Lo que ha cambiado es la manera. La forma. El contenedor. El impulso original sigue intacto. Siempre habrá necesidad de contar historias.
Primero fue el sonido. Luego la imagen. O quizás fue al revés. En todo caso, la matriz del lenguaje es el deseo, lo que no se tiene o se posee. (¿Se puede desear lo que se tiene? ¿O se apetece?) La tenencia es siempre impermanente. Y si se trata de objetos materiales, uno los desea hasta que los tiene. Luego las cosas poseen a uno. En fin, ese es el espacio de la metáforas y del lenguaje, reponer en algo nuestra inconsecuencia material en el tiempo.
Por eso, nuevamente, es que existen las historias.
Persiste en nosotros, las especies hablantes, el efecto dialógico del lenguaje, la comunicación de las ideas, el intercambio de información y la preservación de la gnosis cultural. Pero esta concesión solo privilegiaba a un grupo social letrado que ejercía predominio sobre la cultura de la letra impresa.
Si algo ha traído la ruptura del monopolio de la publicación convencional es la proliferación de modos alternos de producción cultural y literaria. Las narrativas transmedia, inicialmente advertidas por estudiosos como Henry Jenkins y Carlos Scolari, suponen una manera de contar historias a través de una diversidad de medios y plataformas de comunicación. Entre estas, las redes sociales como Twitter y Facebook han venido a ser solo algunas de las piezas en la elaboración de narrativas en las que, consecuentemente, es el consumidor (aún visto como lector) quien da compleción al mensaje (Reader’s Response, anyone?) y lo lleva a nuevos linderos de transformación en la medida que el recipiente del mensaje participa, se agrega a la cadena de transmisión y difunde el mensaje. Es un prosumidor (productor/consumidor). Por tomar una cita de Arthur Frank, de su libro «Letting Stories Breathe», las historias dejan de pertenecer a los narradores y oyentes de la historia porque todas las historias posan como ensamblajes repetidos de fragmentos en prestación que hacen que dependan de fuentes narrativas compartidas.
Así, vamos a velocidad digital desde el relato impreso en papel al relato narrado en 140 caracteres, a los posts en Facebook y a las imágenes en Instagram (en inglés, ya Instagram es un verbo: «Instagram it»). O, en su efecto, en los tres a la misma vez. Los «hashtags» (#) se convierten en semas. Los «status updates» son textos de la historia de un personaje mayor, que es el del usuario (Todos somos una ficción, ¿no?). Las imágenes vuelven a ocupar su centro de culto en la sociedad occidental ojocentrista y dicen mil palabras. ¿O será que las mil palabras dicen una imagen?
Ojo (las pretensiones son a propósito): hablan. Dicen palabras.
Así que para los que se anticipan a proclamar el triunfo de la era de lo visual, les recuerdo que las palabras también son imágenes.
Entonces, llegamos esa reciente invasión textual en nuestras vidas que llamamos meme, una unidad cultural no genética para la transmisión de información.
Todos los conocemos. El Grumpy Cat. Ned Stark, del Game of Thrones. Gene Wilder en la versión original de «Charlie and the Chocolate Factory». Good Guy Greg. El bebé triunfador. El nerd perdedor. Toda una casa de bestias. Pero lo mejor es cuando el meme retoma la realidad global y hasta la nacionaliza, y entonces el listado es inacabable.
Los memes es un cuento en una imagen. A fin de cuentas, son piezas de narrativa que funcionan sobre la apropiación de un contexto previamente dado y acordado en silencio con el consumidor. La clave del meme es su carácter viral: su único propósito es (como decía Burroughs sobre el lenguaje escrito) reproducirse. Como narrativas, se transponen por mimesis para crear (igual que el principio que prescribiera Poe para el relato corto) un efecto, que puede ser humorístico o satírico como puede cumplir un objetivo de concienciación social.
