Termino de leer Bares Vacíos del argentino Martín Cristal y recuerdo el sentimiento del que emigra de forma voluntaria o no. En su libro Martín nos transporta junto con su protagonista Manuel a una Ciudad de México no muy lejana y digo no muy lejana porque me sorprenden ciertos detalles como el referente de los audiocassettes o de los vochos (volkswagen beetle) vehículo que solía ser tan omnipresente que prácticamente podían conseguirse piezas de refacción para repararlos en las farmacias.
Lo que curiosamente ha cambiado (no porque haya mejorado en realidad) es la visión de la ciudad de México como un territorio amenazante, hoy día y gracias a la “guerra contra el narco”, todo el país “goza” de ese ambiente de inseguridad que otrora hiciera famoso al Distrito Federal.
Manuel es un argentino indocumentado que se gana la vida en un bar llamado Vampire State, y en cada capítulo que toma como punto de partida una bebida (no necesariamente alcohólica) pasamos de la vida vacía de una socialité mexicana que no tiene más tema de conversación que sus escapadas a Miami, a la vida de Tony jefe de seguridad del Vampire State que en otra época fue luchador profesional a su relación con Yenni una de las bailarinas del bar donde ambos trabajan.
Bares vacíos tiene la virtud de ser entretenida al tomar giros inesperados cuando el narcotráfico aparece en escena, pero al mismo tiempo invita a la reflexión:
A lo mejor Tony siente que, de alguna manera, al tomarme como su diario íntimo o su biógrafo personal, su desgracia ya no es tan desgraciada, porque se transforma en narración, en algo que —haya sido bueno o malo para él— merece ser contado y también escuchado. Pareciera que eso elevara la vida de las personas: tu vida podrá ser una mierda, no valer ni medio centavo, pero si merece ser contada entonces merece ser oída, y ahí ya vale algo más. Tu vida es una cosa y tu vida narrada es una cosa distinta, algo que puede ser aún más importante.
Como decía al inicio de esta reseña, en mi calidad de inmigrante me identifico con Manuel cuando de forma continua en las páginas de la novela a través del idioma común, el español, se reconoce como alguien que no pertenece, lo encontramos “traduciendo” modismos mexicanos al lenguaje coloquial argentino:
me dice, un gorro, tiene que ser con gorro, con gorro o nada, gorro o gorro, gorro, en fin, con el putísimo gorro, que en México es a lo que en Argentina se le diría forro (mirá vos, una F por una G, casi nada, un matiz alfabéticamente tan próximo, mínimo); o sea, un forro, lo que en cualquier otra parte se llamaría condón o preservativo
Esta continua reflexión no es un juego gratuito, con frecuencia damos por sentado que el español nos une de forma automática como latinoamericanos, cuando en realidad, como nos dice Jorge Volpi en su ensayo “el Insomnio de Bolivar” es poco lo que sabemos unos de otros.
El idioma es un puente que facilita, sin lugar a dudas, las relaciones humanas, y al ser el medio nos demuestra de forma inequívoca lo que Don Luis (un barman oaxaqueño que tuvo su propia historia de inmigrante en Inglaterra) qué es en realidad lo que puede anclarnos a un terruño:
Se entiende. De Oaxaca a Londres. Como de la Tierra a la Luna. El idioma, las costumbres (“ya sabes, los carros con todo del otro lado. Tú dirás que uno ya sabe de todas esas cosas desde antes de ir, pero no, no se las aprende hasta que, cruzando una calle, casi te atropellan por mirar para el lado equivocado. Hasta que no lo vives…”). El trabajo era lo único que dentro de todo coincidía con lo que don Luis —por entonces Luis, a secas— hacía antes. Bueno, a lo mejor en Acapulco preparaba más cócteles y en Londres servía más cerveza Guinness, pero el trabajo en sí era más o menos lo mismo. Por eso ahí, tras la barra de un exclusivo pub londinense, se sentía verdaderamente a gusto […]
Luis no extrañaba México (“Londres era tan diferente para mí que había mucho que aprender, y por eso no había tiempo para hacer comparaciones. Las comparaciones son lo que te hace extrañar. Yo estaba tan concentrado en aprender el idioma, en conocer gente, en hacer bien mi trabajo, en que no me atropellara un auto… ¿En qué momento iba a extrañar?”). Si se volvió no fue porque extrañaba México en sí, sino porque extrañaba a sus amigos de México.
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