Sé plural como el universo, decía Pessoa, que no sabía quién era ni que alma poseía. Hablaba con sinceridad y no sabía con cuál de ellas. Las creencias, si las tiene, se van en ansias. El repudio, como las creencias que nunca tuvo. Es una complejidad amena esa de ser multitudes. Whitman. Diversamente otro que yo del que no tiene certeza que exista.
La idea del trabajo literario concebido a través del autor, no por el autor. Me surge la idea del poeta como medio –que no es nueva, pero siempre es fresca–, cuando el mensaje es su propio medio. Medium. Medianía de miradas. Los humanos –en tanto identidad, cultura, personalidad, lecturas– nunca somos una sola cosa. ¿Por qué esperar otra cosa de Pessoa?
Lo igual siempre es lo mismo.
Siendo nosotros portugueses, conviene saber lo que somos, dijo el cartógrafo de Lisboa, la ciudad por la que acostumbraba caminar como el hombre en la multitud de Poe. Se encontró a sí mismo más de las veces que hubiese querido. Siempre una fuga. Un cuarto con innumerables espejos fantásticos que desvían hacia los reflejos falsos. Eso. No encuentra el reflecto. No refracta fondo. Da igual. Lo que en el individuo se dice autor no es más que la proyección de lo que se impone al texto. Foucault. Se siente vivir vidas ajenas en sí mismo. Fernando. Antonio. Nogueira. Pessoa.
No hay panteísmo para el ego. Mas, allí están sus todos él: Alexander Seich, Ricardo Reis, Álvaro de Campos, Alberto Caeiro y otros sesenta y ocho displicencias llamadas heterónimos, un anónimo como la hidra; un homónimo de la hiedra. Hedera. Hedónica. Como Álvaro. Una suma de no-yos sintetizados en un yo postizo.
Nada se remite a la totalidad, porque nada nunca queda completo. Solo en la muerte el todo arrasa como la nada.
Pessoa siempre presumió de roto desde pequeño. Muere el padre, cae en desgracia la madre y zarpa a Suráfrica con el padrastro. Quebrado, sin duda. Nunca me siento tan portuguesamente yo como cuando me siento diferente de mí: Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Álvaro de Campos, Fernando Pessoa, y cuantos más haya habidos o por haber, escribió una vez.
Lo que es certero es que el autor de tantos versos nunca tuvo una única personalidad. Claramente, la voz en Pessoa es clínica. Un punto de reunión, como él mismo decía. Una geografía. La realidad es así de esquizo. No somos una sola cosa. Nunca somos una sola cosa. No podemos ser una sola cosa. En algún lugar leí que Pessoa, irónicamente, de todas las cosas que temía era la locura lo que más le aterraba. Por supuesto, nadie que sea tan consciente de lo que es perder la razón puede decirse enteramente loco. El loco nunca se sabe loco, pero el poeta, en cambio, es loco. El trabajo nada tiene que ver con quien lo escribe.
Eso sí: alcanza Pessoa, de algún modo, a entregar una teoría de las emociones como racionalización del alma. Pero quien lo sabe no lo asegura. En El libro del desasosiego, dice Bernardo Soares (semi-heterónimo de Pessoa) que como no tomamos nada en serio, y creemos que la única realidad cierta es la que es traducible en emociones. Las emociones –como la fe- solo se siente, y suele hacer de un perfecto refugio. Las emociones, como los grandes países desconocidos, son explorables.
Igual: si la poesía expresa emociones, se pavonea compleja y variada como multiplicidad de manifestaciones. El sujeto/ poeta asume, entonces, tantas encarnaciones dramáticas como desee, sin necesariamente identificarse con alguna de ella. El escritor, la voz y el texto se tornan indisolubles. Una máscara que transparenta y oculta. Un performance. Juego.
El mundo sólo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados. Soares, nuevamente. Como si marchara en medio de un cierre de campaña política, como si supiera que el que quiere poco, tiene todo y el que tiene nada es libre. Nada más propio que el estoicismo de Pessoa a través de sus heterónimos, porque, todo cuanto cesa es muerte, y la muerte es nuestra. Son plácidas todas las horas que malgastamos, diría Reis.
Y es verdad.
La voz se hila en la pérdida, en lo dicho, en lo que queda. Es aparcar cúmulos en un lote de aire por donde van transitando otras voces provenientes del mundo, del cielo, de uno mismo. La voz se torna en esa materia invisible del poeta que solo timbra por allanarse en presencia. La voz es un gesto o el tono de la forma. Mas, si la voz es personalidad, en Pessoa despersonaliza.
Es entendible. Hablar –poetizar– es evocar todas las voces que hablan en la nuestra. Un cuerpo repetido. El reemplazo de lo que no es, y queda claro: nunca somos una sola cosa.
Es una complejidad amena esa de ser multitudes.
© All rights reserved Elidio La Torre Lagares
Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.
twitter: @elidiolatorre