Llegué a Dallas, Texas, desde México. Esto no es un cuento sobre la migración ilegal, sus causas ni sus consecuencias tremendas: llegué en avión, tenía todos mis papeles en regla y realicé los trámites necesarios en las mismas filas que todos los otros pasajeros de mi vuelo. Luego fui en taxi a un hotel cercano.
El lugar tenía cuatro estrellas en el sitio web en el que había hecho mi reservación, pero se veía envejecido y sucio. Mientras me bañaba en una regadera cuyas tuberías estaban ligeramente (ligerísimamente) oxidadas, no sucedió nada que aumentara ni volviera más apremiante la sordidez de lo que me rodeaba, pues esto no es un cuento de realismo sucio, dedicado al tedio y la ruina del mundo. Además, al cerrar las llaves (que no dejaron de gotear durante cerca de un minuto), me distraje imaginando a un traficante acompañado de varias pacas de cocaína en la habitación a mi izquierda.
Esto no es un cuento de narcotraficantes y de inmediato me figuré también, en la habitación a mi derecha, a un especialista clandestino en modificaciones corporales, preparando una punta eléctrica para marcar la carne de algún cliente o un escalpelo y anestesia para abrirla.
Pero, como esto tampoco es un cuento sobre prácticas marginales como la modificación corporal, no hice nada por averiguar quién estaba en ninguno de los cuartos contiguos al mío. En cambio me puse mi camisa negra, mi corbata color vino o color sangre, mi traje negro, mis zapatos; pedí otro taxi y fui al Lizard Lounge, un club nocturno en la zona centro de Dallas. Ese día era domingo; cada domingo el sitio “cambia” de nombre, se conoce como The Church y, siguiendo con la broma negra, se convierte en un centro de reunión para la comunidad gótica (dark) de Dallas, que conoció mejores días pero existe aún. No diré mucho más de ella. No es que desconozca su historia: esto no es un cuento sobre los seguidores de aquella música y aquella moda de fines del siglo XX y tan maltrecha en el XXI.
Diré en cambio que pagué mi entrada, me abrí paso por el bar decorado como burdel del siglo XIX (como la idea moderna de un burdel del siglo XIX) y llegué a la sala principal, cuya pista de baile estaba mucho más llena de lo que había previsto. La causa era un concierto: un cantautor que, acompañado sólo por su guitarra, alternaba canciones humorísticas con bromas. Esto no es un cuento sobre la vulgaridad de la cultura pop americana, que el cantautor y todos los presentes conocían bien, pero me llamaron la atención las burlas contra Crepúsculo, que es una más de esas series que “redefinen” a los vampiros pero, al contrario de otras, los vuelven criaturas puritanas y los destinan a dificultades de novela rosa. Todos los presentes en The Church vestían de negro; algunos, además, tenían atuendos muy elaborados entre corsés, botas altas y máscaras hechas de maquillaje. Los escuché reír de Crepúsculo y entendí que esa versión de sí mismos –de lo que los inspiraba a vestirse, a venir aquí, a escuchar esta música– los ofendía. Esto tampoco es un cuento sobre la identidad y las maneras en que se afirma o se quiebra, pero el descubrimiento me pareció interesante.
Entonces alguien subió al escenario y mostró al cantante la pantalla de su teléfono. El cantante anunció en alta voz, alegremente, que Osama Bin Laden acababa de morir. Todo el público salvo yo, comenzó a gritar y se unión a un cántico improvisado: las tres letras de USA, una y otra vez. Éste era, en efecto, el día de la muerte de Bin Laden en Pakistán.
Pero esto no es un cuento político, ni un cuento sobre el terrorismo o el peso ambiguo de la historia. Y yo no estaba allí para reflexionar. Cuando terminaron el cántico y el concierto, la multitud se dispersó. Unos pocos se quedaron a bailar con la música grabada que mezclaba el DJ. Casi todos eran muy jóvenes y entre ellos estaba Leesa.
