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Puede 2024

BARCELONA. . . aquella ciudad que ya no existe. Eduard Reboll

A vuelta de pájaro, desde la sierra de Collserola en este momento, en lo que hoy llamamos carretera de les Aigües, observo que ya no emerge el humo de las chimeneas que permitió a principios de siglo XX, convertirse en una urbe referente y muy ligada al ramo textil en Europa. Las tejas de barro en las casas que albergaban a los trabajadores de las industrias del momento, hoy, ya casi han desaparecido y lo ocupan las viviendas de diez pisos en los distintos barrios obreros de la ciudad en lo que hoy popularmente llamamos Nueve Barrios. Se han evaporado también ciertas zonas campestres y aquellas chabolas que se establecían en lugares ligados a las rieras y montículos adyacentes donde los emigrantes, que hacia los años sesenta venían para favorecer a Barcelona en su crecimiento, no encontraban lugar donde residir.

Durante mi niñez, las mujeres, llevando el cántaro a sus espaldas, permitían que la conversación y la sororidad tan extendida mientras caminaban por las calles adoquinadas, fuera un modo de socializar entre ellas. Lavaban su ropa de cama, y la que protegía su piel, en los lavaderos públicos ubicados en cada parroquia vecinal. Asimilaban el arte de coser por iniciativa propia bajo la aguja, el hilo y el dedal en la mano. Y las más prolijas en dinero, o distinción oficial, acudían a una escuela de costura y confección. Allí aprendían, en un tiempo donde la explotación y dominio del género por parte del hombre era un retrato común, a diseñar y modelar sus vestidos donde la falda cubría sus rodillas y las blusas, de cuello abierto, se cerraban con distintos pañuelos de seda cuando los caballeros reseguían con sus pupilas el contorno y su figura, mientras circulaban por la acera.

Piropos por doquier cuando el sombrero se alardeaba cubriendo las gafas de sol. O cuando el tacón marcaba su sonido en un suelo de madera de cualquier tienda de abrigos de piel en el Paseo de Gracia. Ofensas de “puta y guarra” cuando en la calle d’en Robadors o las Tàpies del barrio Chino, las prostitutas alardeaban de su yo provocador y abierto a los clientes que pasaban preguntando el precio de sus servicios. Los mismos, variaban según fueran ofrecidos bajo un simple desnudo. Una masturbación con aceite de rosas. Una felación bajo aquellas oraciones teatralizadas y complacientes de “Nunca he visto una como la tuya…”. O cuando, una prestación de cama, implicase, más que un coito entre sudarios, una escucha confesional con aquel fin tan porno-cinematográfico del “Aaaah Aaaah …” imitando la llegada del acto para después cobrar 500 pesetas (la moneda del pasado) y decirle: “Ya sabes amor mío, cada vez que me necesites estoy aquí en la cafetería El Coyote esperando por ti”. A la salida de aquellas “Casas de Habitaciones”, se alternaban los bares de camareras junto a las casas de Gomas y Lavajes. Tiendas donde se compraban condones de distintos modelos y tamaños. Y donde se hacían purificaciones higiénicas o farmacológicas en las partes íntimas masculinas, para evitar la gonorrea, la sífilis y las enfermedades venéreas. El hedor a coñac Terry o Fundador y a humo de cigarrillo negro, acompañaban el vagabundeo nocturno de sus habitantes del lugar, hoy, por nombre, El Raval.

Las niñas lucían sus batas blancas para asistir al centro escolar acompañadas de sus madres. Durante el recreo, no había muñecas, pero sí las cintas recogiendo el pelo por detrás, al ritmo de una cuerda para saltar mientras cantaban la canción “Al pasar la barca, me dijo el barquero, las niñas bonitas, no pagan dinero”. Fue la melodía favorita entre las alumnas hasta finales de lo década de los 70. Cuando llegaba la primavera, tenían que esperar al domingo de Pascua y lucir un diminuto traje de novia con corona en la frente, para disimular el matrimonio con Dios durante su incipiente comunión. E imaginar que un futuro prometido, por unos minutos, arropado de general con hombreras y marchando a su lado, culminaría aquel acto litúrgico. Hasta que un día le pidiera la mano para liberarse de trabajar y criar a sus hijos en una escuela religiosa como la de los salesianos, las carmelitas, los jesuitas, las dominicas o los maristas, mientras fuera al mercado de Gracia, El Ninot o la Boquería a comprar sardina fresca o mejillones del Mediterráneo para abastecer a su familia.

