AP. AM. N.
“Why are we weigh’d upon with heaviness,
And utterly consumed with sharp distress,
While all things else have rest from weariness?
All things have rest: why should we toil alone (…)”
Alfred Tennyson.
La vida se ha vuelto más interesante. Echado frente al palacio donde solía vivir, paso mis días revolcándome en la tierra para tratar de quitarme el olor a sal que se ha impregnado en mi piel, a falta de cuidados, a falta de caza. Ya no me extraña, ni me preocupa, que se aparezcan las Parcas. Las hermanas me observan, calladas, jugando con sus materiales, y entonces mi presencia se vuelve incierta. Cierro los ojos esperando despertarme en otro lugar. Todavía no pasa. Me quedan días, horas, no lo sé. Justo ahora que la vida se ha puesto interesante.
Hace poco salió el hijo del Cazador. Apestaba a miedo y amargura. Los hombres son como la tierra; su vida se desentierra como un tesoro, o un hueso, a través de los olores. Conozco bien al hijo del Cazador. Sus olores me son familiares. Sin embargo, una capa de miedo y amargura tiene años acumulándose en su piel. Si persiste es lo único que se sabrá de él. Desde que se fue el Cazador, Ciento Ocho hombres vienen todos los días a su palacio, a robarle sus presas y consumir su vino. Aunque conté sus olores ya los miro como una sola presencia, codiciosa y funesta. Fui de los primeros a los que dejaron de alimentar para darles de comer a ellos. No me echaron, me eché solo. Algunos sirvientes permiten que regrese y me robe una gallina por respeto a que fui el segundo del Cazador. Esos son buenos días.
Los Ciento Ocho salen y entran del palacio. Su olor a codicia crece día con día. Tiene poco que se les huele inciertos. Entonces presto atención: la gente murmura en la oscuridad, detrás de las paredes, se vigilan unos a otros, hablan de un regreso, y finalmente aparece la diosa lechuza, que se disfraza caprichosamente de viejo o de joven, y engaña con sutileza para provocar quién sabe qué cosa. Algunas veces ella me observa con curiosidad. Su mirada me recuerda cuando era pequeño y me distraía algún movimiento entre los arbustos. Es intensa y espontánea. Por algo lo hará.
Se acerca un viejo vagabundo. Una ráfaga de viento empuja una multitud de olores. Mi curiosidad despierta. También despierta el olor a lechuza. La diosa me vigila. Las Parcas se ven más claras que otros días. Conmovido, rasco una de mis orejas. Hace mucho que no me prestaban tanta atención. Camino despacio hacia el hombre. Prudencia y lentitud. El Viejo Vagabundo se percata y parece recibirme. Se acerca sin vergüenza, sin temor. Tal vez es un espíritu bondadoso. Confío en que no piensa alejarme a patadas o molerme a palos. Ojalá le sobre un pan. Ojalá quiera un compañero.
Soy nadie desde que se fue mi compañero, el Cazador. Acompañar a otro estaría bien. El Viejo Vagabundo camina erguido, preparado, valiente. Entiendo, por su postura, que podríamos ser muy buenos compañeros. Los espíritus nos observaban con interés, la diosa parecía enojada, como si mi intervención pudiera descomponer el resultado de todas sus intrigas. Que se enoje. Acerco mi nariz a los pies desnudos del hombre. Huele a lechuza como la diosa. Comprendo la rectitud de su espalda al caminar: No es un Viejo Vagabundo; es otra cosa. Usa un disfraz para confundir a los hombres. Comienzo a socavar en el Hombre.
Descubro el tiempo cuando este se detiene. La diosa lechuza amenaza como una sombra que repentinamente cubre el cielo. ¿Se enoja porque meto las narices en su truco? Pues enójate, pienso, qué me importa. Espiro, aspiro. Las Parcas no me detienen y su silencio me regala tiempo. Debo aprovecharlo. Tengo que saber.
