Julio 7 1992
Conseguí un nuevo trabajo. Una rutina diferente, alejada del taller de teatro. Un trabajo en un diner en el turno de panteón después de la una de la madrugada.
Los árboles de la calle que me llevan al diner me conectan con Lima. Sobrecrecidos, añejos, venosos en ramas y raíces, me transportan a la avenida Arequipa. Es una ruta de naturaleza familiar de camino a lo desconocido: como cargar un bouquet antiguo en la solapa durante una cita a ciegas.
Trabajaré en un comedor americano donde el inglés es la lengua central y otros idiomas lo complementan de manera casual. En el umbral de la Pequeña Habana el diner destaca con su menú de panqueques y café americano. En el diner espero practicar el inglés. ¿Será posible sumergirme en el idioma? Algunos inmigrantes que trabajan en el diner parecen haberlo logrado. Escuchando, interpretando a tientas, logran comunicarse. Tiene mérito, ¿sabes? Es difícil sumergirse en cualquier idioma en el sur de la Florida. Cuando encuentro un interlocutor que es exclusivamente inglés hablante asiente en una afirmación eterna y parece que entiende lo que estoy diciendo. Es el decoroso y diplomático “active listening”, que va primero que cualquier decodificación semántica. Es una especie de sí te acepto como persona aunque quién sabe lo que dices. A veces me gustaría que me corrijan, en especial cuando uso las preposiciones que actualmente confundo también en español.
A pesar de que entiendo poco, empiezo a sentir el idioma. El inglés es aquí una lengua olvidada y pertenece a la etiqueta de los condimentos. En mi primer día de trabajo sentí la América que se mezcla en las calles de la Pequeña Habana.
Julio 9
Cuando empieza mi turno llega Steve. Viene con un cuaderno de notas bajo el brazo hablando de este récord personal de llenar las hojas con setenta horas de escritura. El inglés que aprendo de Steve es invaluable. Le puedo leer los labios, lo interpreto entre la modulación de sonidos y sílabas entrecortadas mientras lo atiendo detrás del mostrador. Es una semántica náufraga que me es posible salvar de la ruma de platos pegoteados de miel de maple y panqueques. Un inglés varado que puedo seguir solo porque Steve es mudo.
Steve ha cruzado el umbral complejo de proponerse un récord para contrarrestar el error ingenuo de tener un hermano gemelo que habla sin dificultad. El hermano de Steve vive en Nebraska. Con los remilgos de la incapacidad y la ayuda del gobierno, Steve planea juntar sus escritos y mandárselos a su hermano en una encomienda para navidad.
Las tazas de café y las pastillas de cafeína mantienen despierto a Steve en la madrugada. Steve me ha demostrado que el inglés auténtico no solo se escucha en las canciones de rock, sino en la lengua de un mudo solitario. ¿Quién espera aprender un idioma de un mudo? El gran esfuerzo de Steve de articular palabras me ayuda a acceder a este lenguaje elusivo.
Mientras que él dice sentir las vibraciones de los trastes y cubiertos en el mostrador, yo recojo las expresiones del inglés que escucho de los clientes. Una o dos palabras nuevas cada noche son mi meta.
Doreen me tiene paciencia cuando tomo las órdenes. Parece que con ella a mi lado podré pronunciar mashed potatoes correctamente y saber la diferencia entre alverjitas o green peas y vainitas o green beans. A veces me choco con los muebles por mirar los zapatos de Doreen, que parecen de enfermera, y sus tobillos con una pantyhose blindada color limón. Ella me acompaña la primera parte de la noche y después se va, porque dice que el horario de cementerio fue una cuota que tuvo que pagar sus primeros años en el diner.
Aunque el diner tiene algunas señales étnicas de inmigrantes como yo, me enorgullece haber encontrado esta puerta abierta hacia la inalcanzable América. Mi amigo Mohamed lleva poco tiempo en Miami y está de acuerdo conmigo en que el diner lo ayuda a practicar el inglés y a relacionarse con americanos establecidos. “Aquí los veo de cerca”, me dijo el otro día en un idioma misterioso con rastros de sonidos arábicos.