Me agrada pensar que mis gustos son anticuados: no me excitan las mujeres delgadas de la publicidad y en cambio las prefiero rotundas, aunque de Rubens antes que de Botero, con pechos grandes, vientre redondeado y caderas amplias y firmes. Por esta razón voy frecuentemente a los Estados Unidos, un país con millones de mujeres jóvenes a la vez bien nutridas y pasadas de peso. Esto no es un cuento sobre mis preferencias sexuales pero así era Leesa: tenía la cara redonda, con un doble mentón apenas visible; tenía el pelo recogido en un rodete muy apretado y un vestido suelto, con un gran moño púrpura semejante al de un kimono y vueltas de tela negra que insinuaban su carne pero nunca la ceñían de más. Bailaba con levedad, sin mucho, esfuerzo salvo cuando doblaba las rodillas y se acercaba al suelo para mover las caderas: un movimiento sensual e incongruente con la música, repleta de voces ásperas y percusiones electrónicas.
También era una de las dos o tres personas negras –afroamericanas– en el lugar, pero esto no es un cuento sobre esos detalles de la cultura de los Estados Unidos. Decidí que me gustaban sus labios gruesos, el tono de su piel y su nariz, ancha y armoniosa a su propia manera. En cuanto decidí también que era ella quien me interesaba, caminé hasta la pista y le hablé del modo en que sé hacerlo.
Se quedó desconcertada sólo por un instante. Luego me dijo su nombre; también me explicó que el nombre se escribía L-E-E-S-A aunque se pronunciara Lisa. Luego, presa del impulso de confiar en mí, me dijo mucho más. Pero esto no es tampoco un cuento “de mujeres”, y ni siquiera de esta mujer, quien tenía 29 años, trabajaba como auditora en una empresa de bienes raíces y compartía su departamento con una amiga llamada Kelly: una rubia –es un poco aburrida, comentó– a la que no le interesaba la cultura dark y en este momento estaba en el departamento viendo televisión.
Leesa no buscaba encontrarse conmigo, me contó, ni con nadie. Sólo quería relajarse un poco antes de volver el lunes al trabajo. Me pregunté cuáles serían sus reacciones de no estar sujeta por mí. Ella me sonreía como sólo había sonreído, hasta ese momento, a las dos o tres personas que había amado de verdad, y me decía que estaba feliz de poder hacerlo; sin embargo algunas personas sienten (en circunstancias normales) horror ante la idea de quedar rendidas ante un extraño, de abrirse ante él sin posibilidad de defensa, mientras que otras lo encuentran atractivo y excitante. Pero tampoco tenía sentido sondear si, para ella, esto –nuestra historia– parecía un cuento de horror o uno erótico: la realización de una fantasía aterradora o bien el cumplimiento de un deseo.
Además, ella había quedado bien sujeta. Poco a poco se había acercado a mí y ahora me abrazaba, me hablaba al oído: estaba dispuesta a caminar conmigo al estacionamiento del Lizard Lounge, dejarme subir a su pequeño Toyota (de 2002: pobre mujer) y llevarme a su departamento. Echaría a su roomie, le diría que volviera al día siguiente o cuando yo deseara. A salvo de cualquier otra mirada, se quitaría la ropa deprisa. Luego se entregaría sin reservas y haría lo que yo le ordenara, por difícil, doloroso o repugnante que pudiera resultarle. Ella tenía sus propias fantasías (me dijo cuáles eran, sin omitir nada) pero yo no tenía que hacerles caso. Etcétera; ésta era, comprendí, la forma en que ella entendía la idea de estar completamente dominada.
Pero esto tampoco es un cuento pornográfico. Bailamos una o dos piezas en la pista, apretados, al contrario de como bailaban casi todos. Nos besamos; su lengua era cálida y pesada. La piel de sus brazos se erizó cuando yo respondí a sus besos. Un travesti gordo y barbado, sentado en una banca junto a un falso sarcófago egipcio, nos miraba. Salimos.
