Del volumen Heredar la tierra (Bogotá, Común Presencia, 2013):
II
Por haber sucumbido
a la oscura tentación
de nacer,
por haber comido de este
pan árido,
encenizado,
por haber asentido
y entregado la frente
para recibir la saliva lustral
del tiempo,
por todo ello
estás aquí,
pisando esta tierra que siempre
te será infiel,
habitando su noche
sin párpados,
con tu desnudez balbuciente,
la misma desnudez
que sostiene el día
cuando se entrega
sin más
descubriendo el miedo ágrafo
de tener un rostro.
V
Tus pies
no recuerdan todavía
ningún paso.
Los espejos
no tienen derecho
sobre ti.
Y esa voz que será tu condena
no ha soplado aún
ceniza en tu garganta.
Hasta ahora
sólo has escuchado
un aleluya
comido en sus bordes
por el óxido,
raído como una madera vieja:
la lengua de lo que está más allá
o más acá de la piel.
En ti solamente hay
la arcilla pura del tiempo,
la tierra heredada
para ser perdida.
Solamente
la dura gracia
de haber nacido.
VII
Mirar
hasta que las cosas
den nueva forma a nuestros ojos.
Esas mismas cosas
que son el punto de fuga
de una memoria desconocida.
Mirar lo que solamente desea
que su historia permanezca
sin ser contada,
jadeando
en los rincones,
sentada sobre el lento crujir
de los días,
amasando su mínima,
delgada porción de eternidad.
Mirar, aunque nuestros ojos no soporten
el filo de las pieles,
el testimonio sin grietas de la vida.
Sí,
aunque no lo soporten
y se derrumben.
VIII
Al recién nacido
hay que darle de inmediato
un nombre.
Al que ha salido
de la negra violencia del parto,
todavía húmedo de no existir,
hay que nombrarlo,
para borrar de sus manos y
de su respiración
el susurro de otro océano,
para contener
el barro incierto de su carne,
hay que conjurar
ese lugar del que ha venido,
la marea brutal
que lo ha abandonado
entre nosotros,
sobre esta tierra que deberá caminar,
cuyo vientre espeso
está repleto de palabras
que nadie recuerda.
XX
La luz no puede perdonarnos
el que hayamos venido
a inventar la sombra.
Ella, que no conocía
sino la cal de su propia piel,
la blancura irreversible de su paso.
Ella, la gran lectora
de todo lo que no había sido escrito
aún.
Ella, sí, la médula secreta
de este mundo,
ella no nos perdona
estas oscuridades con las que poblamos
su andar, con las que
le contagiamos nuestra ceguera.
Ella, que nunca hubiera sabido
qué cosa era la muerte
si no se la hubiéramos entregado,
obligándola al tiempo,
a esta pasión sin resurrección.
© All rights reserved Adalber Salas Hernández
Adalber Salas Hernández. Caracas, 1987. Poeta, ensayista, traductor. Licenciado en Letras por la UCAB. Ganador del II Premio Nacional Universitario de Literatura por el libro La arena, el vidrio: ascenso en tres movimientos (Caracas, Editorial Equinoccio, 2008), así como autor de los poemarios Extranjero (Caracas, bid&co. editor, 2010; Bogotá, Común Presencia, 2012), Suturas (Caracas, bid&co. editor, 2011) y Heredar la tierra (Bogotá, Común Presencia, 2013). Asimismo, ha publicado el volumen Insomnios. Ensayos sobre poesía venezolana (Caracas, bid&co. editor, 2013). Recientemente han sido publicadas sus traducciones de El hombre atlántico, Agatha y Savannah Bay, libros de Marguerite Duras (Caracas, bid&co. editor, 2013 y 2014), Artaudlogía, selección de textos de Antonin Artaud (Caracas, bid&co. editor, 2014) y Elogio de la creolidad de Bernabé, Chamoiseau y Confiant (Caracas, bid&co. editor, 2013). Junto con Alejandro Sebastiani Verlezza, es responsable de la antología Poetas venezolanos contemporáneos. Tramas cruzadas, destinos comunes (Bogotá, Común Presencia, 2014). Textos suyos, tanto poesía como ensayo, han sido publicados en distintos medios periódicos, nacionales e internacionales. Actualmente se desempeña como Co-Director de bid&co. editor, como miembro permanente del consejo de redacción de la Revista POESIA de la Universidad de Carabobo y cursa como becario Santander el MFA en Escritura Creativa en Español de la New York University.
twitter: @adalbersalas