Mohamed es de Egipto y es amigo de la infancia del cocinero. Cuando ellos me hablan de las pirámides yo les hablo de Machu Picchu. Me alegro de haber ido de viaje de promoción con mis compañeros de colegio a ver mis queridas ruinas, ahora así me puedo llenar la boca con las historias de pórticos y andenes.
Me sorprendió saber que ellos también creen en la posibilidad de que los extraterrestres pudieran haber construido las pirámides. Puede ser, les digo, esas piedras son casi imposibles de mover por el ser humano y las de Egipto están en la misma categoría. Me gusta tener este mito cultural en común con Mohamed. Nos da cierta importancia secreta, una cualidad trascendental implícita que se encuentra en la gente que nació cerca de alguna de las maravillas del mundo.
Mohamed y yo nos llevamos bien. Con Tum la diplomacia cambia. Tum tiene unos ojos que hacen honor a su nombre de dios egipcio: enormes como los huevos estrellados que saca por la ventana de la cocina y dulces como la miel de maple que chorrea cuando tira el plato. Dice Mohamed que una novia en Egipto lo dejó por otro y que se vino a los Estados Unidos para olvidar ese episodio. A mí esto me despierta el instinto heroico de salvar a un animal herido. A veces creo que esa compasión absurda se me nota en la cara y Tum la condena con todas sus fuerzas desde la cocina llamándome con todos los nombres de flores que sabe en inglés: Margarita, Begonia, Azucena, y a veces intenta pronunciar Clavel cuando me ve agobiada corriendo a completar pedidos. Cuando él trabaja en mi turno prefiero servir café y batidos de mantecado (aunque son durísimos de hacer), o recoger las órdenes de la cocina cuando está volteado.
Mohamed y yo nos ayudamos con las órdenes. Nos pasamos la voz cuando nos piden un batido y tenemos que raspar el helado endurecido turnándonos para aliviar el trabajo. Cuando le digo que necesito un Machu Picchu él sale corriendo hasta el freezer a meter la mano y a congelarse los dedos con el helado de chocolate. Su contraseña es Abu-Simbel: allí salgo yo a la búsqueda del helado de fresa petrificado.
Dice Mohamed que así se alivia el trabajo. Aunque discutimos las veces que nos llegan grupos de más de seis que quieren batidos y nos ponemos quisquillosos y nos sacamos en cara las bolas de helado, el juego de las ruinas hace pasar el tiempo más rápido.
Igual somos amigos y pasamos el tiempo comparando el esfuerzo de nuestros antepasados (o de los extraterrestres) cuando tuvieron que cargar las piedras con el esfuerzo de sacar las bolas de helado para un batido.
Mohamed entiende un poquitín de español y dice que lo va a practicar conmigo durante el horario de cementerio, porque es el horario de las largas esperas y los grupos impredecibles. Intenté explicarle el dicho de que en boca cerrada no entran moscas, pero la barrera del idioma se interpuso como un búnker en el comedor del diner. Mohamed intentó descifrar los jeroglíficos hispanos que traté de dibujar con las manos en el aire. Mientras interpretábamos la charada, Doreen pasó con una garrafa de café en la mano y según Derek (hasta ahora Mohamed duda de esta versión) se le enredaron los pies y, por evitar caer sobre un montón de trastes sucios, alcanzó a agarrarse de una de las lámparas sobre el counter mientras sujetaba la garrafa con la otra. Doreen cayó igual con lámpara y garrafa sobre los trastes sucios detrás del counter. El impacto de la lámpara sobre los ojos la dejó viendo sombras. Derek le recogió los lentes que estuvo a punto de pisar mientras Doreen se reestablecía del golpe.
Derek es de Tennessee y tiene gestos protocolares sofisticados. Practica la etiqueta en los movimientos al servir la comida. Lleva un mandil tubular prensado al detalle, y así, en medio de la hora loca, cuando hay cambio de horario o llegan los adolescentes por la madrugada, él se mantiene invencible de temperamento y de perder el candor. Es en los comentarios de las bolitas de helado y el juego de sacar el tema de las ruinas que se alborota y bufonea y se le afloja el gesto protocolar, y al reír nos escupe sin querer.