Había llovido. La ciudad parecía el set de una película del siglo anterior, con el suelo mojado a propósito para multiplicar la luz insuficiente de los faroles. Sobre nosotros se alzaban pasos a desnivel que conducían a diversas carreteras. Pero esto no es un cuento sobre el paisaje americano, sobre la soledad de sus noches ni sobre las cercanías de su cine con la vida: pisamos la grava del estacionamiento, hacia el coche de Leesa, y ella me dijo que le parecía asombroso que yo no tuviese coche. De cuanto dijo (creo ahora), fue lo único que no provenía de mí y de nuestra situación.
No fuimos a su departamento. La hice conducir por una hora hasta las cercanías de Waxahachie, un pequeño pueblo que ya había visitado en ocasiones anteriores y que ahora parecía en crisis: muchas casas y edificios se veían abandonados, dilapidados, muertos. Pero no nos detuvimos a mirarlos, pues este no es un cuento sobre las crisis presentes en aquel lugar y en el mundo. Nos estacionamos en el extremo opuesto del pueblo, en el borde de un plantío, en una zona a la que no llegaba la luz. La desnudé. Cogimos un par de veces –el verbo es mexicano y me encanta: es la vez vulgar y preciso, contundente– y luego la abrí y dejé que comenzara a sangrar.
No diré nada de lo que siguió ni del ambiente, la oscuridad, el dolor en la carne: esas ideas reconfortantes y huecas. Esto, sobre todo, no es un cuento de vampiros. Esas categorías son inútiles aunque no lo entiendan ni los góticos, ni quienes los parodian, ni los hacedores de Crepúsculo ni casi nadie. Las historias sólo nos acompañan: sólo se parecen a lo que nos sucede, pero nunca terminan de explicarlo ni de definirlo. Son patrones que crean la ilusión de un sentido y de un propósito en un mundo inventado. Nada más.
Yo soy quien soy, hago lo que hago, pero no necesito definirme de acuerdo con lo que una historia me dicta. Lo hago cuando quiero y me conviene; cuando no, simplemente me marcho, como me marché aquella madrugada, caminando, por la carretera. A mi modo, llegaría de nuevo al hotel. Luego volvería al aeropuerto y continuaría mi viaje.
(Aunque… ¿Son sanguinarios ustedes? ¿Son de quienes se excitan con la violencia, de los que buscan historias como la mía esperando siempre lo mismo? Les doy gusto: yo me entretuve, al final, sorbiendo la médula de algunas vértebras; Leesa, sonriente, bella como nunca, elogió el filo de mis dientes mientras miraba su vientre rasgado y me dio las gracias; y ustedes nunca sabrán, mientras no lleguen a verlo: mientras no llegue yo a verlos y a tomarlos, qué de quien soy está correctamente representado en sus historias.)
© All rights reserved Alberto Chimal
Alberto Chimal (Toluca México, 1970) Ha publicado una docena de libros de cuentos, entre los que destacan 83 novelas, Grey y Éstos son los días (Premio Nacional de Cuento INBA 2002); también es autor de la novela Los esclavos y de La cámara de las maravillas, una colección de ensayos. Chimal es maestro en Literatura Comparada por la Universidad Nacional Autónoma de México e imparte cursos en la Universidad Iberoamericana y la Universidad del Claustro de Sor Juana. También fue miembro del jurado de Caza de Letras, concurso-taller por internet organizado por la UNAM, entre 2007 y 2010. Actualmente es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte, institución mexicana que patrocina el trabajo de artistas de diversas disciplinas.
Textos suyos han sido traducidos al inglés, francés, italiano, húngaro y esperanto. Es considerado uno de los escritores más originales y talentosos de su generación y un pionero de la escritura digital, documenta actualmente en la bitácora www.lashistorias.com.mx
Su libro más reciente la novela La Torre y el Jardínpublicado por editorial Oceano ha tenido una gran acogida por parte del público y la crítica.