Huele a sudor y adrenalina de una pelea, músculos contraídos. No hay sangre reciente, es victorioso. La victoria parecía sentarse sobre él como un olor natural. Hay olor de palacio frío, pequeños fragmentos de los Ciento Ocho. Interesante: ¿también él es parte de lo que sucede? Hay un profundo olor a desprecio, como igual los desprecia el hijo del Cazador que muerde sus dientes cuando duerme y alcanzo a escuchar aun estando lejos del palacio. Duerme con los cerdos. Que rico, ojalá me regalaran uno. Si soy su compañero, dormiríamos juntos con los puercos y tal vez podríamos comernos uno. Tiene rato que se disfraza con otros olores. Socavo. Huele al hijo del Cazador. ¿Lo toca? ¿Lloraron juntos? Sí, olor de lágrimas en su espalda y su cabello. El disfraz se evapora, pero no me dejo engañar por los ojos. Así engañan los dioses a los hombres. Tierra nueva, desconocida, plantas que no son de aquí, árboles de madera sagrada y un mar distinto. Es piedra de otro palacio, viste ropas de telas que me son ajenas y la piel de una mujer joven, fértil. ¿La mujer lo desea? Se tocan los brazos, apenas un roce. Ella ofrece las ropas que lo visten en ese lugar. La siguiente capa es el hombre, de nuevo, naufragando en aguas turbias. Sujeto con desesperación a un pedazo de madera. ¿Pues qué le hizo al dios del agua? Son muchas capas donde lo tortura, donde recubre su cuerpo con agua, con sal. Ah… pregunta más necia. Yo no le hice nada y estoy igual. Espiro, aspiro. Mis orejas acarician los pies del Hombre para recoger otra capa de olores. Sospecho, y las Parcas, en consecuencia, se acercan por órdenes de la diosa. Relamo mis bigotes. La furia de la diosa me divierte. En la siguiente capa hay más de esos seres deleznables: una diosa de agua que lo carga en brazos, la diosa de arena lo monta. Debe ser un Hombre muy despreciable, o muy importante. Una capa muy grande, engañosamente jugosa. Muchos días se alimenta bien, bebe vino en abundancia y todas las noches copula con la diosa de arena. El olor me confunde. También llora. Supongo que se lamenta de sus músculos atrofiados al vivir atado del cuello a un árbol, como un pequeño, y lo usan como un domesticado. Llora por libertad. Qué capa tan grande y tan miserable gracias al hedor de su enfermedad melancólica.
La diosa de lechuza estalla en amenazas. Las Parcas extienden sus manos hacia el hombre.
¿Pensaba llevárselo a él en vez de a mí? Es injusto, pero no importa. No sé quién es. Es lo más divertido que he encontrado en mucho tiempo. Aspiro, espiro. Un olor despierta el don de la memoria: corría junto al Cazador, buscábamos gamos y jabalís, en sus manos un arco de divina puntería y los brazos de un héroe. Entonces mis dientes no dolían. Hoy si meto los dientes a una gallina sin cuidado es muy seguro que se rompan, pero ayer… ayer era tan fácil despedazar la carne y correr sin el dolor de los huesos. Era tan fácil. ¿Será él? Si fuera él, entregaría mi vida gustoso. Abandonaría la investigación para cesar los berrinches de la diosa lechuza y así las Parcas me señalarían a mí. Sin embargo… todavía faltan olores. Todavía no completo al Hombre. Ha acumulado tanto que es difícil conocerlo desde el origen. El tiempo sigue suspendido. Un tiempo que no existirá en memoria alguna, o en historia alguna, y que decide el destino de dos seres desiguales. Cosas suceden cuando uno injuria a una diosa. Aspiro, espiro.