Julio 18
Mohamed, que insiste en resaltar mi origen andino, sigue con los comentarios de Machu Picchu, y ahora que se enteró de que las llamas son los animales característicos de los Andes, me pinta y despinta en el paisaje andino pasteando como una llama. Mientras tanto, Steve habla con quien se siente a su lado. La otra noche, poco antes de cambiar al turno de cementerio, intentó entablar una conversación con Cindy. Ella es bastante rara. Anda con el asunto de recolectar bolsas de papel que corta y pega en piezas que usa para vestirse. Apenas llegó, se sentó en el counter a contar las bolsas de papel que amarró para cargarlas en la espalda. Steve empezó con el tema de las pastillas de cafeína y cómo lo ayudaban a mantenerse despierto para completar la meta de las horas de escritura en el cuaderno. Doreen nos había advertido que tuviéramos cuidado con Cindy porque tiene una extravagancia: en la mandíbula inferior, donde le faltan dientes y se le pega la piel ahuecándole las mejillas, ella almacena una gran cantidad de saliva.
Doreen también nos había advertido de la hipersensibilidad de Cindy hacia los comentarios de la gente. Nos había dicho que si Cindy aparecía en el horario de cementerio, que la evitáramos en el habla, trato, contacto o mirada, en especial cuando anudaba las bolsas de papel, y que habláramos mirando al techo o al vacío evitando hacer referencia de Cindy. Steve no lo sabía cuando se dirigió a ella, pero como Cindy se dio cuenta de que era mudo lo ignoró en el acto.
Fueron Derek y Mohamed los que cometieron el error de hacer comentarios acerca de la práctica de Cindy de reciclar bolsas de papel y sus resultados pueriles. Y mientras aludían al tema de las limitaciones del reciclaje y de cómo el problema del desperdicio sólido tendría que ser controlado y resuelto por algunas corporaciones, Cindy comprimió la mandíbula como hacen los compresores de cartón de reciclaje mientras escuchaba “desperdicio controlado” y “reciclaje y problema resuelto” y entró en crisis, porque eso significaba el fin de su misión estética en la Pequeña Habana recogiendo bolsas de papel para darles un giro conceptual. Y antes de que ellos pudieran reaccionar a la mirada de ojos semicerrados de Cindy, parecida a la de las llamas en los Andes mientras mastican yerba, sintieron el impacto de algo viscoso y denso. Sin ser de los Andes, el gargajo que escupió Cindy los sorprendió de antemano.
Después, Mohamed recordaría esto como un incidente más del turno de cementerio y se dio el lujo y el tiempo para filosofar mientras cargaba la bandeja de sopas y panqueques. “En el umbral de la Pequeña Habana una llama opaca a otra con un escupitajo. La puerta de las Américas tiene mascota”.
Julio 19
Esto de Cindy escupiendo detrás del counter ocurrió acompañado de las voces de los cocineros, ayudantes de cocineros y meseros, elevándose en categoría de discusión. La algarabía es común a altas horas de la noche. También se puede escuchar a los clientes que se contagian (al parecer) de esa hostilidad, y empiezan a reclamar por las demoras y el café frío. Algunos hablan de programas de televisión como Hell’s Kitchen y dicen que se van a ir al diner de la competencia. Doreen es experta en reducir esa hostilidad: “¿Qué te traigo mi amor? ¿El agua con el café después de que vayas al baño?”, suele preguntar Doreen a algún cliente habitual.
El diner puede ser volátil, ya que está abierto veinticuatro horas. Esto de girar en un horario sin principio y fin, donde existe gente que trabaja dos o tres turnos seguidos para juntar plata e irse a otro trabajo, es absurdo, dice Mohamed. ¿Quién dijo que para cambiarse de trabajo había que pasar más tiempo en el trabajo?, se pregunta, y pide permiso para faltar, para después regresar angustiado cuando se queda corto de dinero. Mohamed tiene estas preguntas capciosas que revelan un sentido común más común en el Cairo que en la Pequeña Habana.
