Su llegada fué anunciada con meses de antelación. Consecuentemente, para cuando llegó yo ya tenía formada una imagen mental de cómo era. La supuse callada, pálida, flacucha, con gafas, una chica tímida, inteligente y un poco hosca. Sin embargo, lo que me habían dicho es que era rara, que necesitaba tratamiento especial, que ningún profesor anteriormente había conseguido comunicarse con ella ni interesarla por el idioma inglés.
Pero a los dieciocho años, Anette ya estaba acabando la carrera de derecho. Era una persona privilegiada en terminos intelectuales, pero socialmente incapaz, huraña y retraída hasta un punto enfermizo.
La pasaron a mi áula como si se tratase de la Reina Idiota. Exactamente como si fuera incapaz de encontrar nada por sí misma: con empujoncitos suaves entre tres personas, su madre, la directora de la academia, y otra estudiante. Y talmente parecía que aquella joven no caminaba sino que flotaba a ras del suelo, con la cabeza muy alta, la melena negra ondulando un poco tras ella. Su mirada, que incluso entonces era impresionantemente intensa, oscura, bella, no estaba exenta de un terror que le asomaba desde el alma.
Yo la esperaba. Me levanté para recibirla. La chica estaba tan rigida como la doncella de hierro, la Virgen de Nuremberg. “Tratela con suma discreción y delicadeza” me habían dicho.
Ni que decir tiene que Anette venía de una familia muy rica. Solo así se explicaba tanta deferencia. A los niños raros de los pobres se les trata a voces. Los padres de Anette pagaban a la academia un pastón para que su hija aperndiera el inglés. De Oxford. Yo era el afortunado que iba a enseñarle. Y no podía fracasar.
Me dejaron a solas con ella. Era una clase privada. Le miré a los ojos, sonriendo con amabilidad. Le dije que me llamaba tal y cual, y que encantado de conocerla. Ella me miró como si no hubiese oído una palabra. Había un muro entre ella y yo. Advertí entonces lo desarrollada que estaba fisicamente, lo bien formado de su cuerpo. A través del vidrio de la mesa podía ver sus muslos cruzados sobre la silla: el sueño de Donatello, toda la armonía y equilibrio de la creación, muslos perfectos, fuertes, un poco tostados por el sol del verano que ya había terminado. Bajo la falda azul más bien corta, de tela cara, los muslos de Anette invocaban a los beso del aire, de la sal marina, de mi boca. El corazón se me desbocaba. Me ardía el centro de cuerpo. ¿Cómo iba a dar clase a aquella hermosura silenciosa, perturbada, sin cometer un error? Pero supe que no me importaría incluso acabar en la cárcel por una noche con ella.
De todos modos, ella era mayor de edad. Y yo era un hombre de principios y nada fuera de lo normal ocurriría. Trataría a Anette con toda la formalidad del mundo. Aunque estuviese enamorado (¿enamorado?) de ella.
A Anette le gusta el color marrón oscuro. Viste maravillosos jerseys de ese color, y faldas, y botas de esplendido cuero. Pero los pañuelos que lleva al cuello, de fina seda, son malvas, o quizá púrpura profundo. Colores ciertamente peculiares para una mujer tan joven: clásicos, sobrios, pero sobre su cuerpo tambien sugestivos. La melena castaño oscuro de Anette le cae sobre los hombros, en torno a su rostro de ángel, como un halo de penumbra.
– My name is Mark- digo- What is your name?
– My name is Anette- contesta, ruborizandose deliciosamente, y abriendo involuntariamente los muslos, solo un poco.
– Nice to meet you.
– You too, thak you.
– Ese thank you es innecesario, Anette- No tienes que decir thank you despues de decir ” un placer conocerte”.
Repentinamente, su cara se pone roja, su gesto se endurece, comienza a temblar y siento que se está conteniendo, que quiere saltar sobre mí y sacarme los ojos con las uñas. Tengo un poco de miedo. Acabo de comprender de golpe el problema de Anette: la soberbia, la arrogancia desmedida. No soporta que la corrigan. No acepta que pueda equivocarse ni que la aconsejen, por eso tiene problemas con todos los maestros que la tratan. Sus ojos me miran con un odio inúsitado, con tal desprecio e ira que por un momento pierdo toda seguridad en mí mismo.
– Podría arrancarte los labios a mordiscos, hijo de puta: la piel a latigazos.
Apenas puedo creer haber oído semejante barbaridad de los labios de Anette. Ahora sonríe. Es una especie de demonio irresistiblemente cruel y hermoso. Me muero de vergúenza y de deseo.
Empieza a lamerse los labios lascivamente, sonriendo con sus ojos perturbados. Su mano desciende hacia la juntura de los muslos y se acaricia. Reguerillos de saliva le descienden de la boca a la barbilla. Es como si estuviera en trance.
Y yo, aterrado, comprendo que ya el primer día, en la primera lección, he fracasado. He fracasado y voy a ser el esclavo de la joven Anette, hasta que ella se harte.
© All rights reserved Vidal Alcolea
Vidal Alcolea, poeta y cuentista residente en Toronto.