Mucho olor a mar, los vestigios de un trueno, el Hombre naufraga otra vez. Qué curioso. Mi nombre es el de un viajero y nunca tuve el placer de naufragar. Ignoro el suyo, pero el nombre que pasará a la historia como el signo de los viajeros será el que sobreviva este encuentro. Me divierte la idea de que algún poeta se entere de que hice enojar a la diosa, escriba mi historia y en ella el Hombre sea mencionado brevemente. De nueva cuenta lo miro agarrado a los restos de un barco, maderas desperdigadas, y él a la merced de las lluvias y de los tiempos. El océano impregnado en su cuerpo y su memoria. ¿Cómo los habrá hecho enojar esta vez? Ah, aquí la razón. Huele a reses de sol, reses blancas que son las mascotas de los dioses. También el olor de su sangre combinada con el sudor de otros hombres: ¿sus amigos?, ¿sus compañeros?, ¿traidores? Se roban las reses y los empujan a la crueldad del mar. El Hombre es el único sobreviviente. Sí, su piel no tiene rastros de esa carne, el olor es breve. Las Parcas se impacientan, quieren tomar una decisión, pero la diosa lechuza las atrasa. Le pesa el olor de esos otros compañeros. Él es el líder, huele a prudencia y engaño. Lástima que el viaje fue muy largo y que los dioses jugaran con él, porque el oro lo envuelve tanto como el valor y la victoria. Pasan muchas penas y mucha hambre. Las reses blancas me embriagan. Hago un esfuerzo para saltar a la siguiente capa. Me colman olores peligrosos y casi pierdo la cordura. Encuentro monstruos a los que no puedo ponerles forma, monstruos de múltiples cabezas y escamas en su cuerpo, monstruos de un sólo ojo que se alimentan de los humanos y los perros por igual. Sobre él cayó la sangre de sus hombres y la sangre de los monstruos. Lágrimas, sudor y adrenalina. Miedo no, nunca tuvo miedo. Los olores son tan potentes que me llevan con él. Estoy a su lado mientras sus amigos se transforman en cerdos cuando comen el pan y el queso. Unas yerbas dulces le permiten no verse presa del mismo designio. Lo miro como un testigo silencioso mientras copula con la peste de una mujer perversa y mágica. Miro a sus compañeros, los vivos numerosos, que expulsan cera de sus orejas y lo atan a madera para que unas mujeres con vientre de pez salten a besarlo. Un inolvidable olor dulce y amargo se entierra en su piel. Debo detenerme, casi puedo reconocerlo. La diosa me descubre y permite, dolida y mordaz, que las Parcas se aproximen al Hombre. Se acaban las negociaciones. ¿Me detengo? ¿O es cierto que puedo escoger el camino de la historia? ¿Qué historia puede tener un perro viejo, un perro que hace unos instantes deseaba morir? Me ataca el olor de los muertos, de otro mundo, pequeños fragmentos de esa tierra que cuando abandonas secan los jardines y cubren de invierno los árboles. ¿Cómo puedes morir sin morir? Deseo que me cuente de ese lugar… de la segunda y definitiva morada. La punta de sus dedos huele al cuero que encierra los vientos. Ojalá la tuviera para alejar a las Parcas. Hay una salida, un olor específico que me permitirá salvarnos. Lamo sus pies. En ellos todavía hay restos de loto… ¡Qué poderosos! El tiempo suspendido se convierte en espacio que desaparece. Las Parcas me señalan con sus dedos. Mis sentidos se nublan, me encuentro en otro lugar donde los pétalos de loto caen sobre mí. Justo cuando reconozco los últimos olores, la memoria se difumina y apenas importa nuestro nombre.
Recuerdo cuando era un cachorro y un hombre parecido a él blandía con fuerza un hacha. Preparaba con amor el lecho nupcial, el lecho que se convertiría en el centro de Ítaca, nuestro pueblo. Su mujer descansaba junto a mí y me acariciaba detrás de las orejas. El Cazador recogió una vara, la aventó para que la persiguiera. Se esfuma el disfraz de Viejo Vagabundo, de Hombre, y mi cuerpo se vence a él, mi cabeza se desparrama en el piso, cierro mis ojos para no mirarle. Despertaré en otro lugar. Él murmura mi nombre. Se arrodilla entre los lotos para acariciarme, sus manos me dirigen al descanso, me acarician piadosamente y ayudan a retirar la sal encerrada en mi pelaje. Esta vez el viajero soy yo.
Cuento ganador del Décimo Segundo Premio Nacional José Agustín
de Acapulco, Guerrero. 2012.
Agustín Fest es escritor y obrero digital. Vive en México con su esposa y sus dos perros, en el solitario municipio de San Andrés Cholula. Ha publicado en dos antologías donde el mundo sí se acaba, ganó un concurso nacional y mexicano de cuento, escribe en suplementos culturales y también ha escrito para algunas revistas. Tiene una bitácora donde miente regularmente, desde hace 10 años, en arbol217.com arboltsef@gmail.com / twitter: @ad_fest