Cuervo llega a la casa, toca a la puerta y se presenta. Le recibe un hombre visiblemente abatido, afectado por alguna aflicción que Cuervo conoce. La casa, en su desorden, evoca un vacío. El hombre cree que se trata de un asalto y piensa en sus dos niños, que duermen en el cuarto de arriba. Te daré todo hasta el último centavo mientras no despiertes los niños, piensa. Cuervo lo sabe. Por eso está allí. Lo toma en su abrazo de plumas negras y levanta al hombre en vilo. No me iré hasta que estés preparado para me vaya. Es una alucinación que huele a alcohol. Es una hermosa metáfora del dolor. El dolor es un algo con plumas.
En una prestación del poema de Emily Dickinson, La esperanza es una cosa con plumas, Max Porter hace entrega de El dolor es la cosa con plumas (Graywolf, 2016), una novela que se abalanza sobre las dudas habidas en tiempos recientes sobre la supervivencia del género de ficción narrativa y emprende el vuelo de vuelta hacia los usos maravillosos de la imaginación literaria.
Que sí, que Karl Ove Knausgaard propone decir las cosas como se sienten, nada de vueltas a la tuerca, nada de retoricismos ni malabares poéticos- simplemente, decirlo, así, raw, lo que le ha tomado los cinco espléndidos volúmenes de Mi vida. Pero Max Porter –editor y escritor británico– toma el camino contrario con una novela que se conforma como objeto de arte, pues, ¿qué sucede cuando las palabras no alcanzan o no se han inventado aún para traducir la materia anímica en literatura?
Diminuta y concisa, en montaje tipográfico impecable, sus escasas ciento veintiocho páginas se dispersan con una textura narrativa que por ligera se hace sumamente densa. Un coro de voces van hilando las palabras desde tres ópticas: la del Cuervo, la del padre, y la de los niños, que funcionan como una unidad poética. Porter no pierde tiempo en mostrarnos el motivo que convoca la presencia del cuervo: la madre de la familia ha muerto, dejando al padre en un estado de suspensión emotiva y a los niños, en un espacio flotante de incomprensión.
¿Cómo se dicen las pérdidas devastadoras? ¿Cómo se expresa el dolor que amansa la ausencia material del cuerpo que aún respira, pulsa, habla en la fantasmagoría de la memoria? ¿Cómo le hace el corazón para entender que aquello que se ama ya no existe?
El dolor es la cosa con plumas sugiere profundidad sin asperezas semánticas, sin delirios léxicos ni el overkill de la compasión autoinfligida- ese self-pity que no cumple otra función que enternecer y sugestionar al lector en su juicio piadoso hacia el personaje, sino que se nos revela en un manto de registros que pasan por la poesía, canciones infantiles, microcuentos y varias instancias de intertextualidad.
Si Bajtín asociaba la novela a la invención del lenguaje escrito, a diferencia de la poesía, que nace con el lenguaje oral, en la novela de Porter se trata de fijar lo que se quiere decir en medio del dolor al lenguaje escrito. El resultado es una novela maleable, rizomática, poética. Como en el Big Fish de Daniel Wallace, la pérdida es mitificada, convertida en poderosas historias que, como en el origen mismo de los mitos, tratan de explicar lo que de otra manera es inexplicable. Los niños, en su alternancia narrativa, van creando historias sobre la desaparición de su madre. En un momento dado, se duerme de cansancio en la nieve y perece; en otra, la devoran los lobos en el bosque. Se imaginan como príncipes herederos y su padre, un rey. Pero seguramente, la historia más cercana a la realidad es cuando los niños cuentan sobre el momento en que su padre conoce al poeta Ted Hughes, y aquí el libro afianza su otra dimensión: una historia repetida, una historia que encuentra solaz y consuelo en otra historia de similar intensidad.
Ted Hughes, poeta laureado inglés, enfrentó junto a sus dos hijos la pérdida de su esposa, Sylvia Plath, y a pesar de que es harto conocido su trato hacia ella, el poeta solo pudo mediar la pérdida de su esposa en la obra Cuervo: De la vida y las canciones del cuervo (1970), en el que Hughes recurre a mitificaciones, prestaciones y reapropiaciones de la imagen del cuervo como embaucador, timador y metáfora de la muerte, con el mero propósito de sobrellevar la pérdida de su esposa poeta.
A la Plath, la conocemos. Su relación con Hughes, también. Los paralelos parecen darnos la historia detrás de la historia, sobre todo si consideramos que los niños de la pareja de poeta se duplican en los hijos del protagonista en El dolor es la cosa con plumas.
Justamente, en medio del proceso de duelo, el padre emprende la escritura de un libro sobre la obra de Hughes, El Cuervo de Ted Hughes en el sofá: un análisis salvaje.
El Cuervo de Max Porter no es otro sino el cuervo de Hughes convertido en una suerte de Mary Poppins o Nanny McPhee. Con sus rimas infantiles, ágiles, y su humor insidioso, llega para disolver la pérdida con historias y relatos de sus sueños que hacen el dolor y la soledad más llevaderos. «Esta es la historia de cómo perdiste a tu esposa», le dice el Cuervo al escritor, quien responde: «Cambié de parecer. No quiero escucharla». No obstante, a medida que la novela avanza, el Cuervo asume la personalidad oscura del hombre, aquello de lo que precisamente huye. El Cuervo, como el cuervo de Poe, es la sombra; también es la esposa perdida.
En la tercera parte, la intensidad lírica del libro acude a su expresión más brillante. Dos años tras la pérdida, el padre encuentra refugio en una relación íntima con una estudiosa de, precisamente, la obra de Sylvia Plath. Luego de hacer el amor, el padre despide a la mujer y cuando él regresa, el Cuervo está en el sofá fingiendo sonidos amatorios y simulando el acto sexual. Entonces, cree que es tiempo de pedirle al Cuervo que se vaya.
El Cuervo, no obstante, abandona la casa antes de que el hombre se lo pida.
La esperanza siempre es inconclusa. Su poder es acabarse, porque cuando culmina, se convierte en otra esfera, otro plano o cosa distinta, con o sin plumas, da igual. El dolor es intransferible, como la experiencia; un lenguaje intraducible, desdeñoso; probablemente, en su origen, el dolor, que es la carencia, expresa todas las necesidades que dan origen al lenguaje. Mas en el fondo, el dolor es algo que no podemos desear. No puede decirse. Simplemente, es; llega.
Al final de El dolor es la cosa con plumas, el padre y los niños van a un lugar que la madre adoraba, recitan un poema en voz alta y sueltan las cenizas al viento. «Te amo te amo te amo te amo», grita él; los niños le hacen eco, su voz llena con la vida y la canción de la madre.
Inconclusa. Bella. Acaparadora.
Un poema.
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Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.
twitter: @elidiolatorre