Siempre más allá
En verdad, su nombre no era Charleville sino encierro, polvo y monotonía. También desesperanza. Por eso, Arthur Rimbaud huyó apenas pudo, viajó afuera, lejos, buscando el más allá de la poesía, la visión y los vagabundeos. Sin embargo, la poesía no estaba en París, tampoco en Bruselas, ni tan siquiera en Londres. Del grito salvaje, del incendio voraz, de la fiebre vagabunda no quedaba más que un puñado de burgueses afectados, padres de familia, un poco barrigones, cada cual con una calvicie más o menos pronunciada. Se hacían llamar poetas. Mierda. Entonces, había que salir aún más, viajar a los países de colinas amarillas y lenguas de arena. Alejandría. Aden. Harar. Allá donde el sol quema y la sed combustiona. Fue entonces que el pequeño campesino de Charleville cumplió, finalmente, su sueño. Dejó de ser francés, dejó de hablar una lengua europea, dejó de ser Arthur Rimbaud. Incluso dejó de ser poeta. Cuentan que de, tanto en tanto, recibía algún viajero, curioso de saber si en verdad era el poeta de quien todo el mundo hablaba en París, en los salones, los cafés y las galerías. Entonces, respondía algún sarcasmo, escupía al vacío y miraba al cielo negro, repleto de estrellas.
¿Cómo decirle que le hablaban de un muerto, un cobarde que nunca pudo escapar de Charleville?
En medio del calor más agotador, algo ocurre
Las aspas del ventilador parecían extenuadas de girar en medio del calor más insoportable. El procurador apuntaba con el índice al banquillo y lamentaba la falta de humanidad del acusado, incapaz de duelo por la muerte de su madre, susceptible de salir al cine con su amante apenas un día después del entierro, dispuesto a ser cómplice en la golpiza a una inocente mujer, incluso listo a disparar cinco tiros contra un hombre desconocido. Había que darse cuenta, culminaba, por donde se viera, el acusado no era un ser humano sino un inmoral, un crápula, un monstruo. Por su parte, la defensa levantó la voz e invocó la nobleza del hijo que, descubriéndose sin medios suficientes, acompaña a su madre hasta el asilo de ancianos, el trabajador infatigable que durante décadas sirvió en su oficina, el vecino atento siempre dispuesto a ayudar a quienes vivían en el mismo edificio; en suma, un hombre como usted y como yo. Las aspas del ventilador seguían agitándose desesperadas mientras se levantaba la voz del juez quien leía la sentencia a muerte. Se llevaron al acusado, después de que se negara a decir cualquier cosa a su favor, del mismo modo en que se negó a recibir la comunión del sacerdote o a presentar un recurso, en medio del calor más extenuante. Mientras la gente se amontona, indignada, febril, sanguinaria, para asistir a la condena, Meursault mira a través de sus barrotes. Es de noche, la luna flota en el cielo, rodeada de estrellas, una muchedumbre de estrellas, algunas intensas otras casi apagadas, pero todas brillando quién saber para qué. Entonces, parece que algo se libera en aquel hombre, algo terrible, delicado e indecible.
No lo sé.
Invectiva colonial
República Francesa, eres áspera con tus hijos pero qué cruel eres con tus hijastros. Recogiste con una propina a ese africano de dientes blanquísimos para que siguiera civilizándose en la Metrópoli, sin importarte arrancarlo de su país. Después lo enviaste a pelear, junto con otros negros – qué más dan sus nacionalidades cuando es uno el color del oprobio – en el batallón colonial durante la Segunda Guerra Mundial. Los alemanes estuvieron a punto de fusilarlo, pero si con él no pudieron tus crueldades, República Francesa, tampoco pudieron sus balas. Ninguna bala llevaba su nombre porque su nombre era insumisión y libertad. También vivió en Tours: he visto fotos suyas rodeado de una multitud de niños blancos, tan excitados como sus padres de posar junto al profesor que venía de alguna tribu de caníbales (el negro convertido en profesor de letras, qué mejor ejemplo de superación). Muchos años después, hiciste del profesor un funcionario e incluso, en un gesto de magnanimidad, lo llegaste a nombrar nada menos que miembro de la Academia. De esa manera, quisiste doblegarlo, someter su indómita alma, mediante los honores y el mismo reconocimiento que a muchos otros embriagaron. Pero ese negro que posa para la cámara en su disfraz de Inmortal tiene las manos manchadas de literatura, por sus dedos circula una lengua que no sabe de renuncias ni de acomodos. He visto en el Jardin des Prébendes la placa recordatoria con la que insistes ya no en humillarlo sino en apoderártelo. No te canses, República Francesa, y deja a Léopold Sédar-Senghor en paz. Sus versos no son tuyos, ni siquiera suyos, sus versos son de algo más viejo, con más memoria que los países y los hombres, que resuena como tambores y cadenas y gritos en medio del mar: la lengua francesa.
Después del corazón de las tinieblas
A Emmanuelle Terrones
“!El horror! ¡El horror”, gritó Kurtz antes de morir en medio de la tupida selva africana. De esa manera, aquel monstruo delirante, convencido de que la mejor solución era exterminar a todos los africanos, rindió el alma. Nada se había salvado del joven educado y sensible europeo que llegara una mañana cualquiera al continente. Sentado en esta mesa de café, rodeado de hombres de perfil respetuoso, mujeres delicadas, la clientela de cualquier café europeo, cierro la novela y recuerdo el viaje de Marlow, los días consagrados a navegar por el río Congo, penetrando en lo más obscuro de África para encontrar al temible y, sin embargo, fascinante Kurtz, reyezuelo de opereta, asesino sanguinario. En el camino se encuentran con algo más que el crimen, algo más que la locura. Aquellas manos y orejas regadas en las orillas del río, esas cabezas clavadas en picotas, esos cuerpos mutilados, sin dedos, manos, ni ojos, son la prueba de lo que puede llegar a hacer el hombre cansado de ser humano. Entonces, miro de nuevo alrededor de mí, esos dedos que sostienen cigarrillos, esas manos que ya levantan sus copas, esos ojos que se miran risueños, agradables, incluso amorosos; en suma, toda esa humanidad extremadamente civilizada, dentro de la cual, sin embargo, dormita, abyecto e indomable, el fulgurante corazón de la tiniebla.
—
A l’alta fantasia qui mancò possa;
ma già volgeva il mio disio e ‘l velle,
sì come rota ch’igualmente è mossa, l’amor che move il sole e l’altre stelle.
(Dante – Paraiso XXXIII)
© All rights reserved Félix Terrones
Félix Terrones. Lima, 1980. Escritor y crítico peruano. Ha publicado las novelas cortas A media luz (PUCP, 2003), la novela El silencio de la memoria (Mundo Ajeno, 2008) y, en formato electrónico, el libro de cuentos Cenizas y ciudades (SUB-urbano, 2014). Este año, publicó su primera colección de microrrelatos titulada “El viento en tu cara” (Nazarí). Columnista en la revista SUB-urbano de Miami. Desde el 2004 vive en Francia donde enseña lengua y literatura latinoamericanas como profesor contratado en la Université François Rabelais (Tours). Doctor en literatura por la Université Michel de Montaigne Bordeaux III, ha editado la antología de la obra del escritor peruano Sebastián Salazar Bondy. Actualmente, traduce la novela Conquistadors del novelista francés Eric Vuillard.