He descubierto finalmente a la primera modelo. Ha sido por casualidad. Me asomé al ventanal de la sala para ver a una ardilla que corría por encima de un cable que supongo es de teléfono, que cuelga justo enfrente, y fue otro el “animalito” que me sacó de ese estado de ternura casi patética que me provocó la acrobacia del petigrís de marras. Confieso que por estos días padezco una suerte de melancolía delirante, un desatinado afecto por los recuerdos que no se reducen a una memoria inmediata, de semanas, de meses, ni siquiera de un par de años. Va más allá, es una nostalgia que porfía, que me golpea fuerte y me lleva lejos; pasajes hasta de mi infancia que muchos de ellos suponía olvidado; una desencajada reminiscencia que últimamente me machaca por cualquier motivo o impulso. Puede sea que todavía tengo saudade de Amalia. Que lo mismo extraño a mis hijos. Que no me acostumbro a mi soltería a pesar de las bondades que carga, no voy a negarlo.
No la conozco. Sospecho se trata de una de las tantas muchachas que me advirtiera el dueño del edificio vienen a tirarse fotos con él. Y su belleza, aun cuando suene trillado el bocadillo, es despampanante y me invita no sólo a masturbarme, sino a romper esa esterilidad literaria que se ha vuelto mayúscula y comienza a molestar; hace más de dos meses que no consigo borronear una cuartilla, a eso me refiero; ni siquiera los correos electrónicos me salen coherentes. Pero después de verla desnuda, con unos tacones verdes enormes, moviéndose como gata por el feo jardín trasero del edificio, delante de una cámara, no me cabe dudas que algo escribo.
Con cierto sigilo me pego a la ventana y no le quito la vista. Ella, por su parte, sabe que la disfrutan más allá del lente y no le importa. Se inventa poses la muy desvergonzada, que no se las han pedido además, encima de un sofá viejo que ha traído el vecino de los bajo para un asado que anuncia va a hacer todos los domingos y, llega el lunes, y nada. La imaginación de la chiquilla es fértil, lo que incomoda un poco al dueño fotógrafo. La mía se desata y saboreo cada gesto de la joven en lo que amolda su abundante pelo rojo, se recuesta en el sofá, y transforma su rostro en un rictus coagulado de placer, separando por fin sus piernas hasta que con su mano levanta una, fijándola cerca de su oreja izquierda. El performance ostenta su centro entre ocre y escarlata, que contrasta sobremanera con su piel caucásica; un tajo enorme con unos labios que guardan una simetría enfática. Toda ella, por los colores de sus zapatos, su pelo y su rajadura, se me antoja un regalo para navidad, y me provoca unas ciclópeas ganas de saltar desde el segundo piso. La altura, las ventanas, trazas de lo que queda en mí de sentido común, reprimen el deseo.
Me ha visto, y no, debo decir que por primera vez establece contacto visual conmigo y yo asumo con procacidad el reto de soportar su miramiento. Ella está al tanto desde el inicio, pero aparentaba ignorarme. Sin embargo, ahora ya es manifiesto; conseguimos una expresa complicidad y como único reproche a mi concupiscencia me regala una pícara sonrisa, lo que hace que el fotógrafo dueño del edificio me observe con cara de poquitos amigos, lo que me importa un carajo.
Es cuando la ansiada entelequia se desanuda y cerrando los ojos me visualizo desmotándome de un caballo. Ya en el suelo me quito una pesada armadura y desenvaino una espada enorme. Camino en medio de un terreno infecundo, tal y como el jardín en que ella se ofrece impúdica, donde además hubo antes una sanguinolenta batalla. Echo un vistazo a mí alrededor y solamente distingo cuerpos mugrientos, ensangrentados. Dos cóndores se posan cerca. La fiesta para las carroñas se declara abierta. La busco, y no es con la intención de salvarla. Sospecho es mi enemiga, una suerte de bruja iniciada con la que voy a luchar hasta reducirla para que luego me complazca. Lo que será, lo que le haré, no lo concibo con claridad. Esos sí, toda mi fantasía la vislumbro comenzando por su extraordinaria vulva, y mi lengua tendrá un papel protagónico.
Y no la veo por ninguna parte. En cambio, a lo lejos reconozco a mi paloma, que levanta el vuelo pavorosamente. De vuelta a la realidad sonrío, demasiado vino esta tarde de domingo. Pienso en Bukowski y lo parafraseo: el escritor únicamente llega a serlo cuando está escribiendo. Nada más saboreo desde la altura a un hermoso cuerpo y a una linda cara de loca anglosajona. Igualmente, la visión se desarrolla al amparo de un espacio horrible para inventarme una leyenda en la que ella aparezca tal y como se muestra. Tampoco cabe una paloma en un sitio en el que dos cóndores se dan gusto.
A punto de renunciar a mi ficción, la modelo trepa una escalera de metal recostada a un árbol e improvisa un gesto, como si fuese a lanzar una flecha. Confirmo entonces que es una hechicera ubicada en lo alto de un pequeño acantilado, apuntándome con un arco, con su cabello rojizo batiendo y dispuesta a atravesarme. Tiro la espada, que he sostenido todo el tiempo. Corro hacia ella.
— Si vas a matarme —grito— lo harás cuando consiga estar entre tus piernas y allí logre escribir este cuento.
© All rights reserved Denis Fortún
Denis Fortún (La Habana, 1963). Poeta y narrador. Artículos de opinión, cuentos, poemas y crónicas de su autoría con un toque humorístico sobre la cotidianeidad en Cuba y su exilio, aparecen con regularidad en bitácoras de otros autores, en diversos ciberportales, y lo mismo en revistas impresas de Miami. Textos suyos han sido incluidos en antologías de narrativa y poesía en Cuba, México, Estados Unidos. Edita el blog Fernandina de Jagua. Ha publicado el poemario “Zona desconocida” (décimas), “El libro de los Cocozapatos” (narrativa) y “Diles que no me devuelvan” (crónicas).