El carácter semiótico de la imagen contextualiza y da profundidad al texto que acompaña el meme. Las señales visuales, o signos, se transmiten como estímulos nerviosos hacia el observador. Los memes son el vórtice de lo icónico (las cosas cual son), lo simbólico (los sentidos arbitrarios atribuidos por el productor) y lo indéxico (lo que el lector/consumidor asume). En su consecuencia, el meme nos llega, se graba en la memoria y nos habla: compárteme.
Los memes, en su carácter narrativo, tienen el poder de impactar, alterar y reconfigurar la cultura.
Y la pregunta, seria, sería: ¿quién no ha disfrutado de un meme?
Por ejemplo, y en tras la recién culminada Copa Mundial de Fútbol, recordaremos (como una desgracia divertida) más por los memes que por su consecuencia, la mordida que Luis Suarez, delantero del Uruguay, diera a Giorgio Chiellini, defensa del Italia.
Entonces, Suarez como «Jaws». Suarez como un T-Rex en «Jurassic Park». Suarez en «Holocausto caníbal». You name it.
Es la manera en que todavía se cuentan las leyendas.
Se trata de ese principio heredado de la oralidad, según advirtieran los formalistas al separar la historia del discurso: la primera sigue siendo la misma; el segundo, la manera en que se cuenta, cambia.
Que conste: el ejemplo del meme de Suarez lo cito simplemente porque encierra mejor el sentido de mi argumento, dada su gran capacidad de hacerse entender más allá de las fronteras geográficas, culturales y nacionales. Incluso, se erige como corolario de uno de los principios que rigen a los narradores: el mundo que nos rodea nos alimenta, se vuelve imagen en sí mismo, que debe ser reconfigurada para que otros puedan conectarse con el mundo.
Yo diría que el meme podría ser un curso encapsulado sobre crear microcuentos.
El meme, además contener personajes, se cierra en el tiempo, es interdependiente con las palabras y a la vez narra un acontecimiento. Es una nueva imaginación en movimiento expuesta como caricatura, foto, video o sitio web. Es lineal, dependiente de contextos externos y puede ser presentada en viñetas o paneles. Y como resultado, terminan expresando un sentir, reinventando (o en su defecto, afirmando) una identidad, valores e ideas dominantes en una sociedad.
Ahora diría que el meme es lo que Bhaktin definió como novela: un género único donde se admite todo.
En su capacidad satírica, revierte el orden y se torna carnavalesco. Lo alto se degrada a lo bajo y la bajo asciende a lo alto. A veces, la broma es seria:
Cierto. La existencia humana depende de historias, dice Frank en su libro. Al final, la necesidad de contarlas no tiene otro propósito que completar nuestro ser.
Al final, todos somos un meme.
© All rights reserved Elidio La Torre Lagares
Elidio La Torre Lagares es poeta, ensayista y narrador. Ha publicado un libro de cuentos, Septiembre (Editorial Cultural, 2000), premiada por el Pen Club de Puerto Rico como uno de los mejores libros de ese año, y dos novelas también premiadas por la misma organización: Historia de un dios pequeño (Plaza Mayor, 2001) y Gracia (Oveja Negra, 2004). Además, ha publicado los siguientes poemarios: Embudo: poemas de fin de siglo (1994), Cuerpos sin sombras (Isla Negra Editores, 1998), Cáliz (2004). El éxito de su poesía se consolida con la publicación de Vicios de construcción (2008), libro que ha gozado del favor crítico y comercial.
En el 2007 recibió el galardón Gran Premio Nuevas Letras, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, y en marzo de 2008 recibió el Primer Premio de Poesía Julia de Burgos, auspiciado por la Fundación Nilita Vientós Gastón, por el libro Ensayo del vuelo.
En la actualidad es profesor de Literatura y Creación Literaria en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con el periódico El Nuevo Día, La Jornada de México y es columnista de la revista de cultura hispanoamericana Otro Lunes.