© All rights reserved Mónica Lavín

© All rights reserved for the translation Dorothy Potter Snyder

Mónica Lavín (Mexico City, 1955) has authored over twenty novels and short stories and essay collections. She was awarded the Gilberto Owen Premio Nacional de Literatura for her short story collection Ruby Tuesday no ha muerto, the Premio Narrativa de Colima for her novel Café cortado, the Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska for the novel Yo, la peor, and was shortlisted for the Vargas Llosa Novel Award for her novel Cuando te hablen de amor. She is a professor and researcher at the Autonomous University of Mexico City and a member of Mexico’s prestigious Sistema Nacional de Creadores.

Mónica Lavín (Ciudad de México, 1955) es autora de más de veinte novelas y colecciones de cuentos y ensayos. Ha sido galardonada con el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen por su colección de cuentos Ruby Tuesday no ha muerto, el Premio Narrativa de Colima por su novela Café cortado, el Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska por la novela Yo, la peor, y fue preseleccionada para el Premio Vargas Llosa de Novela por su novela Cuando te hablen de amor. Es profesora e investigadora de la Universidad Autónoma de México y miembro del prestigioso Sistema Nacional de Creadores de México.

 

Dorothy Potter Snyder (Philadelphia, 1960) writes short fiction and essays and translates literature from Spanish. Her work has appeared in The Sewanee Review, Exile Quarterly, Two Lines Journal, Public Seminar, Reading in Translation, La Gaceta de Tucumán, and Review: Literature and Art of the Americas, among others. Her short story, La puerta secreta(The Secret Door) won recognition in the 2020 San Miguel Writers Conference International Short Story Competition and her story Amor quemado (Burnt Love) was selected for Teresa Magazine’s anthology Fin del mundo (2020). A former New Yorker, she lives in Hillsborough, NC.

Dorothy Potter Snyder (Philadelphia, 1960) escribe ficción y traduce literatura del español. Sus textos se han publicado en The Sewanee Review, Exile Quarterly, Two Lines Journal, Public Seminar, Reading in Translation, La Gaceta de Tucumán y Review: Literatura y Arte de las Américas, entre otros. Su cuento La puerta secreta fue premiado por el Concurso Internacional de Cuentos 2020 de la Conferencia de Escritores de San Miguel, y su relato Amor quemado fue seleccionado para la antología Fin del mundo (Teresa Magazine 2020). Una ex-neoyorquina, vive en Hillsborough, Carolina del Norte.

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