Pues bien, en el verano de 1979, en plena transición política española, Adelaida, mi compañera sentimental del momento, me dijo que fuera a recoger de la estación a Lourdes Texeira su íntima amiga de Vivero, la población gallega donde compartieron juntas sus despropósitos y sus secretos juveniles.
Llegada a casa, Lourdes, enternecida por estar en Barcelona y verse frente a frente ante mi mujer, le dio un regalo. Era una caja de madera noble parecida a las que se guarda el chocolate de buena calidad. La envolvía un lazo formado por unas medias de seda negra. Al observar el presente, las dos se miraron el rostro. Una se rió y la otra…
Pasaron los días y Adelaida tuvo que viajar urgente a Mallorca. Era época de vacaciones; mi descanso escolar. En cambio, un sinfín de trabajo para ella, como representante comercial, le obligó a desplazarse aquél mismo fin de semana a las islas.
– Acaba el café y llévame a ver tu mar –me dijo Lourdes mientras desayunábamos.
– Pero… qué dices – le contesté
– Cojamos el tren de vuelta y marchémonos por el Mediterráneo. Amo el desorden que se respira en tu territorio…la libertad…lo distinto.
– ¿Y qué va a pensar Adelaida….?
– Parece mentira que no la conozcas.
Mi mujer hablaba de ella como la persona que hubiera querido ser. Una admiración en la distancia que siempre percibí. Tenía una figura deliciosa, unos rasgos profundamente celtas, y el gran valor de la duda. Un punto que admiraba en ella, por la cantidad de cuestiones que se planteaba… Sin embargo la seguridad en sí misma de mi esposa, era un lastre en sus propósitos. ¿Qué contradicción no?
“Su incertidumbre ha atraído a decenas de hombres positivos hacia ella, Eduard. Nunca le faltaron pretendientes que se dejaran la piel a su lado…Siempre ha tenido atención y obsequios allá donde estuviese”…me dijo un día desde la ternura que da el despertar, abrazados en la cama un domingo.
Lourdes era psicóloga, caprichosa y le gustaban a morir los bombones de chocolate negro. En fin, Lourdes y yo iniciamos una huida pactada por el país que tanto le había hablado Adelaida. Mi país.
Durante el viaje en tren, apoyó la cabeza y permaneció en silencio la mayoría del tiempo. A veces besaba el vidrio como una discapacitada en su delirio. Otras, saludaba como una niña a los transeúntes de los pueblos. En ocasiones, me miraba fijamente con algo de sorna, y después, volvía a su posición contemplativa con el paisaje. Los pinares que cubrían la montaña fueron un juguete feliz durante el trayecto. Un preámbulo. De repente, me cogió la mano y nos bajamos del tren.
– Qué haces…pero déjame…
– No tengas miedo Eduard, yo sé lo que me hago
– Yo creía que tú…
– Que no sepa qué hacer la mayoría de las veces…no quiere decir que no sé lo que yo quiero ahora.
En la habitación de un hotel de Malgrat de Mar, desnuda y llena de la luz del atardecer, recogió su pelo largo y rubio en una coleta y me indicó con parsimonia que le trajera el bolso grande de paja donde llevaba sus atuendos y otros menesteres.
– No, el pañuelo no…dame la caja.
– ¿Pero esto no era para Adelaida?. No entendí porque ella sonrió cuando le diste el regalo y tu no lo hiciste
– Esto no es chocolate Eduard. Ábrelo
– …No me has contestado
Envuelto en unas bragas del mismo color que las medias que cerraban aquel pequeño cofre de nogal, se escondía una daga en forma de media luna. Nada que ver con la tradición mora, sino con una herramienta que utilizaban sus padres; ambos pescadores de atún en la costa del Atlántico
– ¿Porqué sonríes?…No te lo esperabas ¿verdad?
Lejos del brillo, en el anverso, había unas gotitas de sangre; si bien no totalmente, sí muy cercanas a un corazón liqueando por la punta.
– Ahora Adelaida es mía ¿no?… eso quiere decir que ya no te pertenece
– Así es…
– Bien…entonces vístete…y no perdamos más el tiempo
– No cariño….Siéntate a mi lado
– ¡Vámonos Lourdes!
– Tranquilo Eduard… Ven aquí…la venganza siempre es fría y blanca amor mío.
Le señalé los besos en el cuello y en sus muslos como si fueran estampas, y con delicadeza le fui recitando versos en el ano y en su pubis. Lourdes se preparaba como una hiena antes de desmenuzar a su víctima.
– ¡Ahora mátame….venga mátame bien adentro! -me dijo
…Y ante aquella culpabilidad por el acto; así lo hice.
La cuchillo seguía en la caja. Sus bragas recogidas en mi mano derecha tenía un hedor antiguo. Y sus medias negras, semi-rotas y apretujadas en la piel, permanecieron igual que aquel último día con su amiga Adelaida en su tierra.
El coito se consumó.
– Un juramento de amor entre dos mujeres – me dijo- tiene sus fetiches ¿No te parece?
– Yo pensaban que no se compartían- le contesté.
– Tú eres uno de ellos
– ¿Y dónde está mi sangre?
– Hay quién mata con el color blanco de su esperma…y no necesita huellas en rojo.
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Eduard Reboll Barcelona,(Catalunya)
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