Personalmente, yo me quedé con un cerro de interrogantes el otro día, cuando el gerente que me contrató perdió los papeles con unos clientes. Me había sorprendido en la entrevista con la pregunta: “¿cómo trabajas bajo presión?”. La otra noche pasé a ese territorio de incertidumbre y catástrofe cuando estuve bajo la presión de un grupo interminable de gente que llenó las mesas que me tocaban. Intenté servirles y contestar las preguntas que me hacían en un inglés inventado por ellos mismos, porque se rehusaron a usar su lengua de origen. Y allí, en ese torbellino de abusimbels y machupicchus que tuve que batir en soledad, porque Mohamed tomó la noche de catacumba para irse de rumba con Derek, comprendí que trabajar bajo presión en el diner era casi como recibir grandes gargajos de Cindy a la vez que raspar las bolas de helado del freezer. Esa noche fue imposible jugar con las alegorías arqueológicas y sacar veintidós batidos sin un resultado catastrófico.
Cuando me vi en ese lío de lengua inventada, sonidos guturales y escupitajos semánticos (busqué a Cindy para que me regale un gargajo y tener una buena excusa para salir de allí) esclarecí algunos de los interrogantes que llevé conmigo después de la entrevista. Como la de trabajar bajo presión. La respuesta fue clara y concisa y la repetí mirándome al espejo del comedor mientras el sudor y el rímel me corrían sobre las mejillas: “pa’ el carajo”. Guiada por las señas y los golpes de contrabajo que sacaban los clientes furiosos al golpear las mesas, apliqué el fino arte del lenguaje de señas al cual Steve me introdujo e hice lo posible por decodificarlo de los rostros pálidos de los clientes bajo la luz del horario de cementerio.
Pues a mi gordo lindo, como le decía al gerente cuando me dio trabajo y me sacó de la miseria, le pareció irrisible que, después del esfuerzo antropológico de construir monumentos de helado, me dejaran algunos pennies – uno por persona, para ser justos.
Las lenguas del diner dijeron que el gerente pasó de la prestancia a la cólera cuando se dirigió a los clientes en la puerta del negocio, y ahí perdió la paciencia cuando le devolvió los pennies al que parecía dirigir al grupo. Insatisfecho de abusimbels y macchupicchus, el cliente le saltó encima al gordo, el cual perdió los estatutos del diner para terminar en puños y puntapiés hasta que llego la policía.
Creo que lo que me salva a mí en estos momentos intensos de realidad cruda es que me acuerdo del grupo de teatro e imagino que les cuento estos acontecimientos y que hablamos de una obra, de escenografía, y que los que son parte de la vida eterna del diner de veinticuatro horas y siete días, como Cindy con sus escupitajos, Tum con su desamor o Mohamed con sus fantasías arqueológicas de mantecados, podrían convertirse en una experiencia histriónica. A la gente del counter la tendríamos detrás del telón y a la mayoría de mis compañeros de trabajo en el camerino cambiándose el vestuario, Doreen liberándose de esas pantis chillonas ensayando voces diferentes y Steve cantando mientras va a ver a su hermano gemelo, viajando en la carretera, voltear la página.
© All rights reserved Rossana Montoya Calvo
Relato que forma parte de la antología Viaje One Way publicado por SUBURBANO Ediciones
Rossana Montoya Calvo (Perú, 1967) Estudió pintura en la facultad de artes de la Universidad Católica del Perú. Emigró a los Estados Unidos en 1991 donde trabajó en diferentes oficios mientras mantenía un estudio de pintura en Wynwood Florida. Se graduó de Bachiller en artes visuales en la Universidad Internacional de la Florida y de Master en Educación por el Arte en el 2010. En el 2011 publicó su primera novela Pasaje de regreso y desde el 2013 colabora con la revista virtual Suburbano. Actualmente trabaja en su segunda novela Fabula en el horizonte.