Los niños utilizábamos un uniforme a rayas con el escudo del centro en el bolsillo derecho y abierto para poner tus lápices de la marca Faber o Staedtler. O para exhibir el primer bolígrafo cristalino en azul por nombre Bic y, después, emplearlo como un arma “mortífera” cuando sacabas la mina e introducías arroz como munición en el tubo para “matar a tu enemigo”. Sonaba mas o menos así: “Shhhhhhhiiiiii. ¡Buf!” y el arroz se depositaba en el lóbulo de su oreja o el reverso de la frente si estabas sentado detrás de su pupitre. A la salida al patio, la baldufa (la peonza), las balas de vidrio lanzadas con el pulgar o el intercambio de cromos para pasar el tiempo antes de ponernos firmes para regresar al aula. Una vez allí, la lección de Matemáticas correspondiente a los quebrados. La de Geografía para aclarar que había un país que se llamaba la URSS y algunas colonias españolas todavía en posesión. La de Lengua Española, para ubicar que los molinos de viento reposaban aún en la Mancha del Quijote. O la de Religión, para iniciar el rosario bajo algún deseo papal según el Congreso Eucarístico y acabar con la letanía “Señor, ten piedad, Cristo ten piedad…”

Carros de caballos llevando mercancía, o recogiendo la inmundicia o los excrementos de animales como las vacas hacia las tiendas de leche fresca. O corderos que, a menudo, merodeaban en rebaños hacia el matadero municipal. Ciclistas de timón abierto con una Orbea presumiendo de marca. Automóviles Seat 600 o 1500, Gordinis, Biscuter, Citroen 2Cv, Simca 1000. Guardias urbanos de azul, encima de un podio para dirigir el tráfico antes de que se extendieran los semáforos. De gris, la policía nacional para imponer el orden del generalísimo montados en un Jeep. Y de verde, los guardias civiles con su tricornio encima del cerebro para proteger -desde la socarronería lo digo- los actos sucios u hostiles hacia la población indigente. En sus cuarteles se leía “Todo por la Patria”. Un martirio de país que desvirtuaba este lema.

Miles de obreros a pie, o tomando el metro de la Línea 1 dirigiéndose a las fábricas en el Pueblo Nuevo o las que aún quedaban en mi barrio como la España Industrial. Tranvías con billete a 0,25 céntimos y campanilla para avisar de su partida. Durante el verano, eso sí, “La jardinera” un modelo totalmente abierto que dirigía su trayecto a la Barceloneta para así poder disfrutar de los Baños Orientales o de San Sebastián. Y luego, poder acceder a los chiringuitos como el Salamanca que, por suerte, hoy, aún subsiste. En una esquina, el vendedor de cangrejos en una caña para los pequeños, el barbero de calle para afeitar al necesitado por una peseta, el afilador de cuchillos o el lector del futuro bajo la magia de las cartas en las mismísimas Ramblas. Un espacio barcelonés, nunca mejor dicho, para dirimir con la ciudad antigua antes de adentrarte a una zona llena de ciudadanos dispuestos a comprar artículos añejos, libros tradicionales, muebles de época que fueron mito para nuestros abuelos en sus distintas tiendas “del vell” y que en aquel período aún conservaban lugares míticos como El Ingenio espacio para la magia i la ilusión, el almacén de ropa el Indio, la pastelería La Colmena…esta última, aún, en este siglo ofreciendo el mejor turrón de yema del mundo o sus exquisitos xuxos de crema catalana.

Y despedirnos quizás con aquellos lugares de ocio sean bares míticos que marcaron un antes y un después como el Café de la Ópera, El Marsella, el Pastís, El Velódromo, aún hoy todos vigentes, gracias a Dios. Cines, casi todos sepultados en la actualidad, como fueron El Liceo, El Gayarre, El Club Coliseum, El Palau Balanyà, el Rex…, o las salas de cine independiente donde uno descubrió a Truffaut, Fellini, Buñuel, Saura, Visconti… como el estimado Casablanca, El Méliès, o el club Aribau.

La gentrificación del turismo en Barcelona a día de hoy está afectando de lleno la convivencia plácida y de bienvenida que todo visitante se merece para conocer esta metrópoli. Pero bien, también el abuelo decía que el barrio donde inició su vida como emigrante, Sants, ya no tenía las casas de campo y los huertos cuando se acercaba la hora de su partida. Y mi padre nunca entendió de mayor, como las salas de baile como El Cibeles, El Bahía o la Paloma hubieran sido absorbidas por las discotecas Planeta 2001, Boccaccio, el Martin’s o El Tobogan en la Plaza Real mientras el rock, la música yeyé o el pop americano sustituían al tango o el bolero del cubano Antonio Machín, gracias al cual, yo vine a este mundo, mientras le cantaba a la oreja de mi madre

 Mujer
Si puedes tú con Dios hablar
Pregúntale si yo alguna vez
Te he dejado de adorar

Todo sujeto vive la evolución de su lugar de origen que le corresponda en este planeta. Contempla el alrededor que le circunvala en cada etapa de la vida y anota en su memoria lo evaporado y lo latente. A veces, desde un punto feliz por lo que implicó aquel sufrimiento vivido. Y otras, bajo la melancolía por desvanecerse aquellas huellas y anécdotas que marcaron su existencia en un período determinado.

Hoy cierro un ciclo y clausuro esta columna que me ha permitido la adaptación y regreso a mi ciudad natal para, si fuera posible, fenecer en ella mientras gozo de mi jubilación bajo los recuerdos de mi autobiografía durante esta tercera edad, camino hacia la cuarta.

Y nunca mejor dicho, todavía escribo al finalizar este artículo: Bajo la luz de mi lámpara de Ikea que facturé en Miami y por supuesto lo hago frente al teclado de mi Mac

desde Barcelona

Eduard Reboll

 

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Eduard Reboll Barcelona,(Catalunya)

 

 

 

 

 

 

 

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